Hola a todos los bibliotecarios repartidos entre mundos:
Hoy he decidido colgaros el relato que presente para el Alucinadas IV (y no pasó la prueba, jajaja) como regalo para este Sant Jodi 2018.
¿De qué trata? Pues es una historia de ciencia ficción que transcurre en otro planeta en donde los humanos se han instalado después de una serie de acontecimientos.
Espero que os guste.
¡Feliz lectura!
PD: Se agradecen comentarios y el compartir. total, no cuesta nada más que unos minutos ^^
Tu final es mi principio
La guerra nunca cambia.
Da igual los años, los
momentos históricos, las coyunturas, los espacios…
La guerra es siempre
igual.
Siempre las propicia el
ser humano vaya a donde vaya.
Su sed de conquista es
insaciable.
Su sed de sangre y de
violencia son infinitas.
Hubo un tiempo en que
se creyó que esa lacra dentro del ser humano podría solucionarse si se ponía
voluntad y empeño. Las diferencias podrían salvarse con el diálogo y las buenas
intenciones. Si todos pertenecemos a una misma especie, si todos somos iguales
y debemos convivir juntos, lo mejor es establecer una armonía tácita que nos
permita alcanzar tal propósito. Un acuerdo para evitar muertes inocentes.
Mas la guerra nunca
cambia.
La sed de poder es
inconmensurable.
El ansia de supremacía
es insalvable.
Suele decirse que en
las guerras no hay bando ganador. Gane quien gane, siempre hay grandes pérdidas
en ambos bandos, algunas son incluso devastadoras, genocidas. Las muertes
injustas están garantizas y los que más sufren siempre son aquellos inocentes
que, arrastrados por sus gobernantes, quieran o no quieran, acaban dentro de
esa vorágine de destrucción de sangre y hierro, de acero y balas. De misiles y
bombas.
Es tan fácil matar a un
ser humano que debería dar miedo.
A mí me da miedo de
tantas veces como lo he hecho.
Oh, pero sí que hay
vencedores en las guerras y son aquellos que, escondidos detrás de un refugio
bien vigilado, de un bunker escondido bajo tierra, mueves los hilos de aquellos
que corren bajo una lluvia de balas y que, sin que nada los dañe, sin que la
sangre y las vísceras los salpique, consiguen aquello que desean: demostrar que
su poder es tan grande como para decidir quién vive y quién muere. Deciden
aquel que puede ostentar el título de superpoténcia mundial después del nombre
de su país.
Y esos mismos
titiriteros en las sombras organizaron una nueva empresa cuando la Tierra
comenzó a morir.
Una muerte que ellos
mismos habían provocado.
¿Qué quedaba entonces?
Solamente había un camino posible para no permitir la extinción de la raza
humana; extinción provocada por las guerras, el hambre y el cambio climático.
Pero siempre existe la
posibilidad de sobrevivir.
La posibilidad de
conquista.
La raza humana no deja
de ser una mala hierba que se niega a morir.
Contemplo el edificio
que hay ante mí ideando mil y un modo de penetrar en él sin ser vista y sin que
ninguno de sus sensores me detecte. El rascacielos es imponente, una
construcción que nada tendría que envidiarle a la mítica torre de babel y su
deseo de proclamar a los cuatro vientos que sus creadores son iguales a los
dioses. Y, en esa idea popularmente extendida entre los poderosos, ese
inequívoco convencimiento de que son como los dioses de los hombres y mujeres
con potestad y derecho de modificar y convertir la naturaleza en aquello que
ellos quieran, construyeron los transbordadores interestelares que nos trajeron
aquí.
A Valhalla.
La Tierra se marchitaba
cual rosa sin agua. Cual árbol alimentándose sólo de ponzoña.
No había otra opción
para la raza humana. Debía abandonar el planeta que lo trajo al mundo, el que
le dio cuna a su civilización y lo definió hasta su estadio supremo. Pero, como
suele decirse, llega un momento en que los hijos deben abandonar el regazo de
su madre y volar en libertad.
Algo que yo también
estoy a punto de hacer.
Abro el mapa
electrónico procedente del chip instalado en mi nervio óptico conectado a las
lentillas de mis ojos que me permite estar dentro de la red. Selecciono con las
órdenes de mi cerebro la zona en la que estoy y aparece un mensaje de alerta en
rojo: Área restringida, el mapa que desea
vislumbrar no está disponible. Sonrío mientras abro el programa de hackeo
de códigos y dejo que busque la contraseña que me solicita el programa para
desencriptar la información que necesito. Después de dos minutos, el programa
ha logrado colarme en el sistema de seguridad y puedo descargar un mapa
holográfico y en 3D del rascacielos de mil quinientos pisos, iguales a los años
que portan los humanos viviendo en Valhalla.
Oculta en las sombras,
contemplo el mapa descargado y selecciono las partes que me interesan: los
conductos residuales y los de ventilación. Puede que suene algo trillado y a
película de serie B de la época anterior a nuestra arribada al «Nuevo Mundo»,
pero en esos lugares no suelen ponerse sensores o sistemas de vigilancia.
¿Quién en su sano juicio, en la vida real, se le ocurriría colarse en un
edifico gubernamental de la poderosa capital planetaria de Valhalla?
Yo.
Yo tengo el poco juicio
imprescindible para llevar a cabo esta empresa.
Esta noche pienso
acabar con todo al igual que hicieron ellos.
Sin quitar el mapa de
mi retina, dejándolo transparente para que se funda con el paisaje que tengo
frente a mí, llevo mi mano izquierda hacia el pendiente que pende de mi oreja y
arranco uno de sus eslabones. O, mejor dicho, una de las pastillas que parecen
los sencillos eslabones de metal de un zarcillo.
Hace más de mil
quinientos años, cuando se terminó la construcción del primer transbordador
interestelar, una pequeña comunidad de geógrafos, biólogos, paleólogos, médicos
y militares se hicieron al espacio para viajar hasta uno de los planetas
señalados por los expertos para ser nuestra nueva Tierra. Estos expertos decían
que a 40 años luz, en una galaxia bautizada como Yggdrasil, había seis planetas
candidatos para ser nuestro nuevo hogar. Ciertamente, su estrella – Thor – era
más pequeña que el Sol, una estrella enana ultra fría con un brillo mil veces
menor. Pero la temperatura de tres de ellos se encontraba entre -150 a 15 ºC y,
lo más importante: en todos ellos había grandísimas cantidades de agua.
Después de nuevo
estudios, sondas, satélites y pruebas de todo tipo, se determinó que el planeta
llamado cómodamente Yggdrasil C era el más óptimo a pesar de su climatología,
un mal menor que podía solventarse con nuestra tecnología puntera. Con la ruta
marcada en el panel de navegación y todos los tripulantes en modo de
hibernación, el transbordador partió para que aquellos que iban en su interior
estudiaran el ambiente y lo hicieran todo lo habitable posible antes de la
llegada de los civiles.
Mientras aquellos
tripulantes dormían plácidamente en sus cápsulas de camino al que sería el
planeta Valhalla con sueños de grandeza y la curiosidad innata de los
investigadores, una nueva guerra asoló la Tierra como el último estertor de un
enfermo terminal.
A pesar de las
promesas, a pesar de los discursos populistas y esperanzadores de los miembros
de la ONU y de los presidentes de gobierno de los distintos Estados-Nación, no
todos los habitantes de la Tierra podrían salir de ella para comenzar una nueva
vida. Aquel nuevo viaje al “Oeste” sólo estaba reservado a unos pocos: a los
poderosos titiriteros, y su camarilla, escondidos en las escuras sombras,
engalanados de oro y sentados en sus tronos con los cetros de mando en las
manos y las coronas en las frentes.
Mientras las matanzas
indiscriminadas se desataban para lograr una plaza hacia el camino de la
salvación, los tripulantes del trasbordador espacial llegaron a destino. Todo
parecía salir a pedir de boca. Los componentes necesarios para la vida humana
estaban en los grados perfectos. Puede que el sol no tuviese la fuerza
suficiente para producir el calor más propicio, pero era algo que la gran
tecnología humana podía suplir. Había comida en abundancia: animales que
proporcionaban las proteínas necesarias para los organismos humanos, plantas,
vegetales, árboles frutales… Era un nuevo paraíso. Era un nuevo jardín del
Edén. Era el Valhalla, donde los guerreros nórdicos iban después de caer en la
batalla para a cenar con los dioses.
Pero hubo algo con lo
que no contaron.
Y es que los planes
perfectos no existen y esa es la limitación humana más grande que nadie parece
querer reconocer.
Los planes nunca salen
bien y eso yo lo sé demasiado bien.
Por eso yo no he venido
a por mi enemigo con un plan.
La oscuridad me ampara
mientras me meto la pastilla en la boca y me la trago como si nada. Hace ya
demasiados años que lo hago y es por eso mismo que no me inmuto cando el
característico calor que recorre cada músculo, tendón, arterias y venas me
invade y amenaza con carbonizarme. Obviamente es una simple sensación para conseguir
algo mucho mayor, aquello que el ser humano siempre ha querido para sí. Una
fuerza en su estado más puro. Un poder descomunal que te hace prácticamente
invencible.
Con gran habilidad y
rapidez, me deslizo de sombra en sombra hacia la ubicación que el mapa ha
señalado como la entrada a un conducto de ventilación situado en la planta
baja. Uno que serpentea hacia los sótanos inferiores hasta unos tubos grandes
de residuos que se entremezclan entre ellos de forma ascendente para conectarse
en algunos puntos con otros conductos de aire.
Valhalla tiene una
temperatura muy distinta a la Tierra. En invierno, su temperatura máxima es de
-30 ºC y una mínima de -140 ºC. Por su parte, en verano, las máximas suben
hasta los 10 ºC y una mínima de -8 ºC. Por ese motivo, las ciudades repartidas
por el planeta están protegidas por cúpulas cerradas y climatizadas para lograr
las temperaturas adecuadas para la supervivencia de sus habitantes y, a su vez,
los edificios tienen sus propios sistemas térmicos y de pasos y salidas de
aire.
Con los sentidos en
alerta, saco mi dispensador de herramientas favorito y que en tantas otras
misiones me ha acompañado. Selecciono el tipo de destornillador que necesito
para extraer la rejilla del conducto y lo coloco en la estría del tornillo de
estrella. Hay cosas que nunca cambian. El destornillador gira a gran velocidad
y, en menos de treinta segundos, tengo el dispensador guardado en el bolsillo y
la rejilla entre las manos. Me cuelo sin dilación y coloco de nuevo la rejilla
sin atornillar.
La oscuridad me envuelve y se conecta la
visión de infrarrojos de las lentillas de mi retina conectadas al chip en el
nervio ocular. Es algo que el sistema hace como configuración automática en
cuanto la oscuridad es total. Pero yo no lo necesito, así que lo apago. Hace
mucho tiempo que dejé de ser «normal».
Muchas veces me he
preguntado cuándo lo dejarían de ser aquellos primeros hombres y mujeres que
llegaron a Valhalla.
Fue difícil para ellos
crear el primer campamento base. Vivieron durante años en el transbordador
hasta poner a punto los sistemas capaces de crear una temperatura distinta en
el interior de un complejo de cúpulas en contraposición a la que hacía en el
exterior. Mientras hicieron esto, no les quedó más remedio que adaptarse al medio
como buenamente pudieron, creando todo tipos de bebedizos, trajes y medicinas
para conseguir mantener el cuerpo aislado de las bajas temperaturas. ¿Ese sería
el primer detonante del cambio biológico en sus cuerpos? Tal vez. En realidad,
ni ellos mismos supieron cuándo empezó, pero sí cuando culminó.
Si hay algo que Valhalla
no tiene nada que envidiarle al antiguo planeta Tierra es el agua. Mientras que
nuestro planeta madre tiene una superficie de agua potable muy baja y mucha más
que no lo es, aquí eso es al revés. El 80% del agua es potable mientras que el
restante 20% es agua salada. No hay mares ni océanos en Valhalla, sino que
nuestro planeta está lleno de grandísimos lagos, muchos de los cuales se
conectan unos con otros dejando un mínimo espacio de tierra, simulando ser un
mar de agua dulce.
¿Qué más podían pedir
aquellos pioneros? Aquellos cuyo objetivo era el de convertirse en los héroes
de la humanidad.
Yo creo que podrían
haber pedido muchas otras cosas, lo mismo que yo ahora mismo que estoy
escalando con cierta dificultad los conductos del rascacielos intentando no
caerme y romperme la cabeza.
Todo les estaba
saliendo a pedir de boca y la vida comenzaba a hacérseles muy fácil en el
planeta. El campamento satélite casi estaba terminado cuando uno de los
médicos, después de las analíticas rudimentarias trimestrales, encontró algo
extraño en los resultados de todos los colonos. Había anomalías, unas que eran
bastante inquietantes a juzgar los altos niveles de glucosa, sodio e incluso
hierro, y por el hecho de que todos tenían los mismos parámetros, como si
fueran muestras de sangre de clones de un mismo individuo.
¿Cómo era posible? Sin
querer alarmar a la totalidad de sus compañeros, llamó a una bióloga amiga suya
para que lo ayudara a desentrañar el significado de aquello. No parecía que
nadie estuviera enfermo por tener unos niveles más altos que la máxima
recomendada, todo lo contrario. Tres días después de un estudio exhaustivo, los
dos descubrieron que el genoma humano y la cadena de ADN de todos los colonos
estaba mutando hacia algo que iba más allá de su comprensión. Obsesionados y
preocupados por aquel fenómeno que ya no podían ocultar, los dos investigadores
decidieron reunirlos a todos una noche y explicarles la verdad, algo que
cambiaría sus vidas para siempre.
Me detengo en medio del
conducto de ventilación para descansar unos instantes. Llevo casi una hora en
el edificio mejor custodiado de la Ciudad Principal, en el mismo corazón del
sector D3, un lugar que he pisado una decena de veces por la puerta principal y
con la cabeza bien alta al pertenecer a uno de los equipos de élite Berserkers,
aquellos que, desde muy pequeños, somos tomados bajo la tutela del gobierno
para ser entrenados de la forma más concienzuda y efectiva posible.
Mis manos y mis pies, a
pesar de estar en unas posiciones poco naturales para aguantarme en las paredes
del conducto de ventilación, no vacilan, no se mueven ni un centímetro ni lo
harán mientras mi corazón siga latiendo. Están acostumbrados a eso y a cosas
peores. Durante veinte años he sido entrenada día y noche con un único
objetivo: asesinar a los enemigos de la humanidad, los Jotuns, autóctonos del
planeta que se alimentan a partir de la carne humana y que pretenden nuestra
extinción desde tiempos inmemoriales. ¿A cuántos Jotuns he matado desde que me
encomendaron mi primera misión a los trece años? No lo sé. Cuando llevas diez
años matando llega un momento en el que dejas de contar los cadáveres que yacen
a tus pies. ¿Qué importan si son tres, diez, treinta o un centenar? Son
monstruos, algo más bajo que las ratas.
Seres que no merecen ni
que gastes saliva para escupirles encima.
Los que sí que cuento
son a los míos. A todos los compañeros y amigos que han ido cayendo para
proteger aquello en lo que creíamos. Aquello en lo que creo ahora.
Porque todo ha sido una
mentira.
Porque los Bersekers no
son lo que nos han hecho creer durante mil quinientos años.
Cuando el médico y la
bióloga les contaron que sus cuerpos estaban mutando, sus compañeros, sus
amigos, en definitiva, su nueva familia, no creyeron ni una sola palabra. Se
chancearon de ellos soltando algunas carcajadas mientras bebían grandes sorbos
de té, café o generosos tragos de agua fresca. Entonces, cuando tuvieron las
pruebas ante sus ojos, nadie pudo decir ni una sola palabra. ¿Cómo iban a
afectarles esos cambios?
¿Dejarían de ser humanos a causa de esa mutación
imprevista? Y, lo más importante, ¿qué agente había sido el desencadenante del
cambio?
Pasó un año antes de
que alguien descubriera la causa de la mutación prácticamente por casualidad,
una que los estaba cambiando de muchas formas y a todos los niveles. Sus
cuerpos dejaron de ser sensibles a la climatología del plantea, adaptándose a
ella sin la menor dificultad. Su vista mejoró, así como sus otros sentidos más
allá de la imaginación humana. Se volvieron más fuertes y gráciles. Su piel fue
cambiando de color a una completamente blanca como la nieve, y la pigmentación
de sus cabellos se aclaró tanto que se tornaron del argénteo más bello y puro.
Sus órganos también mutaron con efectos de lo más extraños pues estos se les
desplazaron de lugar, algunos se agrandaron, otros se encogieron y los demás se
multiplicaron.
Al cabo de tres años,
los primeros colonos humanos dejaron su humanidad y se volvieron parte de aquel
nuevo mundo. Ahora eran parte de ese
mundo, uno que los había adaptado a su imagen y semejanza a través del agua.
¿Quién iba a decir que además de la molécula de hidrógeno y las dos de oxígeno
iba a tener otra más y completamente desconocida? La molécula llamada Jotunhëim
había obrado el milagro que le faltaba a Valhalla: seres racionales capaces de
conocer y amar el planeta que los había llevado de nuevo a nacer.
Renacimiento que les
hizo comprender el desastre que se avecinaría cuando llegaran los seres humanos
muchos años después.
Y no pensaban permitir
tal cosa.
No iban a dejar que
destruyeran su hogar y que lo adaptaran hasta su perdición como lo habían hecho
con la Tierra.
Observo el mapa del
edificio nuevamente cuando prosigo la escalada. Según me indica el susodicho,
me encuentro casi en la planta quinientas. Ha llegado la primera prueba de
fuego. Para proseguir con mi ascensión necesito salir del conducto, atravesar
un tramo de pasillo, cruzar una sala oval y colarme por otro conducto en la
cara este del edificio mastodóntico. Con el cuerpo en tierra, me arrastro por
el conducto hasta la rejilla más cercana. Miró por sus pequeñas rendijas
desconectando el mapa por un instante y dejando que mis iris busquen algún tipo
de señal de calor corporal en los alrededores. La planta parece estar
desértica. Conecto de nuevo el mapa y abro el programa de hackeo para darle
órdenes al sistema de seguridad. Así, por mucho que los sensores me detecten,
el sistema les dirá que no soy una intrusa durante un tiempo.
Me quedo unos instantes
inmóvil mientras aflojo los tornillos de la rejilla. No hace ni tres meses que
ninguno de esos sensores habría osado hacer saltar las alarmas al
escanearme.
Ahora es tan diferente.
Ahora yo soy el enemigo.
Una traidora que se ha
aliado con aquellos seres que juré destruir a costa de mi propia integridad
física. A costa de mi vida y de mi sangre.
Salto por el agujero
sin molestarme en volver a colocar la rejilla y avanzo con paso ligero por el
pasillo que hay a mi derecha. El único sonido que reverbera en el silencio es
el de mis botas de cuero reforzado en los puntos más vulnerables de esas partes
del cuerpo. Hecho de nuevo un vistazo al mapa y vuelvo a asegurarme de que no
hay nadie dentro de un radio de treinta metros desde mi posición. No falta
mucho para que llegue al conducto. Un recodo más. Sólo una esquina, la sala
oval y allí estará mi nueva vía que me acercará un poco más a mi esquivo y bien
pertrechado objetivo.
Al girar, justo cuando
mi cuerpo se ladea sobre mi pie izquierdo y mantiene el derecho alzado en un
paso sin concluir, me topo con una realidad que me habría gustado poder evitar.
Una realidad que me hace estremecer y que me encoge un poco el corazón. Frente
a mí, a unos escasos veinte pasos, están mis antiguos compañeros de escuadrón.
El equipo Aesir de la élite Berserkers, el mejor de todos y al cual es un gran
honor pertenecer. Mi cuerpo vuelve a colocarse completamente recto y mi pie
derecho toca el suelo cuando Rörkh, el capitán, mi capitán, me mira con los ojos entrecerrados, los brazos cruzados
y las piernas separadas.
A simple vista puede
parecer que Rörkh, con aquella postura, está completamente desprotegido, que es
tan vulnerable que, con rapidez y habilidad sanguinaria, puedes acabar con el
mandamás de un grupo reducido de siete personas. Un grupo que porta junto
tantos años que, sin su líder, sin el alma que los comanda como si fueran la
extensión de su brazo, como si fueran todos un sólo ser, caerán después de
éste.
Pero no es así. Mi
capitán está más en guardia que nunca y, lo que es más doloroso, está así por
mí.
Yo soy una amenaza.
Su
amenaza.
Una que debe eliminar a
toda costa.
—Eres tan previsible
que me han dado ganas de vomitar nada más verte aparecer por esa esquina. ¿Tan
mal capitán he sido durante estos cinco años o tú eres dura de mollera?
Deberías saber que camuflar el calor corporal es tan simple como respirar.
Me quedo completamente
en silencio, abrumada por la situación.
Ahí, justo delante de
mí, están todos mis compañeros. Mis amigos. Una parte de mi familia. Miro sus
rostros. Feric, Saga, Morik, Vaneria, Largaz y Holdric. ¿Cuántas batallas hemos
compartido? ¿Cuántos secretos, juegos, diversiones y confidencias? Observo a
Vaneria, mi mejor amiga. Ella aparta la vista y aprieta los puños. Puedo sentir
su dolor desde aquí. Su decepción hacia mi persona.
—Traidora – escupe
Holdric mientras desenfunda su hacha de doble hoja.
—Por favor, chicos –
digo yo. No sé de dónde he sacado la voz. O tal vez sí. Mi deseo de venganza y
el de encontrarte son tan grandes que debo hacer lo posible por llegar hasta el
piso mil quinientos -. Dejadme pasar.
—¡Eso ni en sueños!
Cuando escucho la voz
de Feric, éste ya se está lanzando contra mí y, junto a él, todos los demás. No
me van a dejar pasar. Nunca me van a perdonar lo que ellos creen que he hecho.
Ni siquiera me creyeron cuando les conté la verdad. Saben que ya no soy la
Gerlïnger que ellos conocieron hace veinte años en los barracones de los niños
recién llegados. Esa Gerlïnger que fue seleccionada juntamente con ellos para
formar parte del legendario equipo Aesir. Esa Gerlin que luchaba a su lado codo
con codo sin cuestionar las verdades dogmáticas que siempre habían dado por
sentadas.
El primer golpe está a
punto de alcanzarme y yo me agacho y ruedo por el suelo para apartarme del filo
de los cuchillos curvos de Feric. Justo cuando me estoy levantando, la espada
corta de Lagaz me pasa rozando el hombro. Su mirada se cruza por la mía y, a
pesar de todo lo que una vez nos unió, veo en sus iris la determinación de
matarme sin contemplaciones.
Sin pestañear.
Y es entonces cuando lo
sé. O, mejor dicho, cuando acepto que siempre supe que esto acabaría así. Que
ese hijo de semen podido me las haría pagar de las peores formas posibles una
vez lo desafié con acabar con aquella mentira: con aquella guerra absurda que
portaban Jotuns y Humanos desde que el segundo trasbordador espacial llegó a Valhalla
mil quinientos años atrás. ¿Por qué debíamos matar a los descendientes de los
primeros colonos? ¿Por qué siempre arrebatamos las tierras de otros e
intentamos hacer con ellos lo que nosotros consideramos que es correcto? La
diversidad no debería destruirse. La diversidad es lo único que nos da vida. La
aceptación de ello es lo único que nos dará libertad. Es lo que nos hará ser
iguales.
Pero la guerra nunca
cambia.
La sangre nunca
abandonará mis manos ni mis pesadillas.
Con el corazón en un
puño, llevo mi mano derecha al brazalete de metal que porto muy cerca del codo
izquierdo. Pulsando el resorte, el objeto que a simple vista parece un simple
complemento, se separa de mi piel, se alarga y transforma en una katana de mango sencillo y plateado. La
materia ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Y estas son las armas
que tienen los equipos Berserkers: accesorios a simple vista que esconden las
armas más mortíferas que existen. Fabricadas con una aleación irrompible, son
capaces de cortar la fuerte estructura ósea de los Jotuns como si fueran de
mantequilla. En el caso de un ser humano es como repasar una herida ya abierta.
No parpadeo cuando la
sangre que sale disparada del cuello de Lagarz me mancha el rostro. Mi cuerpo
arde con el frenesí. El Berserker está dentro de mí aullando por más muerte y
destrucción. Golpeo el cuerpo de la muchacha sin vida contra Morik que estaba a
punto de golpearme las costillas de mi lado izquierdo con sus guanteletes de
pinchos cargados de un potente paralizante. El chico agarra el cadáver de su
compañera y yo aprovecho ese segundo para saltar sobre él. La patada que le
propino es tan fuerte que le parto el cuello y el sonido de sus huesos al
romperse hacen añicos algo dentro de mí.
El grito desesperado de
Saga me alerta de su inminente llegada. Rörkh le grita que vuelva a la
formación, pero ella no lo obedece, incapaz de no venir a por mí después de
asesinar al hombre que amaba.
Que ama.
Me coloco en posición
defensiva, completamente preparada para su carga inminente. Saga es menuda y
delgada, perfecta para los combates donde gana el que más velocidad posee. Y lo
es más que yo. O lo era. No me arriesgo a averiguarlo.
Ellos, al igual que yo,
al igual que todos los Berserkers, tenemos nuestro as en la manga a la hora de
luchar contra los Jotuns. Nuestro entrenamiento exhaustivo no es suficiente
para vencer a unas criaturas que tienen un cien por cien más fuerza y
resistencia que nosotros. Por ello, los científicos biólogo-militares desarrollaron
unas pastillas capaces de proporcionarnos las aptitudes de los Jotuns en
nuestros organismos. Con pequeñas dosis de la molécula Jotunhëim en su
interior, estos fármacos hacen que nuestro organismo mute por un corto periodo
de tiempo. Eso es lo que nos provoca el frenesí. Por eso somos Berserkers.
Sin embargo, es
inevitable que las pastillas no tengan efectos secundarios sobre nuestros
cuerpos si se abusa de la dosis. Yo estoy en mi límite. Estoy a un paso de
rebasar la dosis recomendada en una vida. Me quedan cinco pastillas pendiendo
de mis orejas cual pendientes de mercadillo. Y, frente a mí, Saga y cinco
humanos más.
No puedo perder.
No puedo dejar que mi
historia concluya aquí.
La humanidad no se
merece vivir en una mentira.
Los Jotuns no merecen
morir por la sed de poder de unos titiriteros cobardes.
Tú no te merecer que me
eche atrás.
Lo siento, chicos.
Antes de que Saga
consiga llegar hasta mí y, con ello, perforarme el estómago con su maza de
forma helicoidal, me arranco las pastillas de golpe y me las meto en la boca,
tragándomelas sin masticar. Todo mi cuerpo se estremece y arde en las mil
llamas del infierno. Me vuelvo más febril. Se me nubla el entendimiento. Se me
agudizan los sentidos y se me ensanchan los huesos. En menos de un segundo, mi
piel parece perder pigmentación y las venas se hacen tan visibles que dan
repelús.
Esperando hasta el
último instante, observo como en cámara lenta los movimientos de Saga. Cuando
ella salta para coger impulso y alarga el brazo con su arma apuntándome el
vientre, yo cargo contra ella y la corto por la mitad. Su sangre y vísceras me
bañan de la cabeza a los pies.
No me detengo.
Con el frenesí
quemándome hasta el tuétano, cargo contra mis compañeros como si no fueran nada
para mí. Como si mi corazón no gritara de dolor y de desesperación. El brazo de
Holdric vuela y su hacha doble salta por los aires. Me hago con ella al vuelo y
lanzo el miembro cercenado contra Feric antes de partirle la cabeza en dos
mitades perfectas con el hacha y atravesarle el estómago a Holdric con mi katana. De forma limpia, saco mis armas
de los dos cadáveres que se desvanecen por la fuerza de la gravedad hacia el
suelo sin el aliento que les insuflaba vida. No lo tocan todavía cuando yo me
lanzo a por el capitán como una flecha certera.
Con la katana en la
diestra y el hacha en la siniestra, lanzo mi espada hacia arriba, hacia el alto
techo de la sala donde luchamos. Me agacho cuando la espada bastarda de Rörkh
pretende cortarme en diagonal. Mis rodillas patinan por el suelo mientras mi
espalda se arquea hacia atrás y su filo casi me besa el rostro.
Me incorporo un segundo
después. El capitán me da la espalda y Vaneria, con el arco de fibra de carbono
cargado, está a punto de lanzarme una saeta. Sus dedos expertos están a un tris
de soltar el dardo cuando yo lanzo el hacha con tanta fuerza y velocidad que le
destrozo el pecho y los huesos de su caja torácica, amenazándome el sonido a
huesos machacados con dejarme sorda. Así y todo, la flecha sale disparada hacia
mí y yo corro hacia ella extendiendo mi mano para coger la katana que cae entre mis dedos por la empuñadura. La corto por la
mitad en el instante en que el capitán se vuelve hacia mí con el horror y la
desesperación pintados en el rostro.
En sus ojos leo su deseo
de morir.
Su odio hacia mí.
Se lo concedo todo y,
con ello, mató también a Gerlïnger.
La cabeza de Rörkh
rueda por el suelo y se detiene al lado de los suyos, de las personas que
estaban a su cargo. De, antes que nada, sus amigos.
Los ojos me escuecen, algo
en mi interior grita mientras camino hacia el ascensor más cercano sin mirar
atrás.
No voy a esconderme
más.
No voy a arrastrarme
más hasta llegar a ti, capullo de mierda.
Voy a por ti.
Te voy a matar por
esto.
Nadie me detiene
mientras recorro los pasillos bañada en escarlata y dejando el rastro de mis
pasos. Las puertas del ascensor se abren como por arte de magia sin que tenga
que pulsar el botón.
Es una invitación y yo
la acepto.
Me interno en el
ascensor y las puertas se cierran mientras la cifra 1500 aparece en el panel
luminoso que hay al lado de las puertas de acero sobre un teclado de números
del cero al nueve. El habitáculo asciende a una velocidad vertiginosa sin que
mi cuerpo se estremezca ni un ápice. Lo cierto es que no se siente nada mientras
uno está dentro de estos cacharros de metal. Nada salvo que estoy cada vez más
cerca.
Me parece una eternidad
cuando un leve temblor y un pitido me indican que he llegado al lugar
seleccionado. Las puertas vuelven a abrirse y frente a mí aparece un corto
pasillo iluminado con tenues luces en el techo. El suelo está enmoquetado de
color granate y filigranas doradas. Mis piernas se mueven y salgo del cubículo
metálico para proseguir con mi marcha sangrienta.
Con el arma en ristre,
recorro el pasillo a paso lento, casi sin respirar. Sin permitirme pensar ni
recordar, ignorando el olor que me impregna. Mi mano libre se posa en el
tirador de la puerta y la hoja se abre ante mí sin la mayor dificultad. La
pulcritud y la sobriedad del despacho me abruman una vez más, igual que me
sucedieron las dos veces anteriores en las que puse un pie en él. Todo está en
la misma disposición: estanterías a derecha e izquierda, una mesa de café y
butacas mullidas en un lado separadas mínimamente de uno de los estantes cargados
con libros y objetos varios. En el centro hay una alfombra con una esfinge
dorada bordada y, frente a mí, delante de un ventanal con unos cortinajes
azules muy claros y banderas nacionales y planetarias, hay un escritorio de
madera pulida bien trabajado y de buena calidad. Sobre él hay algunos
documentos, un pisapapeles, dos libros para hacer bonito, dos plumas
estilográficas y un abrecartas. Sentado enfrente, con las manos entrelazadas
sujetando su mentón, está el Secretario General de Seguridad Nacional: Bojïn.
Ninguno de los dos se
mueve.
Nadie dice nada pues
las palabras sobran en este primer pulso de reconocimiento donde lo único que
debemos hacer es mirarnos a los ojos y medirnos con esa mirada. Pasa lo que se
me antoja una eternidad hasta que él deja caer los brazos encima del
escritorio.
—Mentiría si dijera que
me alegro de verte, soldado.
—Yo mentiría si no dijera
justamente lo contrario, señor.
—Deberías estar muerta.
—Puede ser, pero usted
también.
Eso parece hacerle
gracia.
—¿Yo? – una sonrisa
sardónica se dibuja en sus labios finos y crueles como cuchillas afiladas—. Creo
que la única traidora que hay aquí eres tú, Gerlïnger. Dime, jovencita, ¿qué se
siente al darle la espalda a los tuyos? ¿Qué has sentido allí abajo cuando has
matado a tus camaradas?
La rabia fluye por todo
mi cuerpo y me nubla la calma ficticia con la que me había recubierto cual
caparazón de diamante cuando di la espalda a los cadáveres de quienes habían
sido mi familia. Mi única familia desde que mis padres murieron y el gobierno
decidió hacerse cargo de mí de un modo completamente distinto al de mi hermana
recién nacida. Yo fui a parar al ejército con tres años y ella a un orfanato.
Alzo mi espada y lo
amenazo con la punta a pesar de la distancia que nos separa. Bojïn sabe tan
bien como yo que soy capaz de matarlo en menos de un parpadeo. Él está solo y
desarmado y yo estoy sola, armada, enfadada y con el frenesí a punto de
explotar.
—Aquí el único traidor
que hay es usted y todos sus iguales. Nos habéis mentido durante siglos y
obligado a vivir en guerra sin motivo. Un odio visceral y malsano que lo
corrompe todo.
—¿Consideras que
proteger y perpetuar nuestra especie no es motivo suficiente para actuar de la
forma que sea necesaria? No seas ingenua. Son los Jotuns los que empezaron esto
al negarnos la existencia.
—Eso no es cierto.
Vosotros negasteis la suya.
—Nunca debieron
existir. Fueron un fallo de la naturaleza.
—No se engañe, señor.
En realidad fue un milagro que originó Valhalla y un error de cálculo por
vuestra parte.
—¿Y qué harás? – me
pregunta levantándose de la silla sin alterarse—. ¿Crees que alguien creerá tus
palabras? ¿Crees que alguien en su sano juicio creerá en tus delirios? Nadie
verá en ti nada más salvo que eres una renegada. Una traidora que se ha
confabulado con los Jotuns para infiltrarlos en la ciudad y matarnos a todos.
¿Qué pensaría tu hermana Sehara si te viera ahora?
—No la meta en esto –
le gruño enseñando los dientes. De mí puede decir lo que quiera, pero que no
ose nombrarla a ella. Ella que es lo único bueno que he tenido en la vida hasta
que te conocí a ti.
—Tienes razón –
coincide con un asentimiento -. Es mejor que intervengan otros.
No entiendo lo que dice
y esa es mi perdición.
O tal vez mi perdición
seas tú cuando apareces ante mí.
Lo primero que siento
es tu olor. Ese olor a floresta y almizcle que tanto te caracteriza y que
siempre me calma cuando entro en el frenesí. Lo segundo de lo que me percato es
de tu melena argéntea recogida en sendas trenzas aquí y allá, ensortijadas con
todo tipo de piedras preciosas. Y lo tercero que experimento es dolor. El dolor
que me provocan tus afilados dientes sobre mi cuello. Suelto la katana y su repiqueteo es amortiguado
por la alfombra. Por acto reflejo, como Berserker entrenada hasta la saciedad,
te empujo para apartarte de mí.
Tus dientes se llevan consigo
carne y sangre, y coloco una mano en la herida con intención de taponar el
reguero de rojo que se desliza por ella. Mi cuerpo no tarda en comenzar a
detener la hemorragia y en cicatrizarla. Sé que es fea sin necesidad de verla
por el picor que me produce y por la pérdida de energía de mi cuerpo. El verte
los labios llenos de mi fluido vital y tu boca masticar una parte de mí también
ayudan a que me haga una idea general de los daños. El curarse rápido también
está unido a las pastillas, al frenesí y al no ser del todo humana.
No puedo creer lo que
mis ojos están viendo. Tú, mi valquiria, mi todo, la persona que me abrió los
ojos al mundo, aquella que me mostró la realidad de Valhalla. La mujer que me
enseñó qué era el respeto, la igualdad entre razas y el amor; la mujer que he
venido a buscar para llevarla de vuelta a su hogar, esa mujer que amo más que
mi propia vida, mi Urd, no es esto que tengo delante. Tiene su aspecto y su
olor, pero sus ojos no son los mismos. En ellos no hay paz, razón o amor. En
tus pupilas dilatadas sólo hay locura y hambre.
Hambre de carne humana.
—¿Qué le has hecho,
bastardo de mierda?
—No te engañes,
Gelïnger. Esto es lo que es: un monstruo antropófago sediento de tu sangre y
hambriento de tu carne.
Mentira.
Falso.
—No – niego mirando a
uno y a otro. Urd, no, lo que se supone que es mi Urd, se lame los labios con
fruición y me mira como si no me conociera, como una bestia sin razón ni
sentimientos. Es como un cascarón vacío que se mueve con la marea. Como un
títere lleno de hilos movidos al son de su maquiavélico creador.
El ser vuelve a
abalanzarse sobre mí y yo intento aferrarla por los hombros. Ella, cual jabalí
desatado, no se aparta ni retrocede o intenta esquivarme. Me enviste con fuerza
y yo, a pesar del frenesí y de haber rebasado el límite de las pastillas, soy
incapaz de detenerla. La herida de mi cuello y el shock por haber matado a los
míos y verla a ella de ese modo es demasiado. Me colapso. Lo siento en cada
fibra de mi ser.
Te he fallado.
No he podido salvarte
como te prometí que haría cuando los enviados de este cabrón te arrancaron de
mis brazos. Lo siento, Urd. Perdóname.
Tus uñas se clavan en
mi piel y yo grito de dolor, mas no por el físico sino el que me atenaza el
corazón y el alma. Estoy paralizada. No puedo hacer nada. No contra ti. Contigo
no. Estoy desarmada de mil formas distintas igual que aquella noche en el lago
de Estrellas; la misma noche en que me atreví a besarte y en la que tú me correspondiste.
La misma noche que nos entregamos la una a la otra sin poder contener nuestros
sentimientos. Y yo me sentí tan viva. No te lo dije entonces, pero siempre
había estado muerta hasta ese momento, uno en que sentí que valía para algo más
que para matar a otros.
Sentí que vivía para
ser feliz. Para compartir con alguien todo lo que yo era en realidad.
Tu boca de nuevo muerde
mi carne, esta vez de mi clavícula. Siento tus incisivos arañar el hueso y
grito de nuevo. Perdóname Sehara por no haber sido la hermana que te merecías.
Te quiero e hice lo que pude para cuidarte.
—Gerli.
Tu
voz.
Abro
los ojos y te miro. Y eres tú la que me devuelve la mirada. Veo terror en tus
iris ambarinos. Te separas de mí y te miras las manos manchadas de mi sangre.
Te las pasas por la cara y el horror afea tus hermosos rasgos.
—Urd
– te llamo.
Abres
la boca para intentar hablar, pero no articulas sonido alguno. Vuelves a
mirarme y tus ojos se apartan de mí para estudiar el lugar en el que te
encuentras. Entonces ves la katana y
sé en lo que estás pensando antes de que la cojas. Sin poderte detener, te
atraviesas el vientre con ella y la palabra «te quiero» sale de tus labios en
un susurro, como el aleteo de una mariposa moribunda. Corro hacia ti, intento
hacer algo para evitar lo inevitable. Te cojo entre mis brazos, te acaricio el
pelo y el rostro mientras tú me miras con los ojos vidriosos.
¡No!
¡Por
favor!
—Urd.
No
sé cuándo dejas de respirar. No sé cuándo tu corazón deja de latir, pero cuando
quiero darme cuenta, estoy sola en el despacho de Bojïn. Él ha huido. Ha
escapado como la rata cobarde que es. Las alarmas comienzan a sonar y el
entendimiento parece regresar a mí. No tengo mucho tiempo. Si no me marcho me
cogerán y me matarán y, entonces, tu muerte y la de mucha de nuestra gente no habrán
tenido sentido.
Nada
lo tendrá y la humanidad seguirá viviendo una mentira, encadenada a lo que a
unos les interesa.
No
pienso tolerarlo.
No
ensuciaré ni tu legado ni tu amor.
Viviré.
Sobreviviré
y lucharé.
Éste
es mi principio renaciendo de tu final, amor.
Besándote
los labios por última vez, me levanto y arranco mi katana de tu cuerpo. Dejando que la rabia arda, que el frenesí no
se extinga de mi interior, corro hacia el ventanal y, a pesar de que el cristal
es reforzado y doble, lo rompo y salgo al exterior. Cual gato montés aterrizo
en el suelo con los pies por delante y echo a correr sin mirar atrás.
Nunca
sin mirar atrás.