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sábado, 7 de julio de 2018

Relato corto: Pase lo que pase, no te soltaré la mano

Hola a todos, bibliotecarios de mundos:

Como los relatos que he presentado a concursos se van acumulando en el PC cuando dan el fallo y el mío no ha sido seleccionado, pues os dejo el que realice para la antología LGBT+ llamada Iridiscencia (disponible de forma gratuita en ebook en la plataforma Lektu). Este relato  de fantasía con toques mitológicos está ambientado en un mundo semejante al de la antigua República romana, pero hay muchas variaciones que, aquellos que conozcan sobre el tema, se darán cuenta, algo que hice de forma consciente para poder contar la historia que quería.

Espero que os guste.

PD: hay una escena que pasan en unas termas y...buff. 
PD2: no se puede escribir sobre Roma (en este caso una versión libre) sin poner unas termas, jajaja. 

   


Pase lo que pase, no te soltaré la mano
by Ester Barroso



—¡El siguiente!
El grito del Tribuno reverberó en el patio de armas mientras su último oponente se ponía trabajosamente en pie y se alejaba del círculo de arena. O, mejor dicho, de la tierra embarrada por la lluvia del día anterior.
Todos los presentes nos miramos en silencio. Nadie tenía demasiada prisa o ilusión por enfrentarse al Tribuno.
Pese a su juventud, sólo tenía veintitrés años, había participado en múltiples conflictos bélicos y había escalado grandes puestos militares dentro de la República. Es más, en su última campaña militar como Capitán, por su actuación contra los enemigos, y por haber salvado a un grupo de civiles, había recibido la Corona Cívica. Después fue nombrado Tribuno Militar y le asignaron el comando de cinco centurias, es decir, de quinientos hombres.   
—¿¡Qué os pasa!? ¿Estoy rodeado de cobardes y no me había dado cuenta?
Con la cabeza bien alta, Leandra dio un paso adelante. La amazona, con la mirada encendida, espoleada por las palabras del Tribuno, desenfundó su espada de prácticas y se colocó frente al hombre. Éste sonrió orgulloso ante la amazona. Después de él, Leandra era una de las mejores solados de la República.
Sin esperar una invitación, la mujer se precipitó hacia su superior con la intención de partirlo en dos. Con fluidez, él detuvo el hierro de ella con el suyo propio. La hoja del gladio del Tribuno brilló bajo la luz del sol y rechazó a la amazona. Leandra dio un salto hacia atrás antes de contratacar. Con una velocidad sorprendente, los dos comenzaron a intercambiar espadazos y a golpearse con los escudos redondos de cuero en cuanto veían un hueco en la defensa del otro. Todos contuvimos el aliento mientras observábamos aquel combate fascinante, uno que estaba tan igualado que era imposible saber con seguridad quién de los dos vencería.
Lendra golpeó el mentón del Tribuno con el escudo y éste perdió el equilibrio. Una brecha se abrió allí donde la piel había sido maltratada y su cabeza se inclinó en un ángulo peligrosamente antinatural. La amazona, creyéndose vencedora, iba a darle el golpe de gracia cuando el Tribuno le lanzó el escudo a las piernas. Éste la golpeó en los tobillos y Leandra cayó al suelo. Antes de que la amazona pudiera reaccionar, el hombre la estaba apuntando con la espada en la garganta.
—Muy buen combate —la felicitó nuestro superior sin aliento y con una sonrisa en aquellos labios que arrancaban infinidad de suspiros —. Como siempre, eres una contrincante formidable.
Claudio César Bruto enfundó su gladio y le tendió una mano a la amazona. La mujer la cogió y se levantó con una sonrisa cómplice.
—Eres el único con el que vale la pena besar el suelo, Tribuno.
César le dedicó una inclinación de cabeza por sus palabras y se llevó el dorso de la mano al mentón para limpiarse la sangre que caía con abundancia. Desde mi posición veía claramente que iba a necesitar unos cuantos puntos de sutura. Leandra nunca se andaba con chiquitas ni en un entrenamiento y, para mi desgracia, sabía de lo que hablaba. La hermosa amazona, de piel morena y cabellos negros como la noche, se hinchó como un pavo real, toda hermosa, preciosa y orgullosa antes de regresar con el resto de miembros de su pelotón.
—Te has pasado —le dije en cuanto se colocó a mi vera.
—¿Qué dices? Como si el Tribuno se hubiera contenido. Con ese último golpe suyo me ha dejado hecha trizas, casi no puedo ni andar. Ya verás qué moratones me salen.
—Así y todo, lo has dejado para el arrastre. Ese ya es incapaz de seguir con la instrucción.
La cara de Leandra, que me había estado mirando con cierta burla y camadería, se puso tensa y sus ojos castaños dejaron de mirar los verdes míos para fijarlos en un punto detrás de mí. Un mal presentimiento me recorrió la columna vertebral y supe que acababa de cagarla al decir aquellas palabras.
—Soldado Quinto Apuleyo Nasica —citó César mi nombre completo —. Tu turno.
Tragué saliva antes de darme la vuelta y encararme a mi superior. ¡Tierra trágame! ¿Cómo se suponía que iba a saber que el Tribuno me escucharía? Si había algo que todo soldado sabía era que no se debía hablar de los superiores si ellos estaban demasiado cerca como para escucharte.
Y Claudio César Bruto lo estaba.
Vaya si lo había estado.
Aunque, si pretendía amilanarme como cuando éramos unos jóvenes reclutas en el campamento militar, estaba muy equivocado. Yo ya no era un chico de trece años ni él de dieciséis al que le encantaba molestarme por ser pequeño, enclenque y débil. Ya no era el mismo y se lo pensaba demostrar de una vez por todas. Puede que aquel fuese un pensamiento infantil y pueril, pero había soportado durante tres años sus desprecios y burlas y, ahora que nos habíamos reencontrado siete años después, no pensaba dejar pasar la oportunidad de demostrarle que ya no era aquel niño que deseaba ser igual que él y que había llegado a admirarlo.
Que seguía admirándolo a pesar de todo.  
Un niño que deseaba ese afecto que parecía darles a todos los reclutas menos a mí.
Desenfundé mi gladio sin apartar la mirada de su rostro. La brecha de su mentón, uno demasiado bien cincelado y sin gota de vello, seguía sangrando con profusión, cosa que a él parecía darle igual. Sus ojos ambarinos refulgieron cuando se colocó en posición, completamente fijados en mi persona. El corazón me dio un vuelco al sentir la intensidad de su mirada, y aquella aura asesina que desprendía y que los enemigos tanto temían. Tragué saliva. No tengas miedo—me recordé—. No soy el mismo de hace siete años. Soy un adulto.
Antes de que pudiera siquiera pensar en adoptar una posición de ataque o de defensa, Claudio César ya estaba sobre mí. A duras penas pude bloquear su espada con mi escudo y, al segundo siguiente, desviar su despiadada hoja con la mía mientras retrocedía. El terreno de combate era una completa porquería. El barro me impedía moverme con seguridad, hundiendo mis caligae, haciendo más lentos mis movimientos. ¿Cómo había sido capaz Leandra de moverse por él? ¿Cómo podía hacerlo César estando herido y con más de una hora de instrucción en las espaldas?
Apreté los dientes cuando desvié otra estocada y me quedé sin aire en los pulmones cuando recibí un buen golpe de su escudo en el plexo solar. Sin poder evitarlo, resbalé y caí sobre el barro de espaldas; completamente derrotado.
Las carcajadas llenaron la palestra de una cacofonía horrible para mis oídos. Se me encendieron las mejillas por la indignación y la vergüenza. Me habían vencido de una forma deshonrosa para mí, y más después de haber dicho aquellas malditas palabras cuando no debía.
—Tienes que entrenarte más, Quinto Apuleyo Nasica —me dijo el Tribuno que se había acuclillado a mi lado. Su voz sonó ronca, con un deje irónico que me llenó de todo tipo de sentimientos en los que destacaban la furia y el deseo. Uno que llevaba maldiciendo desde el día en que lo había conocido —. ¡Se acabó por hoy! —vociferó para todos los miembros de mi regimiento— ¡Todos a vuestras tiendas!

***

El agua me resbalaba por el cuerpo eliminando los últimos restos de barro.
Solo, en las termas con las que contaba nuestra Castra, miraba como un estúpido el barro abandonar mi cuerpo, mezclándose con el agua, tiñéndola de un tono pardo hasta desaparecer por el desagüe. Dejé el cubo de madera con el que me había quitado la suciedad antes de entrar en la piscina de agua caliente. No había nada mejor para los músculos que un buen baño junto con una distendida conversación con los camaradas, pero mi legión hacía mucho que había terminado de asearse.
Era mejor así, no estaba para chanzas a mi costa después del ridículo que había protagonizado aquella tarde. Por ello me había estado esperando casi tres horas a que todos terminaran de lavarse y de hacer estiramientos y demás cosas en las termas antes de introducirme yo. Ya era bastante malo ser un simple soldado raso de una familia de mercaderes en una legión donde imperaban patricios, ecuestres y magníficas amazonas.
¿Qué había hecho para merecer tanta mala suerte?
No lo sabía, pero de lo que estaba seguro era de que aquel día se había vuelto una maldita pesadilla sin fin.
Por el pasillo que portaba a la piscina donde yo me encontraba, el perfecto y dorado cuerpo del Tribuno paseaba de forma indolente hacia mi posición, completamente desnudo. Sin poder evitarlo, recorrí cada centímetro de su anatomía con la mirada. Todos los rumores que había escuchado de hombres y mujeres eran ciertos: Claudio César Bruto era Adonis de nuevo en la tierra de los mortales. No solamente su anatomía era perfecta, sino que también lo era su fisonomía, con aquel rostro de facciones marcadas, pícaras, con unos labios seductores y una mirada que te quitaba la voluntad y las ganas de respirar si él no te lo ordenaba.
Claudio César entró en la piscina sin importarle mi presencia y yo, completamente ardiendo por todos lados sin que el agua que me lamía la piel fuera la culpable, agaché la cabeza. Por Júpiter Optimo Máximo, ese hombre estaba demasiado cerca de mí.
—Ah, esto es la gloria; el mismísimo Olimpo — suspiró mientras se acomodaba con los ojos cerrados contra el muro de la piscina de pequeñas teselas azules, verdes y amarillas. Lo miré de reojo y apreté los puños. De nuevo, mil sentimientos confusos y sensaciones contradictorias me asaltaron. El deseo de tocarlo, de acercarme a él y probar aquella piel me iba a volver loco al igual que las ganas de cogerlo por el cuello y retorcérselo —. ¿Te gusta lo que ves?
—¿Eh? —aquello me dejó tan desconcertado que aquel monosílabo fue lo único que atiné a articular.
—Digo si te gusta lo que estas mirando con tanta atención. Creo que sí, puesto que me has comido con los ojos mientras venía hacia aquí, soldado.
¡Tierra trágame y llévame al Hades para que Plutón me eche a Cerbero!   
—No sé a qué te refieres, Tribuno—dije intentando que no me temblara la voz sin éxito. César soltó una risita que me erizó el vello de todo el cuerpo. El sonido del agua al ser removida me hizo temblar y, al alzar la vista, el rostro de belleza helenística de él estaba a escasos centímetros del mío.
—No hace falta ser tan formal en las termas, Quinto.
¡Eso era muy fácil de decir cuando uno era Tribuno Militar y un patricio con un puesto asegurado en el Senado! ¿Cómo iba yo, un soldado raso, a dejar las formalidades de un lado frente a mi superior? Había muchas cosas que no se toleraban en la República, y algunas de ellas eran la insubordinación y el pasarte por la torera la jerarquía social y militar. ¿Qué demonios hacía un Tribuno tan cerca de un soldado? ¿Por qué su rostro estaba tan cerca del mío? ¿Por qué su piel estaba casi pegada a la mía? ¿Y por qué yo, que la Parca me llevara, me moría de ganas de pegarme a él y de juntar mis labios con los suyos obviando las malditas formalidades?
Sin ser consciente de ello, llevé mi mano hacia la herida recién cosida de su mentón. Él no se apartó ni rechazó aquella tenue caricia.
—De nuevo esa mirada —susurró César mientras yo me perdía en cada milímetro de su rostro.
—¿Eh? —solté de nuevo como si estuviera ido, en trace cual Pítia del santuario de Delfos.      
—Siempre me ha gustado el modo en el que me miras. Incluso cuando éramos unos críos. No sólo había rabia y fuerza en ellos, sino que había ardor. Pasión. Y siempre estaba ahí para mí. Solamente para mí. 
¿Qué era eso?
¿Qué era eso que me aprisiona el pecho y que me hacía querer perderme a donde sea que él quisiera llevarme?
La mano de César cogió la mía que estaba en su mejilla y se la llevó a los labios para besar cada uno de mis dedos. Un súbito pánico se abrió paso en mis entrañas y pegué un brinco intentando alejarme. Mi cuerpo ardía tanto que dolía. Mi corazón latía tan rápido que parecía a punto de salírseme del pecho.
—Tribuno —lo llamé con una especie de chillido-ronquido. Estaba asustado. Demasiado. Una cosa era desear y odiar a una persona en la distancia, y la otra era el de hacerlo con el susodicho al lado. Él me ignoró por completo y me cogió con su mano libre por la cintura para evitar que me levantara y me marchara —. Claudio César Bruto —lo interpelé ahora por su trianomina.
—Mi nombre en tu boca siempre suena a música, ¿por qué será?
¿Pero qué estaba pasando? ¿Quién era ese hombre que tenía frente a mí? No había nada del Tribuno que me había humillado aquella misma tarde, nada tampoco del adolescente que se metía conmigo y me hacía rabiar cada vez que me veía. ¿Quién era este Claudio César Bruto que me observaba como si fuera a devorarme, y que sentía un deseo tan fuerte por mí como el que yo sentía por él?
Susurrando mi nombre en mi oído, Claudio me pegó contra la pared de la piscina antes de besarme los labios. Éstos eran suaves y sabían a vino. Su lengua no tardó en enredarse con la mía a un ritmo sensual, y tan ardiente, que creí que perdería el sentido. La mano que me había estado aprisionando la muñeca se soltó de su agarre y descendió por mi cuerpo hasta llegar a mi ombligo. Una vez allí, con maestría, su deseo y el mío se juntaron en uno solo, y la sala se llenó de jadeos y gemidos mientras nuestras bocas no dejaban de atacarse la una a la otra.
Sin aliento, eché la cabeza hacia atrás cuando un descontrolado y súbito placer me recorrió por entero. Contemplé el techo con la mirada borrosa y la respiración más agitada que la que tenías después de una ardua batalla. ¿De verdad acababa de pasar todo esto o había sido todo un producto de mis fantasías? No sería la primera vez que fantaseaba con algo así junto con el Tribuno.
Pero no.
Yo nunca tenía sueños, sino pesadillas.
Una risita irónica y divertida brotó de los labios de mi superior y, de golpe, recuperé la cordura. ¿Me había vuelto loco? ¿Qué demonios acababa de hacer, por Minerva? Horrorizado vi a César alejarse de mi lado sin borrar aquella maldita sonrisa petulante que siempre me dedicaba cuando éramos niños. Como si él fuera superior a mí, como si me considerara un ser despreciable e inferior.
—¿De qué te ríes? —espeté con el ceño fruncido y un agudo dolor en el corazón.
Él me miró como si no comprendiera a qué me estaba refiriendo.
—¿Qué quieres decir?
—¿Te has divertido con esto, Tribuno? ¿Te ha gustado seducirme para después poder burlarte de mí?
—¿Qué dices? No me estoy burlando de nadie, Quinto— repuso con el desconcierto pintado en el rostro. Además de buen militar también era un actor de primera. Seguro que los escritores de tragedias se tirarían de los pelos por tenerlo como actor en sus mejores obras en el gran teatro de la urbe.
—Y yo no me chupo el dedo, Claudio. ¿Esto va a ser como en el adiestramiento? ¿No te cansas de humillarme?
—Nunca he pretendido tal cosa, Quinto —dijo con el rostro serio, tanto que parecía una escultura del mismísimo Fidias.
—¿No? ¿Y lo de esta mañana?
—Te habías ido de la lengua, solado. Sabes que la disciplina y el respeto son fundamentales.
—¿Y cuando tenía trece años? ¿Ahí también había que mantener la jerarquía militar? —le pregunté levantándome. El agua descendió por mi cuerpo hasta regresar a su lugar original.
—¿Me guardas inquina por eso? —resopló incrédulo—. Por los dioses, Quinto, era un crío estúpido en aquel entonces.
—Al menos lo reconoces. Aunque ahora eres igual de cabrón.
El ceño de César se frunció tanto que no pude evitar asustarme. Su rostro, antes arrebolado por nuestro ataque de pasión, se había tornado pálido y sus ojos brillaban de furia contenida.
—Te estás pasando, soldado. Recuerda con quien estás hablando.
—Lo sé perfectamente, Tribuno. No dejo de repetírmelo una y mil veces cada día.
Sin decir nada más, salí de la piscina y me marché sin siquiera secarme con la toalla, dejando algo de mí, algo que no quería saber, en aquella piscina junto con aquel hombre que deseaba y odiaba al mismo tiempo.

***

—¿Qué te pasa?
La voz de Ágave me pilló tan de sopetón que pegué un bote.
Un pequeño contingente de legionarios estábamos en el camino de regreso a la Castra. Nos había tocado a los de mi regimiento ir a buscar los víveres en la ciudad situada a unas pocas yardas de nuestro campamento asentado de forma permanente en el limes de Germania, muy cerca del rio Danubio, en la Panonia.
Me volví hacia la rubia amazona frunciendo el ceño, ralentizando el paso de mi caballo.
—¿Por qué me lo preguntas?
La mujer se encogió de hombros haciendo que su arco y carcaj se movieran junto con su movimiento corporal.
—Pues porque llevas unos días más raro que un gallo dentro de unas termas.
Ante la mención del término «termas» no pude evitar sonrojarme como un mancebo.
—¿Lo ves? —exclamó la amazona con una carcajada —. Desde el día en que el Tribuno te echó al barro que no pareces tú. Estás más ausente y en babia de lo normal.
—Vaya, gracias —refunfuñé hinchando los mofletes.
¿¡Y cómo debería estar!?
Aunque ya habían pasado casi tres semanas desde el «incidente» con César, había sido incapaz de olvidarlo. No había hora del día que no rememorara el sabor de sus labios y la suavidad de su piel. El roce de sus manos en mi cuerpo.
Y su risa.
Y mi vergüenza.
Negué con la cabeza cuando la tristeza y la rabia comenzaban a revolverme el estómago. Durante todos los días que habían pasado, había intentado con todas mis fuerzas evitar encontrarme cara a cara con él. Por ello, prácticamente pasaba todo mi tiempo libre con mis compañeros de pelotón, algo muy raro en mí ya que disfrutaba de la soledad, la contemplación y la lectura de grandes autores de tragedias, poesía, historiografía o épica en mi tienda con una buena copa de vino. Normal que aquellos que mejor me conocían sospecharan. De ahí la pregunta de Ágave o las miradas escrutadoras de Leandra y de las otras amazonas.
—En serio, Quinto, nos tienes algo preocupadas —continuó mi compañera—. No es bueno que estés tan distraído con la tensión que tenemos estos días con los pueblos bárbaros.
Cierto. La cosa no pintaba bien en el limes.
Los campamentos militares de frontera de la República eran los lugares más peligrosos y en donde se enviaban los soldados mejor dotados de todo el mundo itálico. En ellos, soldados como yo y sus superiores, debíamos contener y evitar que penetraran en nuestro territorio destacamentos bárbaros que lo único que pretendían era saquear a nuestra gente y conseguir prisioneros con los que negociar a cambio de oro y plata.
Ciertamente, había épocas en que las cosas iban mejor que en otras, pero el conflicto y la tensión siempre estaban presentes. Latentes. No podíamos bajar la guardia ni un segundo o los bárbaros germanos nos harían picadillo.
El Sargento, situado en la vanguardia, dio el alto. Todos detuvimos nuestros caballos, y los carros cargados con los pertrechos y las provisiones para la Castra nos imitaron. El silencio en aquella zona boscosa y húmeda era sepulcral. El cielo, nublado y cada vez más oscurecido, se iluminó de repente con un serpenteante relámpago y el sonido de este no tardó mucho en ensordecer nuestro aparato auditivo. Los caballos resoplaron asustados, el aire se espesó y todos nos replegamos alrededor de los carros a la señal del Sargento. Otro trueno, señal de Júpiter de que algo no iba bien. Grandes gotas de lluvia cayeron del cielo con fuerza y no tardaron en empaparnos a todos.
Gritos de guerra escalofriantes seguidos de otro trueno, el último aviso desesperado de nuestro dios.
Un gran grupo de bárbaros, hábilmente embadurnados de pinturas oscuras que los camuflaban con la vegetación, salió de entre los árboles y matorrales enfundados en armaduras ligeras y simples, empuñando hachas, espadas, arcos y lanzas.  
—¡En formación! —gritó el Sargento Tiberio Sexto —. ¡Amazonas, escoltad a los carros! ¡Corred hacia el campamento!
Las amazonas se apresuraron a obedecer y, con los arcos desenfundados y las flechas preparadas, arrearon a sus monturas disparando a diestro y siniestro con una puntería envidiable. No había mejores tiradoras que las protegidas de Diana.
—¡Formación de defensa! ¡Qué no pase ninguno de esos malditos cabrones! —exhortó Sexto con el gladio desenfundado y apuntando el cielo.
Desenfundando el mío, me coloqué en posición y la hoja no tardó en teñirse de sangre. Con la adrenalina a flor de piel, comencé a detener golpes, a arañar carne desnuda y a cortar cuellos expuestos mientras una lluvia torrencial caía sobre nosotros y los truenos rugía acallando nuestros gritos de furia, dolor, rabia y muerte.
Mucha muerte.
Y romana.
Un contundente golpe por la parte plana de un hacha me tiró al suelo y el cuello de mi caballo me salvó de ser partido en dos por una nueva arremetida del germano del hacha. Caí con fuerza al suelo embarrado y el gladio salió disparado de mi mano. Tosí y escupí una mezcla de barro, agua y sangre antes de mirar a mi alrededor. A pesar de la cercanía a la Castra, aquel grupo de bárbaros había osado atacarnos. Y no sólo eso. Lo malo era que nos superaban en número incluso antes de que las amazonas, nuestras mejores guerreras, nos abandonaran.
Aquello estaba siendo una carnicería, una matanza sin escrúpulos.
Una batalla desigual y sin honor por parte de esos malditos bárbaros.
Miré a mi derecha y contemplé la horrible muerte del Sargento. Un bárbaro de largos cabellos rubios gritó triunfante bajo la lluvia con la cabeza de Sexto en la mano. El tiempo pareció ralentizarse mientras veía a mis compañeros morir frente a mis ojos. ¿Cuántas cosas habíamos vivido juntos? ¿Cuántas veces nos habíamos salvado el culo los unos a los otros? Las lágrimas no tardaron en surcarme las mejillas y a mezclarse con la de los dioses que lloraban con amargura la muerte de sus hijos.
Sólo quedaba yo.
Era el único que todavía respiraba.
Y ellos se habían dado cuenta.
Desarmado, pero con mi orgullo de romano intacto, me levanté trabajosamente. No pensaba huir. No pensaba darles el gusto de perseguirme como un animal para que me mataran como tal. Era un hombre. Era hijo de la República. Era un soldado romano. Los treinta bárbaros se reagruparon y el que parecía ser el mandamás se acercó a mí con el arma en alto.
—Ven, hijo de un dios podrido. ¡Ven a por mí! —grité con todas mis fuerzas.
La luz de un trueno iluminó el paisaje y vi una figura correr hacia la retaguardia enemiga. Un grito ahogado hizo eco en el lugar seguido de otro y de dos más. Un nuevo trueno ensordeció a los presentes e iluminó a la figura recién llegada. El corazón me dio un vuelco en el pecho.
—Claudio —susurré incrédulo a la vez que maravillado.
Su figura, a pesar de empapada, refulgía con una extraña aureola luminosa a su alrededor, y su túnica roja de Tribuno parecía levitar alrededor de su cuerpo, como si una brisa invisible la meciera.
El bárbaro jefe vociferó algo en su lengua y todos sus hombres se volvieron hacia el Tribuno.
—¡No! —supliqué casi sin voz. En lo único que podía pensar era que iban a matarlo y que yo sería incapaz de evitarlo.
Con la mente trastornada y los movimientos torpes, corrí a recuperar mi espada para ir a su lado. Si iba a morir, yo quería hacerlo junto a él.
Pero me equivocaba.
Claudio César Bruto era Tribuno militar por algo y no precisamente por estatus o el buen nombre de su familia. Nunca antes había visto a alguien luchar como él, como un héroe homérico salido de un rollo de pergamino. Su gladio golpeaba con una endiablada precisión y con la fuerza justa para arrancarle la vida al enemigo. Esquivaba con gracia y agilidad sin desaprovechar ni uno de sus movimientos. ¿Cómo podía hacer algo así? No parecía de este mundo. 
Fascinado, paralizado por lo que estaba viendo, fui incapaz de moverme del sitio a pesar de que, por mucho que el Tribuno fuera un excelente soldado, era un hombre.
Un ser humano.   
La primera herida le vino por el flanco izquierdo, justo por debajo de la coraza, en la cadera. César hizo una mueca antes de matar al bárbaro y placar a otro con el escudo. Al ver que la lucha cuerpo a cuerpo no mermaba la fuerza del Tribuno, el jefe germano dio nuevas órdenes y cinco arqueros prepararon sus armas. Antes de que pudiera gritarle nada a mi superior, las saetas surcaron el cielo y se clavaron en distintas partes de su cuerpo, haciendo que cayera de rodillas y recibiera un hachazo en la espalda.
Sin aguantar ver más cómo herían a la persona más importante para mí, corrí hacia ellos para matarlos. A todos. No les perdonaría. Jamás perdonaría que mataran al hombre que amaba. Con una fría rabia, pillando al jefe enemigo por sorpresa, corté limpiamente su brazo derecho por el codo antes de hundirle el gladio en la axila expuesta al haber alzado el brazo en acto reflejo por mi ataque.
Al ver a su jefe caído, malherido pero vivo, los bárbaros supervivientes se precipitaron hacia él para sacarlo de allí e intentar salvarle la vida.
Solos ahora bajo aquel aguacero, enfundé mi arma antes de correr hacia César. El Tribuno, asaetado, no dejaba de sangrar. Con manos temblorosas comenzó a arrancarse las flechas del cuerpo y yo temí que al hacer eso se matara antes de tiempo.
—Claudio —lo llamé cuando estuve a su lado. No me importó que mi voz reflejara el pánico que sentía por él. Ya no me importaba nada salvo evitar que muriera.
—Por aquí hay cuevas, vamos a refugiarnos en alguna de ellas —dijo él entre dientes —. Ayúdame a levantarme —ordenó con furia y dolor en la voz.  
Obedecí su requerimiento sin rechistar y dejé que me guiara hasta ese lugar más angosto por el bosque, al otro lado del camino. Traqueteando por la espesura, llegamos al cabo de veinte minutos a una zona montañosa con cuevas naturales. Nos introdujimos en una de ellas y recosté el cuerpo flácido del Tribuno contra la pared. Sin que me lo pidiera, lo ayudé a quitarse la armadura para ver el alcance de sus heridas. Por Asclepio, aquello no pintaba nada bien. La herida de la espalda era muy profunda, tanto que se podían ver algunas vertebras de su columna; y éstas estaban machacadas y mezcladas con sangre. Por Júpiter, ¿cómo había sido capaz de moverse con una herida semejante? ¡Tenía parte de la columna destrozada!
César escupió sangre a un lado y comenzó a toser compulsivamente. Lo sujeté como pude, intentando aguantar las ganas de romper a llorar. No importaba lo que hiciera, iba a morir. Nadie podría curarle esa fatal herida de la espalda salvo un dios. Y no creía que fueran a hacerlo.
—¿Por qué? —le pregunté con la cabeza gacha sin ser capaz de mirar su rostro compungido por la agonía de la Muerte. Tánatos lo llamaba —. ¿Por qué has venido solo? ¿¡Qué esperabas conseguir haciéndote el héroe de ese modo tan estúpido!? —acabé gritando.
César me miró con sus ojos dorados, turbios.
—No había tiempo para armar a la legión —respondió con los dientes apretados entre gruñidos.
—Pues entonces no haber salido de la Castra. Ha sido una locura. ¡Te estás muriendo! ¡Vas a morir por una estupidez! —espeté ya sin poder contener las lágrimas y temblando de dolor, impotencia y frío.
—Morir por ti no sería ninguna estupidez, siempre y cuando fuera a morirme.
—¿Qué?
Un fuego violáceo apareció de la nada iluminando la cueva y calentándola con una velocidad sobrenatural. Boquiabierto, observé el fuego antes de dirigir mi mirada al Tribuno. Éste se había sentado con las piernas cruzadas para terminar de sacarse las flechas del cuerpo con una mueca de dolor y miles de reniegos y maldiciones. Por la divina Juno, ¿qué estaba pasando? ¿Cómo era capaz de seguir moviéndose y de respirar? Claudio soltó nuevos improperios mientras su cuerpo temblaba. Asustado, fui testigo de un asombroso prodigio. Las heridas de sus piernas, estómago, brazos, espalda y la de su costado se estaban curando frente a mis narices, cerrándose y dejando la maravillosa piel del Tribuno inmaculada, tan hermosa y dorada como siempre.
—Por Júpiter.
—No, por Júpiter no —rezongó él —. Más bien por Venus.
—¿Venus? ¿Qué quieres decir?
—Pues que todo esto es a causa de mi madre. De Venus —dijo estirando las piernas antes de soltar otro reniego —. ¡Me cago en esos apestosos! Las heridas en los huesos son las que más duelen al curarse.
Ante esas palabras, no pude evitar soltar un grito.
—¿Por qué gritas?
—¿¡Eres un semidios!?
—Te lo acabo de decir, ¿no? Venus es mi madre. Tuvo una historia de amor con mi padre y se quedó embarazada de mí.
¡Ahora todo tenía sentido!    
No sólo lo referente a su curación y a su invencibilidad en el campo de batalla, sino a su increíble belleza. Desde luego que era Adonis, uno moldeado a manos de la mismísima diosa Venus.
—¿Lo sabe alguien? —le pregunté lleno de curiosidad ahora que el miedo por su vida se había esfumado.
—Claro que no. Eso sería contraproducente en todos los sentidos. Además, en el fondo, no dejo de ser humano. Mi naturaleza, me refiero. Aunque sano rápido y cuento con la protección de mi madre, eso no quiere decir que no pueda morir y que no envejezca. Es mejor mantenerlo en secreto.
—Entonces —reflexioné —, ¿por qué me lo cuentas a mí?
César soltó un suspiro hastiado antes de estirar la espalda y hacer crujir las vértebras del cuello. Al parecer ya se le había sanado la fea herida que en otros habría sido mortal.
—De verdad que sigues siendo tan tonto como cuando éramos unos críos.   
Aquellas palabras me crisparon los nervios. ¿Ya empezaba la ronda de insultos?
—Si vas a comenzar a burlarte de…—no pude terminar porque me tapó la boca con la mano.
—¿Quieres callarte y escuchar, Nasica? Eso es lo que más me molesta de ti. Que interpretas las cosas de forma errónea y luego no cierras el pico para que los demás podamos explicarnos.
Aparté su mano y me crucé de brazo.
—Pues explícate, Tribuno.
—El otro día en las termas no me estaba riendo de ti —comenzó con la vista clavada en mí. Me sonrojé a pesar de todo por la intensidad de sus iris dorados —. Más bien era una risa dirigida a mí mismo. Lo cierto es que era incapaz de creerme que hubiera sido capaz de acercarme lo suficiente a ti como siempre había deseado. Sólo en mis mejores fantasías había podio besarse y tocarte como lo hice allí.
Mi corazón pegó un brinco en mi pecho y me mordí el labio para no interrumpirlo. ¿De verdad estaba siendo sincero?
—Ya de niño me sentía fascinado por ti. Puede que no seas el hombre más hermoso del mundo, pero hay algo en ti que me atrae como un imán, algo que me impide estar alejado. A pesar de tener sólo trece años, me parecías tan adulto y maduro. Tan culto. Nunca antes había visto a nadie leer con tanto ahínco y concentración a los grandes autores griegos o romanos. Y mucho menos escuchar recitar a Homero con tanta gracia.  Y tus ojos… Por los dioses, son muy hermosos, y se iluminan siempre que hay pasión o ardor en tu corazón. Era incapaz de apartar la vista de ellos. Aún hoy lo soy.
Tragué saliva mientras César se acercaba cada vez más a mí. El fuego violáceo arrancaba luces y sombras de su cuerpo de nuevo inmaculado, y me fijé en que su mentón no estaba marcado con cicatriz alguna a pesar de haber recibido puntos de sutura hacía tres semanas. Definitivamente, ese hombre era hijo de la divina Venus, deseable y sensual como la diosa del Amor.
—¿No lo entiendes todavía, Quinto? —susurró—. Siempre he estado enamorado de ti, por eso te molestaba a cada rato. Quería llamar tu atención, ser el objeto de esa mirada llena de pasión.
Su rostro estaba a escasos centímetros del mío y podía sentir su dulce aliento a vino y su olor corporal a flores y cítricos.
Qué estúpido había sido durante tantos años.
Qué idiota había sido él a la vez.
—Imbécil —le dije con los ojos entrecerrados, rodeándole el cuello con los brazos. Me molestaba tanto la ropa…—. ¿No te diste cuenta de que no necesitabas ser tan capullo? Yo estaba tan fascinado por ti que no podía sacarte de mi mente. Ni entonces ni ahora.    
Una risita musical brotó de su garganta y se me erizó el vello a la vez que un ramalazo de electricidad descendía por mi columna.
—Ambos hemos sido unos tontos—musitó con sus labios sobre los míos. Cerré los ojos cuando la boca de Claudio comenzó a paladear la mía.
Nos fundimos en un beso lento, profundo, lleno de necesidad y a la vez tierno, suave; recreándonos en el sabor del otro. En la lengua del otro.
Sus manos, ágiles, me quitaron la coraza y el cinturón de la espada. Con mi túnica manchada de barro y la suya además con sangre, caímos sobre un lecho de pétalos de olorosas rosas que había aparecido de la nada, cortesía indudable de la diosa Venus, siempre cómplice con los amantes fogosos.
La lluvia de fuera parecía tan lejana… Lo único que podía escuchar era el sonido de la respiración de Claudio, el de nuestros besos y el de nuestras ropas siendo removidas.
Completamente desnudos, recorrí, besé y saboreé su cuerpo mientras él hacía otro tanto con el mío. La temperatura de mi cuerpo subió a la vez que mi deseo por él. El amor que había estado acallando y reprimiendo desde que tenía trece años palpitaba con fuerza en mi pecho, y cada poro de mi piel lo gritaba sin pudor.
Sus dientes mordisquearon mi clavícula antes de descender más y más abajo entre besos y caricias. Arqueé la espalda para sentirlo mejor. Más profundo. Bajé mis manos hasta la parte baja de su cuerpo y él gimió, vengándose al poco haciéndome jadear y perder la poca cordura que me quedaba.
Más besos.
Mis piernas en su cintura.
Su pasión y la mía.
Nuestros cuerpos perlados de sudor.
No supe cuándo dejó de llover, no me importó el paso del tiempo. Sólo era capaz de dejarme llevar, de dejar que poseyera mi cuerpo; de poseer yo el suyo hasta que nuestros sentimientos nos consumieran.

***

El amanecer nos sorprendió abrazados.
El fuego había desaparecido, no así el lecho de rosas que nos seguía amparando. Alcé el rostro y contemplé el semblante de César, recreándome en la perfección de sus cejas, en sus pestañas rizadas, en sus pómulos, en sus...
—¿Te gusta lo que ves?
Su pregunta me hizo sonreír como un bobo enamorado.
—Sabes que sí. Sólo a un ciego no le gustaría mirarte. Al fin y al cabo, eres hijo de Venus —le recordé.
César hizo una mueca antes de echarse a reír y de pegar su frente a la mía y abrazarme con fuerza. Yo me dejé hacer hasta que sentí la necesidad de preguntar:
—¿Y ahora qué?
—¿Ahora qué de qué?
—No te hagas el tonto, Tribuno. Sabes a lo que me refiero.
Claro que lo sabía. ¿Qué pasaría con nuestra relación? Las relaciones entre personas de diferentes clases sociales no eran fáciles, pero todavía era peor cuando eso sucedía en el ejército. ¿Un soldado raso con un Tribuno? Eso no se había visto en la vida.
—¿Te enfadarías conmigo si te nombro Capitán? —me preguntó tanteando el terreno.
—Sabes que sí. No me gusta que me regalen nada. Lo que gano lo hago con el sudor de mi frente.
Claudio César echó la cabeza hacia atrás y se quedó contemplando el techo rocoso.
—Qué más da —soltó al cabo.
—¿Cómo?
Me miró a los ojos apoyándose con el codo.
—¿Qué importa lo que piensen los demás? ¿Qué les importa nuestra relación? Somos soldados y no dejaremos de lado nuestro deber a pesar de nuestro amor.   
—No es tan sencillo— le recordé—. El Senado no lo aceptará ni muerto.
—Lo que pasa es que son unos viejos amargados.
—¡Claudio! —lo amonesté.
—¡Quinto! —me imitó burlón dándome un fugaz beso en los labios.
—Tonto —lo golpeé en el pecho —. Hablo en serio.
—Yo también. Y te digo más, nunca había hablado tan en serio como ahora. Quinto, pase lo que pase, no me sueltes la mano, júralo.
Su voz destilaba tanta decisión y pasión que no pude evitar derramar lágrimas de felicidad. Porque tenía razón y yo ya estaba cansado de luchar contra aquello que hacía latir mi corazón.
Con aquello que me hacía vivir de verdad.
Lo que me hacía ser quien era.
—Pase lo que pase, no te soltaré la mano —le prometí.
Nos besamos y nos amamos de nuevo bajo la luz de Helios; bajo la mirada de todos los dioses del Olimpo.
¿Qué importaba recrearnos un poco más antes de regresar?
 

Gracias por leer.
                

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