domingo, 21 de abril de 2019

La belleza de las estrellas: Sinopsis y Capítulo uno

¡Hola a todos!

Hacía mucho que no posteaba en el blog y es que, a causa de la universidad (estoy a nada de terminar la carrera) tuve que dejar esto abandonado a pesar de lo mucho que disfruto reseñando.

Para darle un poco de vidilla, he decidido ir subiendo una novela corta que escribí el verano pasado y que no tiene ningún tipo de interés editorial. Por ello, he decidido subirla al blog, para compartirla con todos aquellos que quieran leerla y, de este modo, resucitar este espacio. 

La dinámica será la siguiente. Esta es una novela corta de fantasía juvenil de cinco capítulos. Cada capítulo será subido todos los domingos, es decir, habrá uno a la semana. Pero, si el twitt donde deje en enlace llega a 50 RT, lo subiría al día siguiente y así. 

Sin más, a continuación os dejo la sinopsis de la historia, el glosario de términos y el primer capítulo. Se aceptan comentarios, así que, si os apetece decir algo, decidlo que eso siempre ayuda a que un escritor mejore. 

Muchas gracias y feliz lectura.


Sinopsis: 

Después de tres años sin verse, Feres y Menesteo, dos amigos de la infancia, vuelven a reencontrarse cuando éste llega con su padre a Micenas para asistir a los juegos de la ciudad. Siendo ahora dos adolescentes de dieciséis años, está claro que muchas cosas han cambiado y que no son los mismos que en el pasado. ¿Pero sólo ha sido su físico o hay algo más? 

Incapaz de entender qué le sucede cada vez que está con su amigo, Feres deberá intentar desentrañar el enigma que es ser uno mismo mientras los acontecimientos de su alrededor lo precipitarán a un callejón sin salida. ¿Logrará reconocer y aceptar lo que realmente es? Y, una vez lo haga, ¿luchará por ello hasta el final?



Glosario:

Adelfos/adelfou: hermano.

Andreia: Ideal hegemónico y normativo de la masculinidad griega clásica. Está asociada a la idea del ciudadano-soldado: el hoplita. Éste tiene que ser fuerte, disciplinado y capaz de controlar las emociones, los deseos. En definitiva: autocontrol. Esos eran los valores necesarios para ser un buen soldado.

Arconte epónimo: magistrado que le da nombre al año en la Grecia antigua.

Cnémidas: grebas.

Efebia: servicio militar de los jóvenes a los dieciocho años.

Elafebolión: mes del año griego correspondiente a nuestro mes de marzo.

Estrategós: magistratura, primer ciudadano de la ciudad. Jefe supremo del ejército de la polis.

Heteairos: compañeros de guerra. Los hetairos forman parte de una hetaireia, es decir, grupo de hombres que van a la guerra y que están unidos por la idea del honor.

Hoplón: escudo de los hoplitas. El nombre de este grupo de infantería pesada proviene del escudo.

Oikos: literalmente significa familia, aunque tiene más matices. Es la hacienda rural basada en la cría de ganado y en la agricultura.  

Polis/poleis: ciudad-estado en griego.

Sofrosine: uno de los valores más importantes de la andreia. La sofrosine era la capacidad de autocontrol.

Targelión: mes del año griego correspondiente a nuestro mes de mayo.




Capítulo 1: Nada es permanente a excepción del cambio*

*  Frase del filósofo griego Heráclito de Éfeso (540 a.C.- 480 a.C.)

No podía negarse que, desde su habitación, uno tenía muy buenas vistas.
Aquella, entre otras muchas cosas, era una de las ventajas de vivir en el palacio de Micenas por ser el hijo del estrategós de la ciudad. 

Aunque hacía años que la monarquía había muerto y en la polis de la región del Peloponeso reinaba la democracia, no era menos cierto que la guerra y las disputas entre poleis vecinas eran el pan de cada día en Tarpeya y que, por lo tanto, era necesario contar con un buen general, un estrategós, para que comandara las tropas. Y su padre, Orestes, era uno de los mejores que Micenas tuviera en mucho tiempo y que, por lo tanto, ese factor le había valido para que fuera relegido desde hacía diez años.    
Feres se apoyó en la barandilla de mármol y dejó reposar la cabeza en sus manos entrelazadas sin apartar la mirada de La Puerta de los Leones, la entrada principal a la polis que seguía, como antes del amanecer, sin novedades ni movimientos. Oteó el horizonte, pero no se vislumbraba ningún carromato, caballos, mulas u otro animal de tracción a cuatro patas que llevaran algún jinete en su grupa.

Suspiró y se dio la vuelta para dejar el balcón y entrar en sus dependencias. Un par de criados lo estaban adecentando mientras otro le preparaba la mesa para el desayuno consistente en leche templada con miel, tortas de cebada, queso y peras al vino. 

Feres cruzó la distancia que lo separaba de la mesa redonda y se tumbó en el diván antes de coger un trozo de torta y un taquito de queso. Se los metió en la boca y comenzó a comer mientras los criados cambiaban las sábanas de su cama, barrían el suelo, lo fregaban y ordenaban todas las pertenencias que él había dejado en cualquier sitio el día anterior. Todo, eso sí, menos sus rollos de filosofía y de astronomía que jamás dejaba fuera del arcón una vez leídos o consultados.  Porque, más allá de las actividades atléticas, incluso más allá de sus entrenamientos con la espada o en el campo de la estrategia militar y su capacidad innata (todavía secreta) para dominar la magia elemental, Feres amaba la filosofía y el estudio de los cuerpos celestes.  

Y ese era el camino que quería recorrer en la vida y no pasarse los días estudiando tratados militares, viendo planos de máquinas de asedio, leyendo sobre las nuevas tácticas de guerra o memorizando la Ilíada y la Odisea como un mantra a los héroes del pasado.

Su padre tenía demasiadas expectativas puestas en él. Deseaba que siguiera sus pasos y que se convirtiera, primeramente, en un buen soldado que luchara con valor y orgullo por Micenas y luego, cuando fuera todo un hombre, pudiera llegar a ser elegido estrategós y desempeñar la labor de general igual o incluso mejor de lo que lo estaba haciendo él.   

Sí, eso era lo que Orestes más deseaba y lo que Feres más detestaba. Porque ese no era su sueño; eso no era lo que él quería ser, sino lo que quería que fuera su padre.

Suspiró mientras se terminaba de beber la leche con miel y los criados abandonaban su habitación al haber terminado sus tareas.

De nuevo se levantó del diván y se dirigió al balcón. Por Aurora, ¿cuándo demonios iban a llegar? Vale que habían pasado solo unas pocas horas desde el amanecer y que el camino de Tebas hasta Micenas era largo, pero hacía dos semanas desde que llegó la misiva diciendo que estaban de camino, es decir, que al día siguiente de entregar la carta a un correo habrían salido de la ciudad y sólo había unos veinte o veinticinco días de camino de una polis a la otra a lomos de un caballo o subidos a un carro a un ritmo no demasiado rápido.

Y hoy es el día que hace veintiocho.

Feres agudizó la vista cuando le pareció ver algo que se movía en el horizonte. Apoyó las manos en la balaustrada de mármol y se inclinó peligrosamente hacia adelante para poder tener mejor perspectiva. Pasaron los segundos y los minutos conforme aquello que le había llamado la atención se hacía más visible y no pudo evitar sonreír con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho al reconocer a aquellos que estaba esperando. 

Dándose media vuelta, sin molestarse en coger su clámide, vestido con un quitón rojo con cenefas plateadas de media manga y unas sandalias de cuero, salió corriendo de su dormitorio y recorrió los pasillos de mármol del palacio de Micenas esquivando a los criados, magistrados e incluso a uno de los hombres de confianza de su padre.

Disculpándose cada vez que chocaba con alguien o hacía que los criados perdieran el equilibrio o tiraran lo que llevaban en las manos al suelo, Feres salió del hermoso edificio y recorrió las calles de trazado hipodámico con la única idea de llegar cuanto antes a la gran Puerta de los Leones. Debía llegar antes que él, como siempre había hecho desde que eran unos mocosos y él acompañaba a su padre a la ciudad-estado micénica. 

Micenas estaba despierta y muchos de sus habitantes caminaba por sus calles cuando cruzó a la carrera el ágora para tomar la vía principal, el camino más simple y sencillo para llegar a su destino. Las personas le saludaban mientras otras se apartaban para no ser arrolladas entre risas. Todos sabían por qué corría tanto. ¿Cuántas veces había recorrido ese camino por esa persona después de que se hubieran conocido? Tal vez no tantas como a él le gustaría, pero habían sido muchas. Las suficientes para que ningún micénico con más de veinte años creyera que se había vuelto loco o que había un ejército enemigo aproximándose a la ciudad. 

Cuando estaba a punto de llegar a la colosal entrada, el chico frenó su carrera y caminó hasta allí para recuperar el aliento y secarse el sudor de la frente. Los dos soldados que estaban de guardia lo saludaron con una inclinación de cabeza y él hizo lo propio mientras se alejaba unos pasos de la puerta hacia el exterior de la polis. El camino todavía estaba desierto, pero se escuchaba y se sentía el retumbar de patas de caballo.    

Feres tragó saliva con el corazón latiéndole todavía más rápido que cuando había estado corriendo calle abajo. Al poco aparecieron dos caballos grandes de guerra de color negro con las crines marrones y sus correspondientes jinetes. Vestidos con el atuendo militar hoplítico, los rayos del sol hacían brillar sus corazas de bronce, por encima de sus túnicas rojas, con los músculos del torso esculpidos; las cnémidas, o grebas, de bronce sobre unas tiras de cuero, unas sandalias atadas hasta las rodillas por debajo de las cnémidas y el casco de estilo corintio— también de bronce— con protecciones en las mejillas y esplendorosos penachos rojos. Por último, en sus espaldas, portaban colgados el hoplon, el escudo hoplita, una lanza y, en la cadera, una xifos. 

Los labios de Feres volvieron a dibujar una gran sonrisa cuando los dos jinetes frenaron sus monturas y descabalgaron. Feres se acercó a uno de ellos y le hizo una reverencia antes de darle un afectuoso abrazo.

—Bienvenido de nuevo a Micenas, Meleagro. 

—Por los benditos dioses, Feres, ¡cómo has crecido en estos tres años!

—Cosas que tiene la adolescencia —se encogió de hombros—. Tú, en cambio, estás igual que siempre. ¿Qué pacto has hecho con los dioses infernales para no envejecer? 

—Serás zalamero —río a carcajadas el soldado —. Orestes te tiene bien enseñado. Aunque, si quieres saber el truco para mantenerse sano y fuerte, ese es el de ir todos los días a la palestra y ejercitarse como un buen tarpeyano. 

Feres sonrió ante ese comentario tan típico de Meleagro y éste le dio unos golpecitos afectuosos en el hombro antes de acercarse a la entrada de la polis donde saludó con cortesía a los guardias de La Puerta de los Leones. Por su parte, el micénico se acercó al otro jinete que se estaba desprendiendo del casco. Un cabello corto rubio platino brilló bajo los rayos del sol con una ligera capa de humedad y sudor por el viaje. Unos ojos castaño oscuro, de tupidas pestañas, le devolvieron la mirada en ese rostro robusto y de mandíbula cuadrada que tanto había añorado y que había cambiado a su vez en aquellos tres años, así como su anatomía. Lo que antes había sido un cuerpo infantil de niño a medio desarrollar, ahora era el cuerpo formado, musculoso, ancho y fuerte de un hombre en plena fase adolescente que pronto sería considerado un adulto. 

Sin decir ni una palabra, Feres se acercó a él y lo abrazó con fuerza y una extraña paz y felicidad le invadieron, calmando el latido de su corazón y unos nervios que ni sabía que le revoloteaban en el estómago.

Al fin lo tenía de nuevo a su lado.

Al fin se reunían después de tanto tiempo.

—Bienvenido a Micenas, Menesteo —le susurró mientras sentía los fornidos brazos del tebano corresponder su abrazo.

—Bienhallado al fin, Feres.

Los dos chicos se separaron y volvieron a mirarse a los ojos, perdiéndose en sus iris por unos segundos; olvidándose de lo que les rodeaba sin ser conscientes de ello. Porque al fin podían verse de nuevo, pasar tiempo juntos, hablar de cualquier cosa, compartir confidencias y secretos… O simplemente estar el uno al lado del otro en silencio, por el simple placer de la mutua compañía. Pero el momento, aquel extraño instante, se desvaneció cuando Meleagro los llamó para entrar en la ciudad. 

Feres, como solía hacer desde que era un crío y su mejor amigo y Meleagro llegaban a la ciudad, se enfundó su papel de anfitrión y los guio por la calle principal de la polis sin dejar de parlotear sobre las cosas que habían sucedido por el Peloponeso para ponerlos al día, así como preguntarles qué tal estaban las cosas por Tebas.

—Nada reseñable a ocurrido durante este tiempo salvo alguna que otra escaramuza y peleas con bandidos, ladrones y bestias salvajes —les explicó caminando hacia atrás para poder mirarlos a la cara mientras ellos le prestaban toda su atención con los caballos cogidos por las bridas. 

—En Tebas también hemos estado bastante tranquilos, aunque sólo los dioses saben cuánto durará esta aparente paz. 

—Esperemos que sea por mucho más tiempo, amigo mío —intervino una tercera voz. Feres se dio la vuelta y vio a su padre descender por la calle acompañado de algunos magistrados y soldados de Micenas.

—¡Orestes!

—¡Mi querido Meleagro! 

Los dos hombres se abrazaron con cariño y afecto antes de darse dos besos en las mejillas ensombrecidas por unas ligeras barbas muy bien recortadas para que no molestara a la hora de ponerse un casco en la cabeza; algo indispensable para un soldado y más en el caso de los hoplitas, la infantería pesada y el mejor cuerpo del ejército.

—Al fin volvemos a vernos. Ha pasado mucho tiempo.

—Sí, es cierto. Ojalá pudiera haber venido antes, pero el cuidado de los hijos, las tierras y la polis de Tebas me ha tenido realmente ocupado.

—¿Ha habido problemas? 

—No más de lo normal, adelfos —le dijo con ternura. No a todo el mundo se le llamaba «hermano» así como así si no se compartían lazos de sangre o un vínculo de amistad y amor realmente irrompible.  
—Ergo es bueno. Pero, vamos, vamos al palacio para que podáis descansar y asearos como es debido antes de tomar un refrigerio —. Orestes se volvió hacia Feres con el ceño fruncido—. ¿Otra vez comportándote como un niño, hijo?

El chico se sonrojó hasta la raíz del pelo cayendo en la cuenta de la guisa en la que había salido a la calle. Se había olvidado por completo de peinarse la larga melena castaña y recogérsela en una cola al igual que ni siquiera se había puesto la clámide. La alegría y la impaciencia habían sido tan grandes y fuertes que todas las formalidades sociales desaparecieron de su mente para que la idea de reunirse con Menesteo ocupara enteramente sus pensamientos.    

—Lo siento, padre —se disculpó al ver las miradas reprobatorias de los magistrados. 

—No te enfades con el muchacho, adelfos —río con buen humor Meleagro —. Feres siempre ha sido muy impulsivo y todavía es joven.

—Sí, pero es demasiado irreflexivo y emocional para tener ya dieciséis años. 

Feres apartó la mirada de los iris ambarinos claros de su padre y se acercó más a su amigo cuando Orestes y Meleagro se pusieron en cabeza de la pequeña comitiva hablando de trivialidades, seguidos de los magistrados. Tomando las riendas del equino del soldado tebano, Feres y Menesteo se quedaron los últimos de la fila.  Completamente en silencio, los dos adolescentes siguieron a los mayores hasta que llegaron al palacio y dos mozos de cuadra se hicieron cargo de los caballos antes de entrar en el palacio de mármol situado a los pies de la acrópolis. 

Orestes, como anfitrión, ordenó preparar dos habitaciones para sus invitados y que trajeran agua fresca para lavar los pies de los recién llegados mientras calentaban en las cocinas más agua con un poco de romero para que pudieran asearse en cuanto los aposentos estuvieran listos. Contra todo pronóstico, ya que era deber de los criados hacerlo, Orestes se arrodilló frente a Meleagro y le lavó un pie y luego el otro como muestra de amistad y hospitalidad. Para no ser menos ejemplo que su padre ante su mejor amigo, Feres hizo lo propio con Menesteo y lo ayudó a quitarse las cnémidas y las sandalias antes de sumergir su pie derecho en la palangana de bronce con el agua fresca que habían traído dos jóvenes criadas. 

Feres pasó los dedos por la superficie de aquella parte del cuerpo de su amigo para quitarle todo rastro de polvo y sudor antes de cogerlo por la planta, alzarlo y secarlo con un paño limpio. El chico alzó sus ojos ambarinos (heredados de su padre) y un potente latigazo de electricidad lo sacudió de arriba abajo. 

Los ojos de Menesteo lo miraban con intensidad, con las mejillas teñidas de rojo, del mismo rojo que las uvas maduras con las que se hacía el vino o el rojo que teñía sus propias ropas. El micénico apartó la mirada con el corazón desbocado sin entender por qué se le aceleraba y continuó con su tarea. 

Al terminar, se levantó y le dedicó una sonrisa a su amigo para destensar el ambiente que se había generado entre ellos por primera vez desde que tenía memoria. No entendía muy bien lo que acababa de pasar, pero parecía que a Menesteo le había desagradado que él le prodigara aquella muestra de hospitalidad. 

O puede que sean imaginaciones tuyas. ¿Por qué se enfadaría por esta nimiedad? 

—Mis queridos amigos, sed bienvenidos nuevamente al palacio de Micenas y a Micenas mismas. Mis criados lo tienen todo dispuesto para que descanséis y repongáis fuerzas antes de que comamos algo —habló pomposamente Orestes siguiendo con los mandamientos del protocolo tarpeyano —. Estáis en vuestra casa. 

Los dos tebanos asintieron y agradecieron la amabilidad de Orestes antes de seguir a dos de los criados del palacio y desaparecer por el pasillo que llevaba hasta la zona reservada para los invitados. Feres los siguió con la mirada antes de que su padre se colocara en su campo de visión.

—Ve a arreglarte adecuadamente como el hijo de quién eres, Feres. Y no vuelvas a compórtate como un crío, que ya eres casi un hombre. 

El chico asintió y se marchó a su dormitorio donde se peinó, se ató la melena en una cola baja con una tira trenzada de cuero y luego se escapó furtivamente hacia la zona de los invitados. Eso sí, tuvo que preguntarle a uno de los criados por las habitaciones de los recién llegados y éste le dio las señas que precisaba. Con una sonrisa ladina en los labios, se dirigió hacia el dormitorio de Menesteo.  

—Por fin solos —dijo a modo de saludo después de colarse en el dormitorio antes de quedarse totalmente de piedra. Su amigo se estaba desvistiendo y se veía todavía más robusto y musculoso sin la armadura hoplítica que con ella puesta.

Menesteo lo miró con la parte de arriba de la túnica quitada, mostrando el torso y los brazos desnudos y bronceados por el sol, aunque no tanto como la propia piel de Feres que tenía un color broníceo natural. Las partes de su armadura, así como el escudo, la lanza y la xifos, descansaban al lado de su escueto equipaje: un petate con un par de mudas de ropa. 

—Podrías llamar antes de entrar —musitó Menesteo con el ceño fruncido. A Feres le encantaba cuando fruncía el ceño—. Casi me pillas en paños menores.

—Ya estás en paños menores —le recordó el moreno con una sonrisa irónica —. Y tampoco es que tengas algo en tu cuerpo que yo no tenga salvo nuevas cicatrices como está. — Feres pasó la yema del dedo índice por una fina e irregular cicatriz que tenía en el omoplato a causa de los entrenamientos con las armas a los que le sometía su padre —. Han tenido que ser duros estos tres años —musitó mientras recorría con todas sus falanges la espaldilla derecha del tebano hasta el hombro y descendía por su brazo.

La razón por la que habían pasado tres años sin verse era muy sencilla: Menesteo tenía que entrenarse para ser un buen soldado; el mejor de entre los mejores hoplitas de Tebas para que sustituyera, llegado el momento, a su padre como lugarteniente del estrategós de turno de su polis. Del mismo modo que Feres sería estrategós en el futuro, Meleagro también había elegido el destino de su amigo. Aunque a Menesteo no le desagradaba para nada ser soldado, es más, Feres sabía que era una persona que había nacido para la guerra; para estar en el fragor de la batalla, luchando y comandando pequeños destacamentos o incluso uno con más de trescientos hombres. 

El hilo de sus pensamientos fue totalmente borrado en el momento en que la mano izquierda de Menesteo se cerró alrededor de su muñeca y dejó de mirar su piel para centrarse en sus iris. De nuevo un estremecimiento lo recorrió de arriba abajo y apartó la palma de la mano del brazo desnudo de su compañero al sentir una inminente quemazón. Los dedos de Menesteo permanecieron unos segundo más alrededor de su muñeca antes de apartarlos para seguir aseándose con el agua caliente perfumada con romero. 

—Sí, bueno, no ha sido fácil, no. Aunque lo mismo habrá sido para ti.

Feres soltó un suspiro, recuperando la compostura.

—Más que duro estos tres años han sido pesados y aburridos. ¡Agotadores! Por Quirón, esos tratados militares me cocían —y cuecen— el cerebro al igual que todas las estrategias militares que mi padre me ha hecho memorizar. Sin olvidar el entrenamiento físico que me dejaba —y me deja— molido y casi sin tiempo para estudiar filosofía y astronomía.

Su amigo le dedicó una hermosa sonrisa que hizo que le diera un vuelco en el corazón y otro en el estómago. No recordaba lo bonita y cálida que siempre había sido su sonrisa. 

—Es cierto, siempre que podías te escapabas con un pergamino de Heráclito, Anaximandro o Parménidas para leerlos sin que te molestara nadie. ¿Cómo era lo que decía este último? «Todo lo que hay ha existido siempre. Nada puede surgir de la nada…»

—«…Y algo que existe, tampoco se puede convertir en nada». 

— Aunque según Heráclito: «todo fluye, nada permanece».   

—Desde luego: «este mundo siempre fue, es y será fuego eternamente vivo». — Feres dibujó una gran sonrisa —. Increíble, no pensé que te acordarías de mis charlas interminables intentando darme aires delante de ti —soltó una carcajada al recordar las noches de insomnio en Tebas, en la habitación de su amigo, sentados en el balcón o tumbados en el jardín del Oikos  bajo la luz de las estrellas. 

—Para no olvidarlas. Si me dabas la brasa todas las noches tanto en Tebas como aquí.

El micénico hinchó los mofletes y le pegó un puñetazo en el pectoral izquierdo.

—Serás burro. Si yo te lo decía en broma.

Y entonces, como solía ocurrir cuando menos te lo podías esperar, Menesteo rompió a reír y la musicalidad de la vibración de sus cuerdas vocales inundaron la habitación y llenaron de color y calor el interior de Feres. Sólo por esos momentos, esos pequeños instantes, valía la pena aguantar las burlas del tebano. El micénico amaba su risa y cada vez que Menesteo le recompensaba con su sonido era la persona más feliz del mundo.

—¿Lo ves? Eres un egocéntrico —lo chinchó el descomunal tebano. 

—¿Qué dices? Lo que pasa es que me gusta que me prestes atención.

—¿Sólo yo?

Feres frunció el ceño con las mejillas encendidas y se sentó en el diván más cercano. Menesteo río por lo bajo terminando de asearse antes de volver a vestirse y sentarse a su lado.

—¿No vas a responder a mi pregunta?

—Y luego me llamas a mí egocéntrico —se quejó medio en serio medio en chanza —. Sí. 

—¿Sí qué?

—¡Uff, me pones enfermo!   

Una nueva carcajada salió de la boca del tebano y, al final, Feres lo imitó y los dos se rieron como hacía tres años que no hacían.

—Te he echado mucho de menos —le confesó el rubio mirándolo directamente a los ojos sin borrar la sonrisa de sus labios. 

—Y yo. Ha sido demasiado tiempo —reconoció el muchacho con pesar —. ¿Cuántos días vais a quedaros? 

—Pues unos veinte más o menos. 

Los ojos de Feres se iluminaron.

—¿En serio?

Menesteo asintió.

—A saber cuándo podremos volver a vernos. Espero que la próxima vez seas tú quien venga a Tebas.

—Dalo por hecho. Me muero de ganas de ir a la biblioteca y leer los nuevos tratados de filosofía o astronomía que se habrá recogido en estos años. 

—Eres increíble, Feres.

Aquellas palabras hicieron que el chico parpadeara.

—¿Por qué lo dices?

—Porque siempre has sabido quién eras en la vida; lo que te gusta y lo que quieres hacer. En cambio yo… —Su voz murió antes de terminar lo que sea que iba a decirle. 

—¿Con qué me sales ahora? —le preguntó mientras se acercaba más a él —. Ni que mis sueños pudieran hacerse realidad. Mi padre no quiere ni oír hablar de Tales de Mileto, Parménidas, Heráclito, Anaximandro o Anaxágoras. Cada vez que me ve con un rollo de pergamino o un libro que no sea la Iliada, la Odisea, o los nuevos tratados de estrategia militar que están arrasando por toda Tarpeya, se pone más furioso que una mantícora. 

—Pero al menos sabes qué te gusta y luchas contras las cadenas que te han impuesto. Pero yo no, a mí ya me está bien obedecer a mi padre y seguir el camino que ha trazado para mí. No hay nada que se me dé bien aparte del combate o las competiciones atléticas — soltó con pesar.

En eso su amigo tenía mucha razón. Feres no había visto a nadie con la resistencia o la fuerza que tenía su amigo en cada uno de sus miembros y que soportara tan bien el dolor sin proferir sonido alguno ni cambiar su expresión facial. Menesteo era el perfecto ciudadano-soldado, el hoplita que cualquier polis querría por la capacidad innata de controlar su sofrosine siendo así el prototipo ideal de la andreia.
    
Al ver el semblante triste de su amigo, Feres lo cogió de las manos y se las llevó a los labios para besarlas de forma inconsciente.

—Feres…

—Olvidemos todo esto. Olvidemos de quién somos hijos y lo que se supone que debemos ser o hacer en el futuro. ¡Disfrutemos! Simplemente, pasémoslo bien durante estos días juntos, ¿qué te parece?

Una ligera sonrisa curvó los labios del tebano. 

—Sabes que siempre acabamos haciendo lo que tú quieres.

Feres le devolvió la sonrisa. 

—Por supuesto. Así es como debe ser, por algo soy el más loco y animoso de los dos. Si tú llevaras la voz cantante ya nos habríamos tirado por el Taigeto.

—¿Me estás llamando aburrido?

—¿Yo? Que los dioses me libren de…

Feres no pudo terminar la frase porque Menesteo se arrojó sobre él y comenzó a hacerle cosquillas.

—No, no, no, no —pidió Feres intentando huir de las manos del tebano —. Para, no lo hagas, sabes que lo detest… Ja, ja, ja —comenzó a reír cuando los dedos callosos de Menesteo le rozaron las costillas sin parar mientras intentaba escabullirse de aquel ataque a traición.

Sin dejar de luchar en broma y de reírse, Feres y Menesteo cayeron del diván el uno debajo y el otro encima. Sin aliento, y algo adolorido por el inesperado golpe, Feres se quedó muy quito al igual que su amigo.

—Lo siento, Feres. ¿Te has hecho daño? —le preguntó con un deje de preocupación y cierta alarma mientras se incorporaba y le tendía la mano.

—Tranquilo, estoy bien. No ha sido para tanto —repuso cogiendo la mano que le ofrecía. 

Su amigo tiró de él con una fuerza que Feres jamás habría imaginado y, por lo inesperado, su cuerpo chocó con el de Menesteo. Los dos jóvenes, pegados el uno al otro, se quedaron muy quietos con los corazones latiéndoles al unísono a unas velocidades imposibles para dos personas que estaban completamente inmóviles. 

De nuevo un estremecimiento. ¿Por qué? ¿Por qué su cuerpo reaccionaba de aquel modo ante su cercanía? ¿Por qué sentía un repentino calor en sus mejillas? ¿Por qué no quería moverse? 

¡Todo era tan absurdo!   

Y a la vez…

Menesteo olía maravillosamente a romero y el calor que desprendía su cuerpo era muy agradable, del mismo modo que todo él, a pesar de su complexión y musculatura, era cómodo y blando, como si estuviera hecho expresamente para la satisfacción de Feres. 

Hecho para ese momento. 

Para ese instante.

Unos golpes en la puerta rompieron la magia del momento y una criada entró justo cuando los dos amigos se habían separado para recolocarse bien la ropa.

—La comida está dispuesta en el comedor, señor —anunció con una reverencia —. Señorito Feres —saludó a su vez al darse cuenta de su presencia.

—Gracias, Antínoe. Ahora mismo vamos.

Con una nueva reverencia, la criada se marchó y los dos chicos permanecieron quietos y en silencio unos segundos sin mirarse antes de que Feres diera el primer paso y Menesteo lo imitara.

***

El fuego ardía con fuerza en el gran brasero de bronce en el megarón, iluminando toda la sala de grandes columnatas y pinturas al fresco con representaciones de batallas y hechos mitológicos de la Edad de Oro y la Edad de los Héroes. Nada había de la Edad de la Discordia, por supuesto. Plasmar en el megarón la época de las guerras de los Magus Regis era algo que solamente una mente macabra y perturbada haría. El humo que producía la madera al quemarse ascendía hasta el techo y salía por un óculo con un radio de tres metros. Alrededor del brasero, a una distancia prudencial para que el humo no fuera una molestia para los comensales, pero permaneciendo lo suficientemente cerca para que el calor les calentara los huesos, había sendos divanes y pequeñas mesas llenas de comida y bebida. 

Orestes, con Meleagrdo a su lado, y los magistrados de Micenas y sus esposas alrededor, ya habían ocupado casi todos los divanes cuando los dos amigos llegaron para sentarse en el único que quedaba libre. Entonces, reunidos todos, Orestes hizo un brindis en honor a sus huéspedes y dio comienzo el pequeño banquete consistente en vino escanciado con agua, olivas, pan de semillas, pescado ahumado y verduras salteadas. 

Ignorados totalmente por los adultos, Feres y Menesteo cogieron una jarra de vino, dos cráteras y una bandeja de barro con comida antes de marcharse a hurtadillas al jardín porticado con una fila de columnatas dóricas. Los muchachos se sentaron en uno de los tres escalones y dejaron su botín justo entre ellos. Feres sirvió el vino y dio un buen trago antes de alzar el rostro y dejar que el viento de finales de Elafebolión le refrescara el rostro y le revolviera los rebeldes mechones que habían escapado de su coleta baja. 

—Mucho mejor, ¿no te parece? —le preguntó a su amigo.

—Desde luego. Que no te sepa mal, pero ese brasero del megarón siempre me ha parecido sofocante.
Feres soltó una risita.

—Al menos en verano lo tenemos apagado. 

—Menudo consuelo —. Menesteo cogió un trozo de pan y se lo fue comiendo a pellizcos —. Por cierto, ¿dónde está Éaco?

—Mi hermana marchó hace más de dos meses con mis abuelos a Corinto, pero llegará en unos días.

—Me alegro. Me sabría muy mal no verla antes de volver a Tebas.

—Y a ella. Se pondría hecha una quimera si se entera que has estado aquí y que no ha podido estar para ver a su querido “hermanito”. 

—Creo que ese diminutivo sobra —reflexionó el tebano, algo que le hizo mucha gracia al micénico.

—Te aseguro que para ella no. A mí todavía me sigue tratando como si tuviera cinco años, y es algo que nunca cambiará. Más vale que te hagas a la idea, yo ya lo tengo más que asumido.

Feres se metió un trozo de pescado en la boca mientras pensaba en su hermana mayor. Éaco tenía ocho años más que él y había sido la primogénita dentro de su familia. De fuerte complexión, con una melena negra como el ónice y los ojos aguamarina, gran atleta, fuerte, decidida y a la vez la mujer más femenina que jamás había visto; su hermana lo había criado desde que tenía dos años a causa de la muerte repentina de su madre por una enfermedad. Ningún físico ni magus Sanador había podido hacer nada por ella y Pelopia terminó dejando el mundo de los vivos para cruzar el Estigia y entregarle el óbolo de plata al barquero Caronte para que éste la guiara por el Inframundo hasta que los tres jueces, Radamantis, Minos y Éaco judgaran su alma y determinaran el nuevo lugar que ocuparía en los Infiernos.    

A causa de aquella fatídica pérdida, Éaco, con solo diez años, tuvo que hacerse cargo de él así como de llevar el Oikos y cuidar de que los esclavos trabajaran las tierras y de que los criados de la casa realizaran sus tareas de forma diligente. No había otra porque su padre era un soldado y, por aquel entonces, demasiado ocupado en la guerra y en la política como para cuidar de sus propiedades y de su familia. Tampoco había buscado una nueva esposa para que realizara aquellos menesteres, dejando que una niña se ocupara de todos aquellos deberes que le correspondía a una mujer dentro de la sociedad tarpeyana.

Feres no dudaba del cariño que Orestes había sentido por su madre, ya que su hermana solía hablarle del respeto y confianza que se tenían, pero no había habido amor de por medio. Ese amor que los mitos contaban que sentían los dioses por los mortales o los mortales por semidioses o los héroes por otros héroes y que los llevaban a hacer grandes estupideces a lo largo de sus vidas e incluso morir por ese supuesto «amor». 

El micénico nunca se había enamorado de esa forma a pesar de querer a muchas personas. La persona a la que más quería y adoraba era a su hermana, después a sus abuelos, a su padre, a Meleagro y…

Miró a Menesteo de refilón. Era innegable el afecto y el cariño que sentía por su mejor amigo aunque, desde aquella mañana, se sentía extraño. Algo parecía haber cambiado entre los dos durante aquellos tres años que habían estado separados. Y estaba seguro de que el cariño que se tenían seguía allí, intacto, fuerte; un amor indestructible que los mantenía atados desde que se conocieran casi diez años atrás, cuando su padre fue nombrado estrategós por primera vez y su mejor amigo y adelfos Meleagro viniera a la polis para felicitarlo en compañía de su hijo.  

—Este es mi hijo Menesteo —se lo presentó tanto a Orestes como al pequeño Feres y a su adolescente hermana Éaco, la señora del palacio de Micenas —. Espero que seáis muy amigos como lo somos nosotros —les dijo a los dos niños con una sonrisa —. Nada me haría más feliz.

A pesar del deseo del soldado y de los de su propio padre, Feres y Menesteo se hicieron amigos de forma inmediata porque, cuando el micénico lo vio por primera vez, sintió una especie de conexión, como si las venas de sus brazos se hubieran entrelazado con las de Menesteo, creando un vínculo que iba más allá de la sangre. Más allá de cualquier entendimiento racional y mundano. 

Y esa conexión seguía existiendo entre ellos; Feres la sentía latir, vibrar más que nunca. 

Pero algo había cambiado, algo que se le escapaba y que era incapaz de comprender. 


Porque nada es permanente a excepción del cambio. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario