domingo, 5 de mayo de 2019

La belleza de las estrellas: Capítulo tres



Capítulo 3: La valentía es saber qué es lo que no debemos temer*

*  Frase del filósofo Platón (427 a.C-347 a.C)   

Todavía no había amanecido, pero ya estaba completamente preparado. Vestido con un sencillo rectángulo de tela alrededor de la cintura y su clámide encima, Feres estaba listo para la competición atlética. 

Al salir de su dormitorio se encontró a su hermana Éaco vestida de una forma similar, aunque sin mostrar el pecho al descubierto. En vez de un simple trozo de tela en la cintura, vestía una túnica ajustada al cuerpo con tiras de cuero, y dos fíbulas en cada hombro, que le llegaba hasta medio muslo y un manto doblado entre sus finos pero fuertes brazos. 

Los dos caminaron en absoluto silencio hasta el megarón y allí los esperaban, tomando un frugal desayuno, Orestes, Meleagro y Menesteo vestidos igual que Feres: las clámides encima de sus cuerpos semidesnudos y sin calzado alguno en los pies. 

A pesar de estar en un lugar amplio y abierto, con el brasero encendido iluminando la estancia y dejando que su humo ascendiera a los cielos, el ambiente estaba cargado y enrarecido y nada tenía que ver el olor a madera quemada con hierbas aromáticas. 

Entre los presentes hubo un juego de miradas de Meleagro a Orestes, de Orestes a Éaco, de ésta a su padre y de Feres hacia Menesteo y viceversa. Porque, lo que debería haber sido una reunión entre personas que compartían fuertes lazos de afecto mutuos, se había vuelto un caos.

Después de aquella extraña conversación tres días atrás, Feres y Menesteo habían estado muy distanciados. El micénico no había osado ir a buscar a su amigo por las noches y Menesteo, como siempre, se había limitado a permanecer impasible sin ir a su encuentro, esperando a que Feres fuera en su búsqueda. Como siempre, se dijo. Y no sólo eso: por las tardes no es que pasaran mucho tiempo juntos y, si lo hacían, permanecían en completo silencio menos cuando había que decirse lo estrictamente necesario. En el pasado habían disfrutado de la silenciosa compañía, pero en estas ocasiones había sido un completo martirio de incomodidad. 

Aunque lo peor no era eso y Feres lo sabía. Vale que hubiera tensión entre Menesteo y él, pero aquel ambiente era, más que nada, causado por la pelea que tuvieran su padre y su hermana dos noches atrás, cuando Éaco dijo durante la cena que participaría en la carrera.

—¿Qué vas a hacer qué? —exclamó su padre con su crátera llena de vino escanciado en la mano que, peligrosamente, se inclinaba hacia un lado amenazando con derramar parte de su contenido encima de sus ropas y del diván. 

—Participar en la carrera. Hace tiempo que no lo hago. 

—¿Te has vuelto loca en el tiempo que has pasado con tus abuelos en Corinto? Eres una mujer de veinticuatro años, ya no tienes edad para participar.

—¿Y por qué? En otras poleis no importa la edad mientras la competidora pueda realizar la prueba al igual que los hombres.   

—¿Qué me importan a mí las otras poleis? Estamos en Micenas no en Arcadia, Corinto o Argos —farfulló Orestes con el rostro rojo por la ira contenida. 

—Lo sé, pero no hay ninguna ley que prohíba que las chicas mayores de dieciocho años, solteras o casadas, no puedan competir.

—Ni falta que hace gastar bronce en eso y colgarlo en el ágora. La tradición así nos lo enseña. 
—La tradición no es prohibición.

El fuerte sonido que hizo la crátera de Orestes encima de la mesa, cuando la estampó contra ésta, enmudeció a los músicos que estaban amenizando la velada con el toque de una flauta de caña y una lira. 

—¡La tradición lo es todo! Es inmutable por los siglos de los siglos. 

—Por esa regla de tres, tú no deberías ostentar tu cargo, padre.

El rostro de Orestes mostró tal indignación y rabia floreciente que Feres se encogió en su diván y Menesteo, a su lado, lo cogió de la mano. Sentir su contacto, a pesar de la distancia, hizo que pudiera contener mejor sus sentimientos y sus ganas de interrumpir o de salir corriendo. No podía ver así a su hermana, atacada y puesta siempre entre la espada y la pared por culpa de su padre. Ella lo era todo para él, lo había criado y le había enseñado todo lo que sabía. Fue ella quien lo introdujo en el mundo de la filosofía y de la astronomía; Éaco le enseñó la moral y la ética por la cual se regía cada día. Ella y no su padre lo había moldeado, haciendo de él lo que era; algo de lo que siempre se sentiría orgulloso. 

—¡Insolente! ¿Cómo te atreves a hablarme así? ¿Debo recordarte a quién le perteneces, mujer?  Estas bajo mi tutela y protección. Soy tu padre, tu tutor legal, ¡todo lo que garantiza tu vida y seguridad!
—Eso es porque ni tú ni los magistrados que gobernáis esta polis nos dais libertad a las mujeres. Nos negáis vuestro libre albedrío.  Nuestro derecho a decidir y a ser libres. 

—Porque sois volubles y demasiado pasionales; tanto que no sabéis contener vuestras emociones y vuestra bilis. 

La mirada fría y llena de rencor que Éaco le dedicó a su padre heló la sangre de todos los presentes. Feres jamás la había visto así. 

—¿Y los hombres sí? Os llenáis la boca hablando de la andreia y la sofrosine como si fuera algo bueno y positivo —masculló levantándose del diván con los puños apretados—. Sólo hace falta que mires a Menesteo. ¿De verdad el estar siempre impasible es digno de admiración y orgullo? Como si no sintiera ni padeciera por dentro toda clase de tormentos que no puede expresar sin temor; quedándose éstos dentro de él para martirizarlo por las noches en manos de una Nix inmisericorde. Incapaz de decir lo que realmente siente por la persona que tiene al lado.

Menesteo se tensó a su lado y Feres apretó sus manos entrelazadas al sentir que su cuerpo temblaba. Era la primera vez que veía y notaba así a su compañero, como si algo se hubiera roto dentro de él y una gran grieta se hubiera abierto, profunda, imposible ya de remendar. 

—¡Eres una maleducada! ¿Cómo te atreves a hablar así de uno de nuestros huéspedes?

—Porque le quiero —sentenció con los ojos brillantes, conteniendo las lágrimas—. ¡Porque Menesteo me importa al igual que me importa Feres! 

—No metas a los chicos en esto —le advirtió el estrategós.
  
—Orestes, creo que… —intervino Meleagro que le colocó una mano en el hombro, intentando apaciguar a su amigo.

—Te agradecería que no intervinieras, adelfos — lo corto Orestes, sin embargo. Feres jamás había escuchado que la palabra «hermano» sonara a amenaza. 

—¿Por qué? ¿Qué temes? ¿Tienes miedo de que se sepa lo que es Meleagro para ti?

—¡Suficiente, Éaco! —estalló de nuevo, grito que hizo eco en el megarón. 

—¡Tengo el mismo derecho a participar en la carrera que todos vosotros, los hombres! Y no vas a detenerme. 

—¡Marchaos todos! —gritó Orestes, orden que la totalidad de los presentes siguieron a rajatabla a gran velocidad. Pero Feres, Menesteo y Meleagro se escondieron para seguir escuchando aquella conversación tras de una columna sin que ninguno de ellos lo dudara ni un instante y mucho menos fingiera otra cosa.

—Eres una desviada, Éaco —decía la voz de su padre con censura—. Ya sé por qué quieres participar. Por esa maldita mujer. Todo esto lo haces por Tecmesa y no te atrevas a negarlo.

—Tienes razón y no pensaba negarlo, padre —contestó Éaco tomando asiento con la espalda recta en el diván que había estado ocupando durante toda aquella noche —. Quiero correr por ella. Ahora que ha enviudado nada me impide entregarle la corona de laurel cuando gane. Porque créeme, ganaré. Eso es lo que he estado haciendo todo este tiempo en Corinto: entrenar con los y las mejores corredoras de esa ciudad-estado.  

—Vas a exponerte y a exponernos a mí y a tu hermano por un imposible —suspiró su padre visiblemente cansado. 

—Habla por ti. Tú eres el único que siente vergüenza de mí. Mi hermano no es como tú.

—¿¡Y de quién es la culpa de que tenga esas estúpidas ideas en la cabeza!? Además, él no sabe nada. Si lo supiera no tendría tan buena opinión de ti.

—¿El qué? ¿Qué me gustan las mujeres?

—Eso es contra natura.

—Contra natura es decirle a alguien qué debe sentir y por quién. Contra natura es querer que todos seamos iguales por una simple cuestión de procreación.  Comprendo que tener hijos es importante, ¿pero tiene que ser a costa del amor?

—Tú no sientes amor por Tecmesa, niña; sólo una lujuria enfermiza por tu debilidad de mujer. 
Se hizo el silencio en el megarón y Feres contuvo el aliento.

No lo sabía. Tal y como había dicho su padre, Éaco jamás le había dicho nada sobre sus sentimientos o sobre su condición. ¿Por qué? ¿A caso no confiaba en él o es que temía que no la comprendiera y la apoyara? 

En su mente le vino una multitud de imágenes de su hermana en compañía de Tecmesa, su mejor amiga. O eso era lo que pensaba él. Ahora comprendía muchas cosas. Los cambios de humor de su hermana cuando se peleaban, la tristeza que la embargó cuando Tecmesa se casó a los diecisiete años, y esa necesidad que tenía de alejarse de vez en cuando de Micenas. No era que le hastiara la ciudad o quisiera ver mundo: Éaco se iba para no tener que ver a Tecmesa en compañía de su esposo sin poder tocarla. Sin poder estar con ella como quisiera. Con el corazón herido y destrozado. 

Feres miró a Menesteo de soslayo y se encontró con su mirada castaña puesta en él sin pestañear; diciéndole miles de cosas en el tenso silencio que los rodeaba. 

¿Era eso lo que sintió el otro día cuando su amigo le confesó que en dos años se casaría? ¿Eso que se había roto había sido su corazón?

—Eres un hipócrita, Orestes de Micenas —habló la voz de su hermana rompiendo el insoportable silencio —. Te escudas en esa idea estúpida, misógina y sexista para esconder tus propios sentimientos. Tus propios anhelos y debilidades.  

—No sé de qué me hablas.

Éaco soltó una carcajada llena de acidez.

—Oh, por supuesto que lo sabes. Sientes repulsa y asco de ti mismo por amar a un hombre a pesar de que te gustan las mujeres. No, no me mires así porque estoy más cuerda que nunca. ¿Creías que no me daría cuenta de cómo miras a muchos hombres? Lo haces con deseo, al igual que con las mujeres que son del tipo que te atraen. Pero, sobre todo, es tu forma de mirar a Meleagro lo que te delata. 

» Puede que fuera pequeña cuando madre murió, pero jamás la miraste de la forma en la que miras a Meleagro; la misma con la que yo miro a Tecmesa. La misma con la que ella me mira a mí.

—Basta—musitó su padre sin ser capaz de mirar a su hija a la cara.

—Y él lo sabe —continuó ésta obviando la orden de su padre, sin piedad. Sin dejarse nada dentro—. Lo sabe porque siente lo mismo por ti sin importarle el estar casado. Porque os amáis desde que os conocisteis, pero tú te niegas ese amor y se lo niegas a él por miedo a lo que piensen de ti. Por miedo a perder tu maldito estatus y magistratura.

—¡Cállate!

Una sonora bofetada hizo eco en el megarón y Éaco se llevó una mano a la mejilla enrojecida que se hinchaba por momentos sin romper el contacto visual con su encolerizado padre en pie frente a ella.

—Los hombres y la violencia… ¿No sabéis rebatir la verdad con otra cosa más allá que con los golpes?

—Fuera de mi vista, Éaco. 

—Como desees.

Sin levantar la voz y sin perder la dignidad, la muchacha se levantó y se dispuso a abandonar el megarón.

—Pienso participar en la carrera y le ofreceré mi corona a Tecmesa. Puede que el mundo no nos acepte, puede que no podamos casarnos, pero la quiero con todo mi corazón y ser, y no voy a alejarme más de ella. Ni por ti ni por nadie. 

Sin decirle nada, Orestes se dejó caer en el diván y Éaco salió de la estancia, cruzándose en el camino con los tres oyentes. La joven sonrió y besó la mejilla de Feres antes de seguir su camino. Meleagro, en silencio, se dirigió hacia su amigo y, una vez a su lado, lo abrazó y Feres vio, por primera vez en su vida, llorar a su padre.

Desde entonces nada había sido igual en el palacio ni entre ellos cinco. Porque todos los secretos que se habían mantenido escondidos habían salido a la luz.

Bueno, todos no. Los míos y los de Menesteo siguen a salvo. Mas, ¿cuáles son los míos? ¿Qué es lo que esconde mi corazón que ni siquiera yo sé?

***

El ágora estaba irreconocible y atestada de espectadores deseosos de pasar un buen rato viendo las competiciones atléticas que tendrían lugar. Como todas y cada una de las competiciones en Tarpeya estaban dedicadas a los dioses, los sacerdotes de Enio, divinidad femenina de la guerra violenta, encarnación de las masacres, inauguraron aquellos juegos sacrificando un bonito potro blanco en el altar de los doce dioses fuera del efímero recinto de madera construido para la ocasión.

Como sería imposible que todos los ciudadanos de Micenas y los visitantes a sus juegos pudieran caber en la palestra o en el gimnasio de la polis, las competiciones atléticas se llevaban a cabo en el ágora, construyendo con maderos un estadio móvil de quita y pon con sus gradas de madera correspondientes alrededor de la plaza central de la ciudad baja. Fuera del estadio, al otro lado del altar de los doce dioses, se habían alzado múltiples tiendas para los atletas donde podrían refrescarse, descansar y obtener todo aquello que necesitasen para realizar las pruebas.

En la tienda especialmente alzada para el estrategós, Feres, Menesteo, Meleagro y Éaco esperaban la llamada a la procesión inaugural mientras Orestes, en el interior del estadio, daba el discurso pertinente en compañía de los arcontes y demás magistrados. Cuando terminó de hablar el estadio estalló en vítores y aplausos: el espectáculo estaba a punto de comenzar.  

—Ya es la hora —les anunció uno de los organizadores. 

Todos se levantaron a una, dejando sus clámides a un lado, y Éaco, con la melena totalmente trenzada y atada en una cola alta, se separó del grupo para unirse a las mujeres que solamente tenían derecho a participar en la carrera y en el lanzamiento de jabalina. Todo lo demás les estaba vetado por la «tradición». 

En fila india, tal y como los organizadores lo habían dispuesto, los tres hombres esperaron hasta que los primeros de dicha fila comenzaron a avanzar para desfilar ante el público. Los gritos, silbidos, aplausos y vítores eran ensordecedores y Feres sintió que toda aquella cacofonía de sonidos penetraba en su cerebro provocándole más de una punzada de dolor. 

Como si fueran animales exóticos procedentes del imperio Medo o del reino de Lydia, los atletas dieron dos vueltas al estadio ovalado de más de un estadio   hasta que pudieron regresar a las tiendas para que las mujeres hicieran lo propio. Al cabo, Éaco regresó y los cuatro tomaron un poco de agua antes de prepararse el cuerpo tal y como mandaba la costumbre.

Primero se untaron los cuerpos con aceite de oliva perfumado con lavanda antes de dejar caer sobre todos los miembros de sus cuerpos una fina capa de arena. Totalmente preparados, salieron de la tienda para reunirse con los demás participantes —separados por sexos — para conocer los turnos de las pruebas y sus puestos. Para ello, todos debían colocarse en una de las cuatro filas para que los miembros de la organización, sentados en cuatro mesas, les dieran la información necesaria.  

Cuando le llegó el turno a Feres, el hombre allí sentado, vestido con un quitón de manga larga de color gris, le preguntó su nombre (por mera formalidad ya que todos lo conocían por ser el hijo de Orestes) y le dio sus señas. El hombre se levantó y buscó las tabillas de cera doble donde constaba toda su información y las participaciones en las competiciones que había solicitado y regresó a la mesa. 

—Feres, hijo de Orestes, de Micenas —  recitó su nombre completo escrito en la tabilla antes de darle la copia de la que el hombre leía —. Tu primera prueba es la carrera, competición número cinco, de trescientos sesenta metros. Puesto número dieciséis. 

» La segunda, el lanzamiento de jabalina, es la competición número dieciséis. Lanzaras en octava posición. 

» Última prueba, el pancracio, es la competición número veintinueve y sales en el primer combate.

—Alto, alto, un momento —dijo Feres mirando intermitentemente al hombre y a su propia tablilla —. Yo no me he apuntado al pancracio sino al pugilato. 

—Eso no es lo que consta en la tablilla, joven.

—Debe de tratarse de un error. Busque de nuevo el pergamino de mi inscripción. 

—No hay ningún error —dijo la voz de Orestes que, como caído del cielo, apareció en el momento oportuno. Él también llevaba una tablilla en la mano con sus participaciones. Como estrategós de la ciudad, debía mostrarse ante los micénicos en alguna de las pruebas—. Yo cambié tu suscripción. 
Si hubiera tenido la elasticidad requerida, la boca de Feres le habría llegado al suelo.

—¿Cómo dices?

—Hablemos en la tienda, no molestes a los demás participantes.

Cogiéndolo de la muñeca, Orestes arrastró a su hijo a la tienda donde Éaco estaba sentada con su tabilla al lado. Meleagro y Menesteo todavía no habían regresado.  

—¿Qué significa esto? —atacó Feres a su padre señalando la palabra πανκράτιον  con el dedo índice.

—Significa lo que lees. Vas a luchar en el pancracio.

—¿Por qué has cambiado mi participación sin mi consentimiento? Yo no deseo luchar en el pancracio —dijo aguantándose las ganas de ponerse a gritar. En ese momento, Melagro y Menesteo entraron en escena. 

—Porque soy tu padre, Feres, y me debes obediencia. Además, yo sé qué es lo mejor para ti —miró a su hija de soslayo. Éaco, en silencio, no escondió la ira de su interior ante su comportamiento para con su hermano —. Ya es hora de que te comportes como un hombre y como el futuro estrategós de esta ciudad.

—No pienso participar —sentenció con ganas de romper aquella estúpida tabilla.

—¿No? ¿Vas a huir como un cobarde y que todos piensen eso de ti? 

Feres apretó los dientes y se miró los dedos de los pies para intentar que la rabia que lo invadía no se manifestara fuera de su cuerpo en forma de magia elemental. 

Su padre lo conocía demasiado bien y sabía cuánto detestaba que alguien pudiera insultarlo llamándolo cobarde cuando no lo era.

—Está bien, tú ganas —claudicó con la mirada echando chispas —. Lucharé. —Y, dicho esto, salió de la tienda.

—¡Feres!

El chico se detuvo para que su hermana lo alcanzara.

—No lo hagas, Feres. No entres en su juego —le pidió con preocupación.

—¿Y qué otra cosa puedo hacer? Tampoco es que a ti te haya ido muy bien rebelarte contra nuestro padre —le soltó con un deje de rencor.

Aunque los dos habían hablado el día anterior sobre la pelea de Éaco y Orestes y su amor por Tecmesa, Feres todavía sentía cierto rencor hacia su hermana por no haber confiado en él y confesarle la verdad.

«—Yo podría haberte ayudado —le dijo sin esconder su amargura—. Te habría apoyado». 

«—Eras un crío, Feres. No quería preocuparte y confundirte».

«—¿Y por qué iba a confundirme?»

«—Porque estas cosas no son fáciles ni sencillas al escapar fuera de lo supuestamente normal y, por ello, reconocer que la atracción sexual va más allá de la binaria entre un hombre y una mujer es difícil de aceptar y de asimilar por la educación impuesta por nuestros mayores». 

«—¿Cuándo lo supiste?» 

«—¿Que me atraen las mujeres? —Éaco meditó unos instantes —. Creo que fue a los siete años cuando me puse celosa porque una amiga dijo que le gustaba un chico unos años mayor que nosotras. Yo le pregunté qué veía en él, porque yo no le encontraba nada más allá de los granos de su cara, y ella comenzó a soltar multitud de cosas, las mismas que a mí me gustaban de ella. Fue entonces cuando comprendí que era distinta al resto».    

«—¿Cuándo te enamoraste de Tecmesa?»

«—La primera vez que la vi cuando su familia se mudó aquí. Parece mentira que ya hayan pasado once años desde entonces». 

«—¿Ella es como tú?»

«Su hermana se echó a reír».

«—¿Cómo yo? No, no lo creo. A ella le gustan ambos sexos, así que no es como yo». 

«—Pero te quiere».

«—Sí, y eso es lo único que me importa. — Su hermana le cogió de las manos y lo miró a los ojos —. ¿Y tú?».

«—¿Yo qué?»

«—¿Qué sientes por Menesteo?»

«—¿Otra vez con eso? No es lo que tú te piensas, no soy como tú».

«Nada más decir aquellas palabras se arrepintió. El dolor se reflejó en el precioso rostro de Éaco».  

«—¿Tan malo sería ser como yo?»

«—No quería decir eso».

«—Lo único que quiero que entiendas es que no es malo amar a alguien de tu mismo sexo. Y no lo digo sólo por ti, sino por él. ¿De verdad crees que él solamente te ve como un hermano? ¿Como su amigo? Su rostro estará siempre impasible, pero su mirada no miente. Nunca lo ha hecho». 

—¿Has pensado en lo que hablamos el otro día? —le preguntó Éaco de nuevo en el tiempo presente. Feres asintió —. ¿Y bien?

—No lo sé —le confesó apenado —. Lo cierto es que estoy muy confundido. Le quiero, claro que sí, pero no sé si es amor pasional que no tiene que ver con el familiar. ¿Esa sería la respuesta a por qué me siento traicionado después de que me dijera que va a casarse? ¿Siento este dolor en el pecho porque lo amo y no quiero entregárselo a nadie? 

—Puede ser que sí o puede ser que no. No debemos confundir el amor con un sentimiento de dependencia tóxico y egoísta. — Éaco lo abrazó y le dio un beso en la frente —. No tengas prisa y escucha a tu corazón. —Feres asintió —. Bien, volvamos a la tienda. Pronto llegará el turno de competir y debemos tener la cabeza fría.   

Asintiendo, Feres siguió la estela de su hermana mientras alguien pregonaba el inicio de la primera prueba y el público estallaba en aplausos. 

***

Éaco comprobó que todo estuviera en su lugar antes de cruzar la entrada a la arena del estadio improvisado en el ágora. Al fin le había tocado el turno en la carrera femenina de doscientos sesenta metros. El público, implicado y exaltado ante las distintas competiciones, aplaudía con fuerza la llegada de las corredoras, todas muchachas jóvenes de entre dieciséis y dieciocho menos ella que contaba ya con veinticuatro años. 

Éaco no pasó por alto que muchos la señalaban y cuchicheaban ante su participación en la carrera, algo inaudito en la polis pero le dio igual. Ella no corría por esa gente, solamente lo hacía por una persona.

Buscó en la zona de la grada en la que sabía que estaría y, cuando la encontró, fijó la mirada en ella; embebiéndose de su rostro de piel fina y tersa como la porcelana, con pecas en la nariz. Su cabello pelirrojo estaba recogido en una trenza gruesa, atada con cintas turquesas y una diadema del mismo color cruzaba su testa. Tecmesa clavó sus ojos castaños en los suyos y Éaco le sonrió. Ella, visiblemente preocupada, no le devolvió la sonrisa antes de colocarse en su marca.

Cuando marchó a Corinto, el marido de Tecmesa ya estaba muy mal, aquejado por una extraña enfermedad que lo debilitaba día tras día. Los físicos ya le habían dicho a Tecmesa que Áyax no viviría mucho tiempo más y aquella desgracia para unos era la oportunidad para otros. 

El día antes de su partida, Éaco se presentó en casa de Tecmesa. Ella le abrió en camisón, envuelta con una manta encima y una vela en la mano.

—Éaco, ¿qué haces aquí? Si te ven los vecinos…

—¿Qué importa eso ya? Tu marido está a punto de cruzar hacia el Hades. 

—¡No digas eso! —la riñó mientras la cogía por el brazo y la entraba para adentro en el vestíbulo de la casa. 

—Sólo me limito a decir la verdad.

—Lo que sea. ¿A qué has venido a esta hora?

—A despedirme.

El rostro de Tecmesa se puso más lívido de lo que ya lo estaba.

—¿Cómo dices?

—Marcho por un tiempo a Corinto. No creo que regrese hasta mediados o finales de Elafebolión. 
   
—¿Por qué tanto tiempo? ¿Están mal tus abuelos?

—No, ellos están bien —la tranquilizó con una sonrisa apenada —. Pero hay algo que tengo que hacer. 

—Si es así, te deseo buen viaje y éxito con lo que sea que tengas que hacer.

—Gracias.

Éaco, incapaz de contenerse, la cogió de las manos. Deseaba tanto abrazarla y sentir sus labios, pero sabía que Tecmesa no se lo permitiría mientras su marido respirara. Por ello, cuando fue incapaz de seguir respirando su mismo aire, Éaco se marchó.

Y, ahora, estoy aquí. Luchando por lo que quiero. Luchando por lo que soy.

—¡En sus marcas! —gritó el juez de pista.

Todas las chicas adelantaron uno de los pies e inclinaran el cuerpo hacia delante para coger impulso.
Una semana y media después de su llegada a Corinto, Tecmesa le envió una carta, a través de los canales de los Magus Regis, diciéndole que, tres días después de su partido, su marido dejó el mundo de los vivos para cruzar el Estigia. Eso sólo hizo que la voluntad de Éaco creciera y que sus abuelos la ayudaran en todo lo posible para poder cumplir con su objetivo. 

A pesar de que los dos se habían criado con las típicas enseñanzas misóginas y sexistas, la querían y la comprendían; lo mismo que su madre. Porque eran personas de buen corazón que simplemente querían su felicidad sin importarles dónde la hallara. 

—Jamás te dejaremos sola, cariño —le dijo su abuelo Néstor con una sonrisa llena de amor antes de abrazarla con fuerza cuando le confesó toda la verdad. Su abuela, al instante, se unió a ese abrazo. 
Por eso no iba a rendirse dijera lo que dijera su padre. 

Iba a luchar. 

Y ganaría.  

—¿Preparadas? —La bandera blanca sujetada en un palo se alzó delante de las jóvenes.
Éaco frunció el ceño, concentrándose y preparando su mente con el único fin de correr: correr y correr como si tuviera alas en vez de pies. Debía volar en la pista. Sólo así lograría ganar la corona de laurel. 

—¡Ya!

Éaco, en cuanto la bandera blanca descendió, se impulsó hacia adelante apoyando todo su peso en el pie derecho y empezó a correr. Todo desapareció a su alrededor. Era incapaz de escuchar el jaleo del público, incluso ignoró a sus contrincantes que, más jóvenes y flexibles que ella, corrían como si fueran potrillos.

Pero ella tenía un propósito, una meta muy importante más allá de ser coronada como la atleta más rápida de Micenas. 

Recurriendo a todo lo que había aprendido en corinto con atletas profesionales, Éaco sintió que su cuerpo se encendía, que pesaba menos, que sus miembros eran tan livianos como plumas y moduló su respiración de modo que oxigenara bien su cuerpo. 

Llevaba la mitad del recorrido cuando se puso en cabeza por pocos centímetros de la que había estado encabezando la carrera desde el inicio. Ésta la miró de soslayo y apretó los dientes, aumentando la velocidad. Éaco se percató de ello y aligeró un poco el paso, siguiendo su estela. pero quedándose en segunda posición sin alejarse demasiado. 

Faltaban menos de treinta metros cuando la chica empezó a resentirse por el ritmo insostenible que llevaba. Ese fue el momento de Éaco. Aprovechando que estaba más descansada que su rival, la joven sacó todas las reservas de energía que tenía guarda en su interior, y adelantó ostensiblemente a su rival, siendo la primera en cruzar la meta.

El público estalló en aplausos y comenzaron a gritar su nombre mientras aplaudían por su audacia y su gran carrera. Agotada por el esfuerzo y llena de sudor, Éaco se inclinó hacia delante para recuperar el aliento antes de poder alzarse orgullosa y mirar a su padre, sentado con los demás magistrados en los mejores asientos de primera fila.  

Dos niñas se acercaron a ella y Éaco se agachó para que le colocaran la corona de laurel, su trofeo como vencedora. La joven besó las mejillas de las dos chiquillas antes de ir en dirección a Tecmesa. Ella, que se había levantado, se acercó al filo de la barrera, a las primeras gradas y los allí sentados le hicieron sitio, conteniendo el aliento. Éaco, con una gran sonrisa en los labios se quitó la corona de la cabeza y se la ofreció.

Tecmesa, con los ojos llenos de lágrimas, la cogió y el público, conmovido por aquel gesto, estalló en aplausos coreando el nombre de Éaco, la hija de su amado estrategós Orestes. 

Las dos jóvenes se miraron sin decirse nada, porque no hacía falta. 

Sus miradas lo decían todo sin necesidad de palabras.

***

  Cada vez faltaba menos para su combate y Feres estaba tan nervioso que se veía incapaz incluso de beber el hidromiel que Menesteo le ofrecía. Sentado en un taburete, el joven aferró con fuerza la crátera con una representación deportiva.

El día no podía ser más horrible.

Salvo por la aplastante victoria de su hermana y su ofrenda a Tecmesa, para Feres estaba siendo el peor día de su vida. A causa de la jugarreta de su padre, había sido incapaz de concentrarse y tanto en la carrera de trescientos sesenta metros como en el lanzamiento de jabalina había hecho un papel nefasto. En la carrera quedó sexto, en el lanzamiento de jabalina octavo.

Y mi combate cada vez es más eminente.  

Feres no era ningún cobarde, tampoco es que fuera mal luchador, pero el pancracio era un estilo de lucha muy salvaje en el que valía todo menos matar al oponente, morderle o sacarle los ojos. Todo lo demás estaba más que permitido. Todavía se echaba a temblar cuando recordaba un pancracio que presenció a los ocho años donde uno de los luchadores retorció las partes pudientes de su oponente, dejándolas tan mal paradas que los físicos no pudieron curarlo apropiadamente y aquel pobre hombre no pudo volver a orinar normalmente. No hablemos ya de todo lo demás. 

El pancracio no estaba hecho para él porque era un estilo de combate que requería de la mala fe y de la malicia de los luchadores para ser capaz de hacer cualquier cosa con tal de ganar sin importarte el dejar lisiado o tullido permanentemente a tu rival. Pero, del mismo modo, era el estilo de lucha que la gente más apreciaba. Si eras capaz de hacer eso en un simple certamen deportivo, ¿qué no serías capaz de hacer en el campo de batalla por tu patria? ¿Era eso lo que buscaba su padre?

—No pasa nada Feres, todo saldrá bien —quiso tranquilizarlo Menesteo colocándole una mano sobre el hombro izquierdo. 

El micénico cerró los ojos y se concentró en aquel contacto, en el agradable calor de su mano. Su amigo había terminado todas sus pruebas, batiendo récords nuevos y consiguiendo todos los laureles, coronas que, como siempre, terminaba por ofrecerle a él. Feres siempre había visto ese gesto como algo inocente, como un símbolo de su camadería y amistad. Ahora ya no lo tenía tan claro.

A pesar de haber aceptado sus ofrendas, no había sido capaz de sonreír ni una sola vez. ¿Y si Menesteo sentía algo por él? ¿Y si Feres también? Se conocían desde hacía diez años y siempre habían sido amigos, los mejores amigos. Pero nunca había sentido por él el cariño que sentía por su hermana. El amor que sentía por Éaco era grande, pero no intenso; un amor que no dolía ni tampoco era agridulce por mucho que se pelaran o por mucho que pasaran meses sin verse por los viajes de ella.

Mas con Menesteo era distinto. Aquellos tres años de ausencia habían sido una auténtica agonía, una sensación de vacío que llevaba a Feres a buscar aquel rostro tan querido por todas partes aun a sabiendas que jamás lo hallaría. Había días en los que la soledad lo atormentaba y deseaba sentir el calor de aquella mano que ahora lo estaba reconfortando sin necesidad de nada más. 

Feres abrió los ojos de golpe y una lágrima descendió por su mejilla. ¿Por qué no podían estar siempre así? ¿Por qué las cosas habían tenido que cambiar? O puede que no, que todo siguiera igual y que, en verdad, lo único que estuviera cambiando era que él se estaba dando cuenta de sus sentimientos. 

Porque ya no era un crío.

—Gracias por estar siempre a mi lado, Menesteo —le dijo dándose la vuelta para poder mirarlo a los ojos.

—No tanto como me gustaría.

Feres se sonrojó, aunque no apartó la vista porque era incapaz de apartar la mirada de los iris de Menesteo. Había tanto amor en ellos que se sintió abrumado y, a la vez, feliz por tenerlo a su lado. Por tener su amor.

Porque eso era lo que le decían sus ojos. 

Le hablaban de amor, no de amistad, ni pasión, ni camadería, solamente amor. ¿Cómo no había sido capaz de verlo antes?

—Menesteo, yo…

—Ya es la hora, Feres, hijo de Orestes, de Micenas —dijo uno de los organizadores entrando en la tienda, rompiendo aquel momento íntimo entre los dos.

Suspirando, Feres asintió, dejó el hidromiel sin tocar y se levantó. 

—Te acompaño — se ofreció.

—No hace falta. Ve a la grada.

Menesteo dudó unos instantes antes de asentir no demasiado conforme, pero dispuesto a cumplir con su deseo. 

Juntos, salieron de la tienda y, una vez fuera, cada cual tomó un camino. Feres se dirigió a una de las vasijas llenas de arena y aceite y se untó el cuerpo de nuevo antes de suspirar y dirigirse a la arena del estadio. 

A pesar de que pronto se pondría el sol, nadie se había movido de sus asientos ya que el pancracio era la última de las competiciones así como la más esperada y deseada por el público. Sin entrar todavía hasta que no anunciaran su nombre, Feres se giró hacia su oponente cundo sintió una presencia a su lado. Se llamaba Hiparco y era tres años mayor que él. Hacía poco que había regresado a la ciudad después de haber estado trabajando como mercenario en oriente. El chico lo miró por encima del hombro, con un brillo de desdén y envidia en la mirada por el simple hecho de ser hijo de quien era.
—Y, al fin, la competición que todos estabais esperando: la lucha del pancracio —vociferó el anunciador haciendo una muestra de sus capacidades para proyectar la voz —. El primer combate será entre Hiparco, hijo de Pisístrato, de Micenas contra el hijo de nuestro querido estrategós, Feres, hijo de Orestes, de Micenas.   

La concurrencia estalló en aplausos y vítores mientras los dos avanzaban en dirección al centro de la arena con las manos desnudas, los pies descalzos, un simple rectángulo de tela en sus caderas y brazos y piernas embadurnados en aceite y arena.

Los dos se colocaron uno frente al otro, mirándose a los ojos casi sin pestañear y sin hacer ningún movimiento hasta que el juez, a unos metros de ellos, no diera la orden de comenzar.

El corazón de Feres latía con fuerza en el interior de su pecho y apartó la vista de su rival para buscar el rostro de Menesteo. Lo halló sentado al lado de Meleagro, unas gradas por encima de donde Orestes y los magistrados estaban sentados. 

—Te voy a destrozar, Feres, hijo de Orestes —le dijo Hiparco sin esconder el deje venenoso de su voz. Feres volvió la mirada hacia él sin decir nada. Sus ojos ya hablaban por sí solos.
—¿Preparados? —preguntó el juez de forma mecánica mientras alzaba la bandera blanca hacia arriba. Ante ese gesto, el público enmudeció —. ¡Comenzad!

Sin perder ni un segundo, Hiparco se precipitó hacia él con los brazos por delante en dirección a su cuello. Feres, frunciendo el ceño, se apartó de su caminó, colocándose en su flanco derecho a la vez que se preparaba para asestarle un puñetazo. 

Derrapando por la arena, Hiparco logró esquivar su ataque y lo cogió del brazo. Feres apretó los dientes cuando su rival lo lanzó a varios metros y el chico decidió dejarse caer y dar una voltereta en el suelo antes de incorporarse. De nuevo en pie, Feres abrió mucho los ojos y se hizo a un lado para esquivar un nuevo ataque de su oponente por los pelos. El público, ante aquel inicio, gritó presos de la emoción.

Cruzando los brazos frente al pecho, el joven paró la patada de Hiparco que lo hizo retroceder antes de agacharse y rodar por el suelo para ponerse a su espalda. Una vez allí, se preparó para golpear la parte trasera de su rodilla, pero Hiparco fue más rápido. Su pie derecho impactó en el mentón de Feres que se mordió el labio inferior y cayó de espaldas.

El sabor de su propia sangre le llenó la boca en el mismo instante en el que rodaba por el suelo para apartarse de su oponente.

—¡Eres un cobarde que sólo sabe huir! —le espetó Hiparco con los ojos inyectados en sangre —. Te voy a romper todos los huesos del cuerpo para que todo el mundo sepa que no eres nada por mucho que Orestes sea tu padre.

Sin perder la calma ante sus palabras, Feres tomó aire antes de volver a esquivar un nuevo ataque de aquel toro humano dirigido a la boca de su estómago. No podía dejar que lo golpeara de nuevo porque, a diferencia de Menesteo, la mejor cualidad de Feres era su rapidez más que su fuerza física. Pero Hiparco era puro músculo, velocidad y pura fuerza bruta así que lo único que le daría la victoria sería su astucia y la poca ventaja que le daba ser un poco más rápido que él. 

Sin perder la oportunidad, Feres logró golpear a Hiparco en las costillas con un buen codazo. El susodicho se volvió hacia él con la ira pintada en el rostro y se tomó unos segundos para respirar antes de ir a por Feres con la intención de hacerle más daño de lo que él le había hecho con aquel golpe. 

Lanzándose al suelo y derrapando por él, Hiparco lo cogió por el tobillo derecho y lo tiró al suelo. El público contuvo el aliento cuando Feres se golpeó la cabeza de mala manera. Sin haber logrado sobreponerse al dolor de testa y espalda, un nuevo dolor recorrió todo su cuerpo cuando los dos puños de Hiparco impactaron en su estómago, cortándole de raíz la respiración y haciéndolo gritar a la vez, perdiendo con ese grito el poco oxígeno que le quedaba.

Le pareció escuchar jadeos y gritos desde las gradas cuando las manazas de Hiparco lo cogieron de ambos lados de su cabeza. Sabiendo lo que pretendía, Feres reunió las pocas fuerzas que le quedaban para pegarle un buen rodillazo en el pecho y apartarlo de encima de él con ayuda de su pie, lanzándolo con todo lo que tenía a unos metros de él. 

Mareado y sudando a chorros, con terribles dolores palpitando por todo su cuerpo, Feres intentó escabullirse para ponerse en pie. Pero, de nuevo, Hiparco lo cogió por los tobillos y lo derribó de boca y con más saña que la vez anterior. Un sonido de huesos rotos y un dolor insoportable le informaron a Feres que se acababa de romper la nariz. La arena no tardó en llenarle la boca al igual que la sangre. Respirar estaba comenzando a ser una tarea imposible.

Hiparco le dio la vuelta de una patada en el costado y se arrodilló encima de él con el puño en alto, dispuesto a golpearlo hasta destrozarle la cara y dejarlo completamente fuera de combate.
Y nadie lo detendría.

Una súbita rabia, un calor que amenazaba con desintegrarlo, recorrió cada uno de sus vasos sanguíneos y una ola de energía estalló fuera de su cuerpo. Ésta impregnó la tierra que había debajo de él y un cúmulo de arena se alzó como si tuviera vida, golpeando los hombros de Hiparco y arrojándolo casi hasta la zona de las gradas de la arena. 

Con energías renovadas, con una fuerza inconmensurable y sin que el dolor de su cuerpo y nariz rota le importaran, Feres se alzó como si alguien o algo lo estuviera empujando desde atrás sin necesidad de que sus miembros tuvieran que hacerlo. 

Hiparco acababa de despertar al Nigromante que Feres llevaba dentro, ese poder mágico que el chico había temido desde que se manifestó por vez primera y que le había ocultado a todos por miedo. 

Pero ya no temía ese éxtasis que le recorría, esa adrenalina que vibraba por cada recoveco de su cuerpo. ¿Por qué debería sentir terror si esa energía era parte intrínseca de él mismo? Feres jamás había sido un cobarde y ahora tampoco.    
       
La valentía es saber qué es lo que no debemos temer.

Y la magia elemental estaba de su lado. 



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