Hola a todos, bibliotecarios de mundos:
Como los relatos que he presentado a concursos se van acumulando en el PC cuando dan el fallo y el mío no ha sido seleccionado, pues os dejo el que realice para la antología LGBT+ llamada Iridiscencia (disponible de forma gratuita en ebook en la plataforma Lektu). Este relato de fantasía con toques mitológicos está ambientado en un mundo semejante al de la antigua República romana, pero hay muchas variaciones que, aquellos que conozcan sobre el tema, se darán cuenta, algo que hice de forma consciente para poder contar la historia que quería.
Espero que os guste.
PD: hay una escena que pasan en unas termas y...buff.
PD2: no se puede escribir sobre Roma (en este caso una versión libre) sin poner unas termas, jajaja.
Pase lo que pase, no te
soltaré la mano
by Ester Barroso
—¡El
siguiente!
El grito del
Tribuno reverberó en el patio de armas mientras su último oponente se ponía
trabajosamente en pie y se alejaba del círculo de arena. O, mejor dicho, de la
tierra embarrada por la lluvia del día anterior.
Todos los
presentes nos miramos en silencio. Nadie tenía demasiada prisa o ilusión por
enfrentarse al Tribuno.
Pese a su
juventud, sólo tenía veintitrés años, había participado en múltiples conflictos
bélicos y había escalado grandes puestos militares dentro de la República. Es
más, en su última campaña militar como Capitán, por su actuación contra los
enemigos, y por haber salvado a un grupo de civiles, había recibido la Corona
Cívica. Después fue nombrado Tribuno Militar y le asignaron el comando de cinco
centurias, es decir, de quinientos hombres.
—¿¡Qué os
pasa!? ¿Estoy rodeado de cobardes y no me había dado cuenta?
Con la cabeza
bien alta, Leandra dio un paso adelante. La amazona, con la mirada encendida,
espoleada por las palabras del Tribuno, desenfundó su espada de prácticas y se
colocó frente al hombre. Éste sonrió orgulloso ante la amazona. Después de él, Leandra
era una de las mejores solados de la República.
Sin esperar
una invitación, la mujer se precipitó hacia su superior con la intención de
partirlo en dos. Con fluidez, él detuvo el hierro de ella con el suyo propio.
La hoja del gladio del Tribuno brilló bajo la luz del sol y rechazó a la
amazona. Leandra dio un salto hacia atrás antes de contratacar. Con una
velocidad sorprendente, los dos comenzaron a intercambiar espadazos y a
golpearse con los escudos redondos de cuero en cuanto veían un hueco en la
defensa del otro. Todos contuvimos el aliento mientras observábamos aquel
combate fascinante, uno que estaba tan igualado que era imposible saber con
seguridad quién de los dos vencería.
Lendra golpeó
el mentón del Tribuno con el escudo y éste perdió el equilibrio. Una brecha se
abrió allí donde la piel había sido maltratada y su cabeza se inclinó en un
ángulo peligrosamente antinatural. La amazona, creyéndose vencedora, iba a
darle el golpe de gracia cuando el Tribuno le lanzó el escudo a las piernas.
Éste la golpeó en los tobillos y Leandra cayó al suelo. Antes de que la amazona
pudiera reaccionar, el hombre la estaba apuntando con la espada en la garganta.
—Muy buen
combate —la felicitó nuestro superior sin aliento y con una sonrisa en aquellos
labios que arrancaban infinidad de suspiros —. Como siempre, eres una
contrincante formidable.
Claudio César
Bruto enfundó su gladio y le tendió una mano a la amazona. La mujer la cogió y
se levantó con una sonrisa cómplice.
—Eres el
único con el que vale la pena besar el suelo, Tribuno.
César le
dedicó una inclinación de cabeza por sus palabras y se llevó el dorso de la
mano al mentón para limpiarse la sangre que caía con abundancia. Desde mi
posición veía claramente que iba a necesitar unos cuantos puntos de sutura.
Leandra nunca se andaba con chiquitas ni en un entrenamiento y, para mi
desgracia, sabía de lo que hablaba. La hermosa amazona, de piel morena y
cabellos negros como la noche, se hinchó como un pavo real, toda hermosa,
preciosa y orgullosa antes de regresar con el resto de miembros de su pelotón.
—Te has pasado
—le dije en cuanto se colocó a mi vera.
—¿Qué dices?
Como si el Tribuno se hubiera contenido. Con ese último golpe suyo me ha dejado
hecha trizas, casi no puedo ni andar. Ya verás qué moratones me salen.
—Así y todo,
lo has dejado para el arrastre. Ese ya es incapaz de seguir con la instrucción.
La cara de
Leandra, que me había estado mirando con cierta burla y camadería, se puso
tensa y sus ojos castaños dejaron de mirar los verdes míos para fijarlos en un
punto detrás de mí. Un mal presentimiento me recorrió la columna vertebral y
supe que acababa de cagarla al decir aquellas palabras.
—Soldado
Quinto Apuleyo Nasica —citó César mi nombre completo —. Tu turno.
Tragué saliva
antes de darme la vuelta y encararme a mi superior. ¡Tierra trágame! ¿Cómo se suponía
que iba a saber que el Tribuno me escucharía? Si había algo que todo soldado
sabía era que no se debía hablar de los superiores si ellos estaban demasiado
cerca como para escucharte.
Y Claudio
César Bruto lo estaba.
Vaya si lo
había estado.
Aunque, si
pretendía amilanarme como cuando éramos unos jóvenes reclutas en el campamento
militar, estaba muy equivocado. Yo ya no era un chico de trece años ni él de
dieciséis al que le encantaba molestarme por ser pequeño, enclenque y débil. Ya
no era el mismo y se lo pensaba demostrar de una vez por todas. Puede que aquel
fuese un pensamiento infantil y pueril, pero había soportado durante tres años
sus desprecios y burlas y, ahora que nos habíamos reencontrado siete años después,
no pensaba dejar pasar la oportunidad de demostrarle que ya no era aquel niño
que deseaba ser igual que él y que había llegado a admirarlo.
Que seguía
admirándolo a pesar de todo.
Un niño que
deseaba ese afecto que parecía darles a todos los reclutas menos a mí.
Desenfundé mi
gladio sin apartar la mirada de su rostro. La brecha de su mentón, uno
demasiado bien cincelado y sin gota de vello, seguía sangrando con profusión,
cosa que a él parecía darle igual. Sus ojos ambarinos refulgieron cuando se
colocó en posición, completamente fijados en mi persona. El corazón me dio un
vuelco al sentir la intensidad de su mirada, y aquella aura asesina que
desprendía y que los enemigos tanto temían. Tragué saliva. No tengas miedo—me
recordé—. No soy el mismo de hace siete años. Soy un adulto.
Antes de que
pudiera siquiera pensar en adoptar una posición de ataque o de defensa, Claudio
César ya estaba sobre mí. A duras penas pude bloquear su espada con mi escudo
y, al segundo siguiente, desviar su despiadada hoja con la mía mientras
retrocedía. El terreno de combate era una completa porquería. El barro me
impedía moverme con seguridad, hundiendo mis caligae, haciendo más lentos mis movimientos. ¿Cómo había sido
capaz Leandra de moverse por él? ¿Cómo podía hacerlo César estando herido y con
más de una hora de instrucción en las espaldas?
Apreté los
dientes cuando desvié otra estocada y me quedé sin aire en los pulmones cuando
recibí un buen golpe de su escudo en el plexo solar. Sin poder evitarlo,
resbalé y caí sobre el barro de espaldas; completamente derrotado.
Las
carcajadas llenaron la palestra de una cacofonía horrible para mis oídos. Se me
encendieron las mejillas por la indignación y la vergüenza. Me habían vencido
de una forma deshonrosa para mí, y más después de haber dicho aquellas malditas
palabras cuando no debía.
—Tienes que
entrenarte más, Quinto Apuleyo Nasica —me dijo el Tribuno que se había
acuclillado a mi lado. Su voz sonó ronca, con un deje irónico que me llenó de
todo tipo de sentimientos en los que destacaban la furia y el deseo. Uno que
llevaba maldiciendo desde el día en que lo había conocido —. ¡Se acabó por hoy!
—vociferó para todos los miembros de mi regimiento— ¡Todos a vuestras tiendas!
***
El agua me
resbalaba por el cuerpo eliminando los últimos restos de barro.
Solo, en las
termas con las que contaba nuestra Castra,
miraba como un estúpido el barro abandonar mi cuerpo, mezclándose con el agua,
tiñéndola de un tono pardo hasta desaparecer por el desagüe. Dejé el cubo de
madera con el que me había quitado la suciedad antes de entrar en la piscina de
agua caliente. No había nada mejor para los músculos que un buen baño junto con
una distendida conversación con los camaradas, pero mi legión hacía mucho que
había terminado de asearse.
Era mejor
así, no estaba para chanzas a mi costa después del ridículo que había
protagonizado aquella tarde. Por ello me había estado esperando casi tres horas
a que todos terminaran de lavarse y de hacer estiramientos y demás cosas en las
termas antes de introducirme yo. Ya era bastante malo ser un simple soldado
raso de una familia de mercaderes en una legión donde imperaban patricios,
ecuestres y magníficas amazonas.
¿Qué había
hecho para merecer tanta mala suerte?
No lo sabía,
pero de lo que estaba seguro era de que aquel día se había vuelto una maldita
pesadilla sin fin.
Por el
pasillo que portaba a la piscina donde yo me encontraba, el perfecto y dorado
cuerpo del Tribuno paseaba de forma indolente hacia mi posición, completamente
desnudo. Sin poder evitarlo, recorrí cada centímetro de su anatomía con la
mirada. Todos los rumores que había escuchado de hombres y mujeres eran
ciertos: Claudio César Bruto era Adonis de nuevo en la tierra de los mortales.
No solamente su anatomía era perfecta, sino que también lo era su fisonomía,
con aquel rostro de facciones marcadas, pícaras, con unos labios seductores y
una mirada que te quitaba la voluntad y las ganas de respirar si él no te lo
ordenaba.
Claudio César
entró en la piscina sin importarle mi presencia y yo, completamente ardiendo
por todos lados sin que el agua que me lamía la piel fuera la culpable, agaché
la cabeza. Por Júpiter Optimo Máximo, ese hombre estaba demasiado cerca de mí.
—Ah, esto es
la gloria; el mismísimo Olimpo — suspiró mientras se acomodaba con los ojos
cerrados contra el muro de la piscina de pequeñas teselas azules, verdes y
amarillas. Lo miré de reojo y apreté los puños. De nuevo, mil sentimientos
confusos y sensaciones contradictorias me asaltaron. El deseo de tocarlo, de
acercarme a él y probar aquella piel me iba a volver loco al igual que las
ganas de cogerlo por el cuello y retorcérselo —. ¿Te gusta lo que ves?
—¿Eh?
—aquello me dejó tan desconcertado que aquel monosílabo fue lo único que atiné
a articular.
—Digo si te
gusta lo que estas mirando con tanta atención. Creo que sí, puesto que me has
comido con los ojos mientras venía hacia aquí, soldado.
¡Tierra
trágame y llévame al Hades para que Plutón me eche a Cerbero!
—No sé a qué
te refieres, Tribuno—dije intentando que no me temblara la voz sin éxito. César
soltó una risita que me erizó el vello de todo el cuerpo. El sonido del agua al
ser removida me hizo temblar y, al alzar la vista, el rostro de belleza
helenística de él estaba a escasos centímetros del mío.
—No hace
falta ser tan formal en las termas, Quinto.
¡Eso era muy
fácil de decir cuando uno era Tribuno Militar y un patricio con un puesto
asegurado en el Senado! ¿Cómo iba yo, un soldado raso, a dejar las formalidades
de un lado frente a mi superior? Había muchas cosas que no se toleraban en la
República, y algunas de ellas eran la insubordinación y el pasarte por la
torera la jerarquía social y militar. ¿Qué demonios hacía un Tribuno tan cerca
de un soldado? ¿Por qué su rostro estaba tan cerca del mío? ¿Por qué su piel
estaba casi pegada a la mía? ¿Y por qué yo, que la Parca me llevara, me moría
de ganas de pegarme a él y de juntar mis labios con los suyos obviando las
malditas formalidades?
Sin ser
consciente de ello, llevé mi mano hacia la herida recién cosida de su mentón.
Él no se apartó ni rechazó aquella tenue caricia.
—De nuevo esa
mirada —susurró César mientras yo me perdía en cada milímetro de su rostro.
—¿Eh? —solté
de nuevo como si estuviera ido, en trace cual Pítia del santuario de
Delfos.
—Siempre me
ha gustado el modo en el que me miras. Incluso cuando éramos unos críos. No
sólo había rabia y fuerza en ellos, sino que había ardor. Pasión. Y siempre
estaba ahí para mí. Solamente para mí.
¿Qué era eso?
¿Qué era eso
que me aprisiona el pecho y que me hacía querer perderme a donde sea que él quisiera
llevarme?
La mano de
César cogió la mía que estaba en su mejilla y se la llevó a los labios para
besar cada uno de mis dedos. Un súbito pánico se abrió paso en mis entrañas y
pegué un brinco intentando alejarme. Mi cuerpo ardía tanto que dolía. Mi
corazón latía tan rápido que parecía a punto de salírseme del pecho.
—Tribuno —lo
llamé con una especie de chillido-ronquido. Estaba asustado. Demasiado. Una
cosa era desear y odiar a una persona en la distancia, y la otra era el de
hacerlo con el susodicho al lado. Él me ignoró por completo y me cogió con su
mano libre por la cintura para evitar que me levantara y me marchara —. Claudio
César Bruto —lo interpelé ahora por su trianomina.
—Mi nombre en
tu boca siempre suena a música, ¿por qué será?
¿Pero qué
estaba pasando? ¿Quién era ese hombre que tenía frente a mí? No había nada del
Tribuno que me había humillado aquella misma tarde, nada tampoco del
adolescente que se metía conmigo y me hacía rabiar cada vez que me veía. ¿Quién
era este Claudio César Bruto que me observaba como si fuera a devorarme, y que
sentía un deseo tan fuerte por mí como el que yo sentía por él?
Susurrando mi
nombre en mi oído, Claudio me pegó contra la pared de la piscina antes de
besarme los labios. Éstos eran suaves y sabían a vino. Su lengua no tardó en
enredarse con la mía a un ritmo sensual, y tan ardiente, que creí que perdería
el sentido. La mano que me había estado aprisionando la muñeca se soltó de su
agarre y descendió por mi cuerpo hasta llegar a mi ombligo. Una vez allí, con
maestría, su deseo y el mío se juntaron en uno solo, y la sala se llenó de
jadeos y gemidos mientras nuestras bocas no dejaban de atacarse la una a la
otra.
Sin aliento,
eché la cabeza hacia atrás cuando un descontrolado y súbito placer me recorrió
por entero. Contemplé el techo con la mirada borrosa y la respiración más
agitada que la que tenías después de una ardua batalla. ¿De verdad acababa de
pasar todo esto o había sido todo un producto de mis fantasías? No sería la
primera vez que fantaseaba con algo así junto con el Tribuno.
Pero no.
Yo nunca
tenía sueños, sino pesadillas.
Una risita
irónica y divertida brotó de los labios de mi superior y, de golpe, recuperé la
cordura. ¿Me había vuelto loco? ¿Qué demonios acababa de hacer, por Minerva?
Horrorizado vi a César alejarse de mi lado sin borrar aquella maldita sonrisa
petulante que siempre me dedicaba cuando éramos niños. Como si él fuera
superior a mí, como si me considerara un ser despreciable e inferior.
—¿De qué te
ríes? —espeté con el ceño fruncido y un agudo dolor en el corazón.
Él me miró
como si no comprendiera a qué me estaba refiriendo.
—¿Qué quieres
decir?
—¿Te has
divertido con esto, Tribuno? ¿Te ha gustado seducirme para después poder
burlarte de mí?
—¿Qué dices?
No me estoy burlando de nadie, Quinto— repuso con el desconcierto pintado en el
rostro. Además de buen militar también era un actor de primera. Seguro que los
escritores de tragedias se tirarían de los pelos por tenerlo como actor en sus
mejores obras en el gran teatro de la urbe.
—Y yo no me
chupo el dedo, Claudio. ¿Esto va a ser como en el adiestramiento? ¿No te cansas
de humillarme?
—Nunca he
pretendido tal cosa, Quinto —dijo con el rostro serio, tanto que parecía una
escultura del mismísimo Fidias.
—¿No? ¿Y lo
de esta mañana?
—Te habías
ido de la lengua, solado. Sabes que la disciplina y el respeto son
fundamentales.
—¿Y cuando
tenía trece años? ¿Ahí también había que mantener la jerarquía militar? —le
pregunté levantándome. El agua descendió por mi cuerpo hasta regresar a su
lugar original.
—¿Me guardas
inquina por eso? —resopló incrédulo—. Por los dioses, Quinto, era un crío
estúpido en aquel entonces.
—Al menos lo
reconoces. Aunque ahora eres igual de cabrón.
El ceño de
César se frunció tanto que no pude evitar asustarme. Su rostro, antes
arrebolado por nuestro ataque de pasión, se había tornado pálido y sus ojos
brillaban de furia contenida.
—Te estás
pasando, soldado. Recuerda con quien estás hablando.
—Lo sé
perfectamente, Tribuno. No dejo de repetírmelo una y mil veces cada día.
Sin decir
nada más, salí de la piscina y me marché sin siquiera secarme con la toalla,
dejando algo de mí, algo que no quería saber, en aquella piscina junto con
aquel hombre que deseaba y odiaba al mismo tiempo.
***
—¿Qué te
pasa?
La voz de
Ágave me pilló tan de sopetón que pegué un bote.
Un pequeño
contingente de legionarios estábamos en el camino de regreso a la Castra. Nos había tocado a los de mi regimiento
ir a buscar los víveres en la ciudad situada a unas pocas yardas de nuestro campamento
asentado de forma permanente en el limes de Germania, muy cerca del rio
Danubio, en la Panonia.
Me volví
hacia la rubia amazona frunciendo el ceño, ralentizando el paso de mi caballo.
—¿Por qué me
lo preguntas?
La mujer se
encogió de hombros haciendo que su arco y carcaj se movieran junto con su
movimiento corporal.
—Pues porque
llevas unos días más raro que un gallo dentro de unas termas.
Ante la mención
del término «termas» no pude evitar sonrojarme como un mancebo.
—¿Lo ves?
—exclamó la amazona con una carcajada —. Desde el día en que el Tribuno te echó
al barro que no pareces tú. Estás más ausente y en babia de lo normal.
—Vaya,
gracias —refunfuñé hinchando los mofletes.
¿¡Y cómo
debería estar!?
Aunque ya
habían pasado casi tres semanas desde el «incidente» con César, había sido
incapaz de olvidarlo. No había hora del día que no rememorara el sabor de sus
labios y la suavidad de su piel. El roce de sus manos en mi cuerpo.
Y su risa.
Y mi
vergüenza.
Negué con la
cabeza cuando la tristeza y la rabia comenzaban a revolverme el estómago. Durante
todos los días que habían pasado, había intentado con todas mis fuerzas evitar
encontrarme cara a cara con él. Por ello, prácticamente pasaba todo mi tiempo
libre con mis compañeros de pelotón, algo muy raro en mí ya que disfrutaba de
la soledad, la contemplación y la lectura de grandes autores de tragedias,
poesía, historiografía o épica en mi tienda con una buena copa de vino. Normal
que aquellos que mejor me conocían sospecharan. De ahí la pregunta de Ágave o
las miradas escrutadoras de Leandra y de las otras amazonas.
—En serio,
Quinto, nos tienes algo preocupadas —continuó mi compañera—. No es bueno que
estés tan distraído con la tensión que tenemos estos días con los pueblos
bárbaros.
Cierto. La
cosa no pintaba bien en el limes.
Los
campamentos militares de frontera de la República eran los lugares más
peligrosos y en donde se enviaban los soldados mejor dotados de todo el mundo
itálico. En ellos, soldados como yo y sus superiores, debíamos contener y
evitar que penetraran en nuestro territorio destacamentos bárbaros que lo único
que pretendían era saquear a nuestra gente y conseguir prisioneros con los que
negociar a cambio de oro y plata.
Ciertamente,
había épocas en que las cosas iban mejor que en otras, pero el conflicto y la
tensión siempre estaban presentes. Latentes. No podíamos bajar la guardia ni un
segundo o los bárbaros germanos nos harían picadillo.
El Sargento,
situado en la vanguardia, dio el alto. Todos detuvimos nuestros caballos, y los
carros cargados con los pertrechos y las provisiones para la Castra nos imitaron. El silencio en
aquella zona boscosa y húmeda era sepulcral. El cielo, nublado y cada vez más
oscurecido, se iluminó de repente con un serpenteante relámpago y el sonido de
este no tardó mucho en ensordecer nuestro aparato auditivo. Los caballos
resoplaron asustados, el aire se espesó y todos nos replegamos alrededor de los
carros a la señal del Sargento. Otro trueno, señal de Júpiter de que algo no
iba bien. Grandes gotas de lluvia cayeron del cielo con fuerza y no tardaron en
empaparnos a todos.
Gritos de
guerra escalofriantes seguidos de otro trueno, el último aviso desesperado de
nuestro dios.
Un gran grupo
de bárbaros, hábilmente embadurnados de pinturas oscuras que los camuflaban con
la vegetación, salió de entre los árboles y matorrales enfundados en armaduras
ligeras y simples, empuñando hachas, espadas, arcos y lanzas.
—¡En formación!
—gritó el Sargento Tiberio Sexto —. ¡Amazonas, escoltad a los carros! ¡Corred
hacia el campamento!
Las amazonas
se apresuraron a obedecer y, con los arcos desenfundados y las flechas
preparadas, arrearon a sus monturas disparando a diestro y siniestro con una
puntería envidiable. No había mejores tiradoras que las protegidas de Diana.
—¡Formación
de defensa! ¡Qué no pase ninguno de esos malditos cabrones! —exhortó Sexto con
el gladio desenfundado y apuntando el cielo.
Desenfundando
el mío, me coloqué en posición y la hoja no tardó en teñirse de sangre. Con la
adrenalina a flor de piel, comencé a detener golpes, a arañar carne desnuda y a
cortar cuellos expuestos mientras una lluvia torrencial caía sobre nosotros y
los truenos rugía acallando nuestros gritos de furia, dolor, rabia y muerte.
Mucha muerte.
Y romana.
Un
contundente golpe por la parte plana de un hacha me tiró al suelo y el cuello
de mi caballo me salvó de ser partido en dos por una nueva arremetida del
germano del hacha. Caí con fuerza al suelo embarrado y el gladio salió
disparado de mi mano. Tosí y escupí una mezcla de barro, agua y sangre antes de
mirar a mi alrededor. A pesar de la cercanía a la Castra, aquel grupo de bárbaros había osado atacarnos. Y no sólo
eso. Lo malo era que nos superaban en número incluso antes de que las amazonas,
nuestras mejores guerreras, nos abandonaran.
Aquello
estaba siendo una carnicería, una matanza sin escrúpulos.
Una batalla
desigual y sin honor por parte de esos malditos bárbaros.
Miré a mi
derecha y contemplé la horrible muerte del Sargento. Un bárbaro de largos
cabellos rubios gritó triunfante bajo la lluvia con la cabeza de Sexto en la
mano. El tiempo pareció ralentizarse mientras veía a mis compañeros morir
frente a mis ojos. ¿Cuántas cosas habíamos vivido juntos? ¿Cuántas veces nos
habíamos salvado el culo los unos a los otros? Las lágrimas no tardaron en
surcarme las mejillas y a mezclarse con la de los dioses que lloraban con
amargura la muerte de sus hijos.
Sólo quedaba
yo.
Era el único
que todavía respiraba.
Y ellos se
habían dado cuenta.
Desarmado,
pero con mi orgullo de romano intacto, me levanté trabajosamente. No pensaba
huir. No pensaba darles el gusto de perseguirme como un animal para que me
mataran como tal. Era un hombre. Era hijo de la República. Era un soldado
romano. Los treinta bárbaros se reagruparon y el que parecía ser el mandamás se
acercó a mí con el arma en alto.
—Ven, hijo de
un dios podrido. ¡Ven a por mí! —grité con todas mis fuerzas.
La luz de un
trueno iluminó el paisaje y vi una figura correr hacia la retaguardia enemiga.
Un grito ahogado hizo eco en el lugar seguido de otro y de dos más. Un nuevo
trueno ensordeció a los presentes e iluminó a la figura recién llegada. El
corazón me dio un vuelco en el pecho.
—Claudio
—susurré incrédulo a la vez que maravillado.
Su figura, a
pesar de empapada, refulgía con una extraña aureola luminosa a su alrededor, y
su túnica roja de Tribuno parecía levitar alrededor de su cuerpo, como si una
brisa invisible la meciera.
El bárbaro
jefe vociferó algo en su lengua y todos sus hombres se volvieron hacia el
Tribuno.
—¡No!
—supliqué casi sin voz. En lo único que podía pensar era que iban a matarlo y
que yo sería incapaz de evitarlo.
Con la mente
trastornada y los movimientos torpes, corrí a recuperar mi espada para ir a su
lado. Si iba a morir, yo quería hacerlo junto a él.
Pero me
equivocaba.
Claudio César
Bruto era Tribuno militar por algo y no precisamente por estatus o el buen
nombre de su familia. Nunca antes había visto a alguien luchar como él, como un
héroe homérico salido de un rollo de pergamino. Su gladio golpeaba con una
endiablada precisión y con la fuerza justa para arrancarle la vida al enemigo.
Esquivaba con gracia y agilidad sin desaprovechar ni uno de sus movimientos.
¿Cómo podía hacer algo así? No parecía de este mundo.
Fascinado,
paralizado por lo que estaba viendo, fui incapaz de moverme del sitio a pesar
de que, por mucho que el Tribuno fuera un excelente soldado, era un hombre.
Un ser
humano.
La primera
herida le vino por el flanco izquierdo, justo por debajo de la coraza, en la
cadera. César hizo una mueca antes de matar al bárbaro y placar a otro con el
escudo. Al ver que la lucha cuerpo a cuerpo no mermaba la fuerza del Tribuno,
el jefe germano dio nuevas órdenes y cinco arqueros prepararon sus armas. Antes
de que pudiera gritarle nada a mi superior, las saetas surcaron el cielo y se
clavaron en distintas partes de su cuerpo, haciendo que cayera de rodillas y
recibiera un hachazo en la espalda.
Sin aguantar
ver más cómo herían a la persona más importante para mí, corrí hacia ellos para
matarlos. A todos. No les perdonaría. Jamás perdonaría que mataran al hombre
que amaba. Con una fría rabia, pillando al jefe enemigo por sorpresa, corté
limpiamente su brazo derecho por el codo antes de hundirle el gladio en la
axila expuesta al haber alzado el brazo en acto reflejo por mi ataque.
Al ver a su
jefe caído, malherido pero vivo, los bárbaros supervivientes se precipitaron
hacia él para sacarlo de allí e intentar salvarle la vida.
Solos ahora
bajo aquel aguacero, enfundé mi arma antes de correr hacia César. El Tribuno,
asaetado, no dejaba de sangrar. Con manos temblorosas comenzó a arrancarse las
flechas del cuerpo y yo temí que al hacer eso se matara antes de tiempo.
—Claudio —lo
llamé cuando estuve a su lado. No me importó que mi voz reflejara el pánico que
sentía por él. Ya no me importaba nada salvo evitar que muriera.
—Por aquí hay
cuevas, vamos a refugiarnos en alguna de ellas —dijo él entre dientes —.
Ayúdame a levantarme —ordenó con furia y dolor en la voz.
Obedecí su
requerimiento sin rechistar y dejé que me guiara hasta ese lugar más angosto
por el bosque, al otro lado del camino. Traqueteando por la espesura, llegamos
al cabo de veinte minutos a una zona montañosa con cuevas naturales. Nos
introdujimos en una de ellas y recosté el cuerpo flácido del Tribuno contra la
pared. Sin que me lo pidiera, lo ayudé a quitarse la armadura para ver el
alcance de sus heridas. Por Asclepio, aquello no pintaba nada bien. La herida
de la espalda era muy profunda, tanto que se podían ver algunas vertebras de su
columna; y éstas estaban machacadas y mezcladas con sangre. Por Júpiter, ¿cómo
había sido capaz de moverse con una herida semejante? ¡Tenía parte de la
columna destrozada!
César escupió
sangre a un lado y comenzó a toser compulsivamente. Lo sujeté como pude,
intentando aguantar las ganas de romper a llorar. No importaba lo que hiciera,
iba a morir. Nadie podría curarle esa fatal herida de la espalda salvo un dios.
Y no creía que fueran a hacerlo.
—¿Por qué?
—le pregunté con la cabeza gacha sin ser capaz de mirar su rostro compungido
por la agonía de la Muerte. Tánatos lo llamaba —. ¿Por qué has venido solo? ¿¡Qué
esperabas conseguir haciéndote el héroe de ese modo tan estúpido!? —acabé
gritando.
César me miró
con sus ojos dorados, turbios.
—No había
tiempo para armar a la legión —respondió con los dientes apretados entre
gruñidos.
—Pues
entonces no haber salido de la Castra.
Ha sido una locura. ¡Te estás muriendo! ¡Vas a morir por una estupidez! —espeté
ya sin poder contener las lágrimas y temblando de dolor, impotencia y frío.
—Morir por ti
no sería ninguna estupidez, siempre y cuando fuera a morirme.
—¿Qué?
Un fuego
violáceo apareció de la nada iluminando la cueva y calentándola con una
velocidad sobrenatural. Boquiabierto, observé el fuego antes de dirigir mi
mirada al Tribuno. Éste se había sentado con las piernas cruzadas para terminar
de sacarse las flechas del cuerpo con una mueca de dolor y miles de reniegos y
maldiciones. Por la divina Juno, ¿qué estaba pasando? ¿Cómo era capaz de seguir
moviéndose y de respirar? Claudio soltó nuevos improperios mientras su cuerpo
temblaba. Asustado, fui testigo de un asombroso prodigio. Las heridas de sus
piernas, estómago, brazos, espalda y la de su costado se estaban curando frente
a mis narices, cerrándose y dejando la maravillosa piel del Tribuno inmaculada,
tan hermosa y dorada como siempre.
—Por Júpiter.
—No, por
Júpiter no —rezongó él —. Más bien por Venus.
—¿Venus? ¿Qué
quieres decir?
—Pues que
todo esto es a causa de mi madre. De Venus —dijo estirando las piernas antes de
soltar otro reniego —. ¡Me cago en esos apestosos! Las heridas en los huesos
son las que más duelen al curarse.
Ante esas
palabras, no pude evitar soltar un grito.
—¿Por qué
gritas?
—¿¡Eres un
semidios!?
—Te lo acabo
de decir, ¿no? Venus es mi madre. Tuvo una historia de amor con mi padre y se
quedó embarazada de mí.
¡Ahora todo
tenía sentido!
No sólo lo
referente a su curación y a su invencibilidad en el campo de batalla, sino a su
increíble belleza. Desde luego que era Adonis, uno moldeado a manos de la
mismísima diosa Venus.
—¿Lo sabe
alguien? —le pregunté lleno de curiosidad ahora que el miedo por su vida se
había esfumado.
—Claro que
no. Eso sería contraproducente en todos los sentidos. Además, en el fondo, no
dejo de ser humano. Mi naturaleza, me refiero. Aunque sano rápido y cuento con
la protección de mi madre, eso no quiere decir que no pueda morir y que no
envejezca. Es mejor mantenerlo en secreto.
—Entonces
—reflexioné —, ¿por qué me lo cuentas a mí?
César soltó
un suspiro hastiado antes de estirar la espalda y hacer crujir las vértebras del
cuello. Al parecer ya se le había sanado la fea herida que en otros habría sido
mortal.
—De verdad
que sigues siendo tan tonto como cuando éramos unos críos.
Aquellas
palabras me crisparon los nervios. ¿Ya empezaba la ronda de insultos?
—Si vas a
comenzar a burlarte de…—no pude terminar porque me tapó la boca con la mano.
—¿Quieres
callarte y escuchar, Nasica? Eso es lo que más me molesta de ti. Que interpretas
las cosas de forma errónea y luego no cierras el pico para que los demás
podamos explicarnos.
Aparté su
mano y me crucé de brazo.
—Pues
explícate, Tribuno.
—El otro día
en las termas no me estaba riendo de ti —comenzó con la vista clavada en mí. Me
sonrojé a pesar de todo por la intensidad de sus iris dorados —. Más bien era
una risa dirigida a mí mismo. Lo cierto es que era incapaz de creerme que
hubiera sido capaz de acercarme lo suficiente a ti como siempre había deseado.
Sólo en mis mejores fantasías había podio besarse y tocarte como lo hice allí.
Mi corazón
pegó un brinco en mi pecho y me mordí el labio para no interrumpirlo. ¿De
verdad estaba siendo sincero?
—Ya de niño
me sentía fascinado por ti. Puede que no seas el hombre más hermoso del mundo,
pero hay algo en ti que me atrae como un imán, algo que me impide estar alejado.
A pesar de tener sólo trece años, me parecías tan adulto y maduro. Tan culto.
Nunca antes había visto a nadie leer con tanto ahínco y concentración a los
grandes autores griegos o romanos. Y mucho menos escuchar recitar a Homero con
tanta gracia. Y tus ojos… Por los
dioses, son muy hermosos, y se iluminan siempre que hay pasión o ardor en tu
corazón. Era incapaz de apartar la vista de ellos. Aún hoy lo soy.
Tragué saliva
mientras César se acercaba cada vez más a mí. El fuego violáceo arrancaba luces
y sombras de su cuerpo de nuevo inmaculado, y me fijé en que su mentón no
estaba marcado con cicatriz alguna a pesar de haber recibido puntos de sutura
hacía tres semanas. Definitivamente, ese hombre era hijo de la divina Venus,
deseable y sensual como la diosa del Amor.
—¿No lo
entiendes todavía, Quinto? —susurró—. Siempre he estado enamorado de ti, por
eso te molestaba a cada rato. Quería llamar tu atención, ser el objeto de esa
mirada llena de pasión.
Su rostro
estaba a escasos centímetros del mío y podía sentir su dulce aliento a vino y
su olor corporal a flores y cítricos.
Qué estúpido
había sido durante tantos años.
Qué idiota
había sido él a la vez.
—Imbécil —le
dije con los ojos entrecerrados, rodeándole el cuello con los brazos. Me
molestaba tanto la ropa…—. ¿No te diste cuenta de que no necesitabas ser tan capullo?
Yo estaba tan fascinado por ti que no podía sacarte de mi mente. Ni entonces ni
ahora.
Una risita
musical brotó de su garganta y se me erizó el vello a la vez que un ramalazo de
electricidad descendía por mi columna.
—Ambos hemos
sido unos tontos—musitó con sus labios sobre los míos. Cerré los ojos cuando la
boca de Claudio comenzó a paladear la mía.
Nos fundimos
en un beso lento, profundo, lleno de necesidad y a la vez tierno, suave;
recreándonos en el sabor del otro. En la lengua del otro.
Sus manos,
ágiles, me quitaron la coraza y el cinturón de la espada. Con mi túnica
manchada de barro y la suya además con sangre, caímos sobre un lecho de pétalos
de olorosas rosas que había aparecido de la nada, cortesía indudable de la
diosa Venus, siempre cómplice con los amantes fogosos.
La lluvia de
fuera parecía tan lejana… Lo único que podía escuchar era el sonido de la
respiración de Claudio, el de nuestros besos y el de nuestras ropas siendo
removidas.
Completamente
desnudos, recorrí, besé y saboreé su cuerpo mientras él hacía otro tanto con el
mío. La temperatura de mi cuerpo subió a la vez que mi deseo por él. El amor
que había estado acallando y reprimiendo desde que tenía trece años palpitaba
con fuerza en mi pecho, y cada poro de mi piel lo gritaba sin pudor.
Sus dientes
mordisquearon mi clavícula antes de descender más y más abajo entre besos y
caricias. Arqueé la espalda para sentirlo mejor. Más profundo. Bajé mis manos
hasta la parte baja de su cuerpo y él gimió, vengándose al poco haciéndome
jadear y perder la poca cordura que me quedaba.
Más besos.
Mis piernas
en su cintura.
Su pasión y
la mía.
Nuestros
cuerpos perlados de sudor.
No supe
cuándo dejó de llover, no me importó el paso del tiempo. Sólo era capaz de
dejarme llevar, de dejar que poseyera mi cuerpo; de poseer yo el suyo hasta que
nuestros sentimientos nos consumieran.
***
El amanecer
nos sorprendió abrazados.
El fuego
había desaparecido, no así el lecho de rosas que nos seguía amparando. Alcé el
rostro y contemplé el semblante de César, recreándome en la perfección de sus
cejas, en sus pestañas rizadas, en sus pómulos, en sus...
—¿Te gusta lo
que ves?
Su pregunta
me hizo sonreír como un bobo enamorado.
—Sabes que
sí. Sólo a un ciego no le gustaría mirarte. Al fin y al cabo, eres hijo de
Venus —le recordé.
César hizo
una mueca antes de echarse a reír y de pegar su frente a la mía y abrazarme con
fuerza. Yo me dejé hacer hasta que sentí la necesidad de preguntar:
—¿Y ahora
qué?
—¿Ahora qué
de qué?
—No te hagas
el tonto, Tribuno. Sabes a lo que me refiero.
Claro que lo
sabía. ¿Qué pasaría con nuestra relación? Las relaciones entre personas de
diferentes clases sociales no eran fáciles, pero todavía era peor cuando eso
sucedía en el ejército. ¿Un soldado raso con un Tribuno? Eso no se había visto
en la vida.
—¿Te
enfadarías conmigo si te nombro Capitán? —me preguntó tanteando el terreno.
—Sabes que
sí. No me gusta que me regalen nada. Lo que gano lo hago con el sudor de mi
frente.
Claudio César
echó la cabeza hacia atrás y se quedó contemplando el techo rocoso.
—Qué más da
—soltó al cabo.
—¿Cómo?
Me miró a los
ojos apoyándose con el codo.
—¿Qué importa
lo que piensen los demás? ¿Qué les importa nuestra relación? Somos soldados y
no dejaremos de lado nuestro deber a pesar de nuestro amor.
—No es tan
sencillo— le recordé—. El Senado no lo aceptará ni muerto.
—Lo que pasa
es que son unos viejos amargados.
—¡Claudio!
—lo amonesté.
—¡Quinto! —me
imitó burlón dándome un fugaz beso en los labios.
—Tonto —lo
golpeé en el pecho —. Hablo en serio.
—Yo también.
Y te digo más, nunca había hablado tan en serio como ahora. Quinto, pase lo que
pase, no me sueltes la mano, júralo.
Su voz
destilaba tanta decisión y pasión que no pude evitar derramar lágrimas de
felicidad. Porque tenía razón y yo ya estaba cansado de luchar contra aquello
que hacía latir mi corazón.
Con aquello
que me hacía vivir de verdad.
Lo que me
hacía ser quien era.
—Pase lo que
pase, no te soltaré la mano —le prometí.
Nos besamos y
nos amamos de nuevo bajo la luz de Helios; bajo la mirada de todos los dioses
del Olimpo.
¿Qué
importaba recrearnos un poco más antes de regresar?
Gracias por leer.