domingo, 19 de mayo de 2019

La belleza de las estrellas: Capítulo cinco (final)



Capítulo 5: La felicidad consiste en poder unir el principio con el fin*

*  Frase del filósofo y matemático griego Pitágoras (c.569 a.C-c. 475 a.C)

El cielo está en llamas, eso fue lo primero en lo que pensó Meleagro cuando se levantó de la cama y un color anaranjado demasiado fuerte daba paso al amanecer. Tenía un fuerte dolor de cabeza a causa de lo poco que había dormido desde que la tormenta estallara en la casa de Orestes.

La discusión de éste con su hija había repercutido en su relación, ya de por sí difícil, hasta el punto en el que apenas se veían y, de hacerlo, intercambiaban pocas palabras.

Su amistad siempre había sido difícil, mucho más cuando Meleagro se dio cuenta de que había algo mucho más fuerte en su corazón, un sentimiento que iba más allá al hecho de considerar a Orestes un hermano. Durante los primeros tiempos, mientras habían sido aliados en la guerra, un sentimiento de hermandad, de hetairos, los había hecho inseparables. Mas, a medida que pasaban los años, aquello que él creyó amistad y fraternidad se fue tornando algo más fuerte, más profundo. Más doloroso. 

Una necesidad imperiosa de verlo, de tocarlo, de saber que estaba bien lo atormentaba noche y día, haciendo que fuera incapaz hasta de respirar. Nunca antes se había sentido así —ni siquiera con su esposa o con alguna de sus amantes—, por ello tardó mucho en descubrir que aquello que sentía por Orestes era amor, uno intenso, desinteresado, lleno de respeto, complicidad y confianza.  

No le costó aceptarlo, para él amarlo era algo natural. ¿Por qué no? ¿Qué importaba que fueran dos hombres? ¿A caso los dioses no se amaban entre ellos sin importar su sexo o procedencia? 

Pero Orestes no lo veía igual y, por mucho que Meleagro sabía que sentía lo mismo por él, su amigo se resistía a aceptarlo. En un primer momento, el tebano creyó que se debía a que quería tanto a su esposa que eso le impedía traicionarla. Pero, cuando ella murió desgraciadamente dos años después del nacimiento de Feres, Meleagro creyó que había llegado su oportunidad. 

Nada más lejos de la realidad
—¡No quiero que vuelvas a hablarme de esto ni que te me acerques de este modo, Meleagro! ¿Qué es lo que pretendes? ¡Tienes una familia a la que cuidar y mantener! —le gritó cuando éste fue a verlo para darle el pésame e intentar… ¿qué? ¿Estar a su lado? ¿Dejarlo todo por él? Sí, ¿por qué no? No pensaba descuidar a sus hijos ni a su esposa. Cuidaría de ellos, en la distancia, claro, pero no pensaba desvincularse de ellos. 

Le buscaría un buen hombre a Penélope, iría a ver a sus vástagos hasta que, cuando Menesteo tuviera la edad, llevárselo a Micenas para entrenarlo como buen hoplita. Cuando se lo dijo, Orestes se echó a reír con desdén.

— ¿Sabes? Siempre he soñado con conseguir ser el mayor magistrado de toda Micenas. Ser un buen soldado, conocer bien el mundo militar y, algún día, ser el estrategós que mi polis merece. —Sus ojos ambarinos se posaron en él llenos de ambición y, a la vez, de asco —. ¿Me elegirían en las urnas si estuvieras conmigo? La respuesta es obvia: no. 

» No te necesito a mi lado, Meleagro, y mucho menos a causa de inclinaciones tan inmorales como las que sientes. Creía que eras un auténtico hoplita, parece ser que me equivocaba. 

Después de aquello, Meleagro no volvió a Micenas hasta que recibió una misiva de Orestes donde, además de decirle que había conseguido ser elegido estrategós, le pedía que fuera a Micenas para que su hijo Feres pudiera conocer a Menesteo ya que «es mi deseo que nuestros hijos sean tan buenos amigos como nosotros». 

No pudo negarse, es más, agradeció a los dioses esa nueva oportunidad de poder volver a ver a Orestes; estar de nuevo en contacto y tener, aunque no la deseada, una relación. ¿Qué importaba que fuera sólo fraternal? Él le amaba y, aunque dolía, le era suficiente con poder volver a hablar con él como antes. 

Pero Éaco lo había descubierto.

Aquella chiquilla siempre había sido muy lista y despierta, nada nunca se le había escapado y ató cabos. Aunque lo intentaba, Meleagro era incapaz —en muchas ocasiones— de esconder lo que sentía y ella, avispada como era, descubrió la verdad. 

—Siento haberte metido en mis problemas, Meleagro —se disculpó la noche antes de su partida a Corinto, apenada.

—No te preocupes, niña. Todos hemos estado muy nerviosos estos días.

—No debería haber dicho lo que dije. Tus problemas con mi padre… —Éaco calló —. Siento que ahora las cosas sean así entre vosotros.

—Siempre han sido difíciles, no creas que lo has empeorado. Simplemente le has recordado una verdad que lleva años queriendo olvidar.

Ella asintió y lo abrazó con cariño antes de besarle la mejilla.

—Te quiero mucho. Ojalá puedas hallar la felicidad y la paz que mereces. 

El soldado se pasó una mano por la cara antes de ir hacia la palangana vacía y llenarla con un poco de agua para lavarse y espabilarse.

Fue entonces cuando escuchó las campanas, los gritos y olió el humo. Alarmado, se asomó a la ventana entreabierta y abrió del todo los postigos. Aquello que él había creído que era el color del amanecer en realidad era un incendio.

Micenas ardía. 

***

—¡Por los dioses!

Menesteo, en la arena de combate, dejó de hacer sus ejercicios de calentamiento para volverse hacia el hombre que había gritado con espanto. El susodicho, con el terror dibujado en sus facciones curtidas, señalaba en dirección a la acrópolis. El tebano se volvió hacia allí y lo que vio lo dejó igual de consternado que a todos los demás; de nuevo su máscara de impasibilidad hecha añicos.

La ciudad alta ardía y el fuego, como si tuviera vida propia, se extendía a una velocidad inhumana. Pronto alcanzaría la parte baja y la zona más pobre de la polis.

Oh, no.

Echando a correr como si todas las bestias del Inframundo fueran a por él, Menesteo se dirigió al palacio.

Hacia Feres. 

***
  
Hacía mucho que no iba al Templo Mayor de Micenas, templo dedicado a todos los dioses de Tarpeya ya fueran más fuertes e importantes o simples deidades menores. 

Orestes se arrodilló frente a la escultura de bronce de cinco metros de la representación antropomórfica de la tierra donde vivían: Tarpeya. Ésta, vestida con un peplo etéreo de la mejor tela existente —y que se le cambiaba cada año durante las festividades en su honor—, miraba el vacío con unas cuentas de cristal como globos oculares, erguida, con el pie derecho por delante del izquierdo, como si pudiera echar a caminar en cualquier instante, báculo de la justicia en mano. 

Su vida nunca había sido fácil, bien lo sabían los dioses. Hijo de unos humildes campesinos sin tierras, a pesar de ser ciudadanos, trabajaban parte del latifundio de un aristócrata. Orestes, incapaz de soportar ese estilo de vida, decidió dedicarse a la vida militar de forma permanente y no ser un simple soldado-campesino como muchos de los demás ciudadanos que solamente se enrolaban en el ejército en tiempos de necesidad.  

Desde niño, Orestes había deseado tener lo que, por ley —en teoría—, debía tener todo ciudadano: tierras. Tampoco pedía demasiado, se conformaba con un lote pequeño donde poder tener un Oikos que le diera para vivir y una casa en la que pudiera formar una familia.

Pero era imposible y, por ello, la única vía viable que logró hallar fue el ejército. Se le daba bien, además. Orestes era inteligente y pronto los capitanes y generales al mando se dieron cuenta de ello. Tenía seso para la estrategia y era capaz de ver y detectar las debilidades y fallas del enemigo en poco tiempo, ahorrando así perder tiempo y vidas.

Entonces Micenas y Tebas hicieron aquella confederación, la Liga micénico-tebana, para luchar contra la — por entonces— muy poderosa Argos, polis que deseaba expandirse demasiado y que afectaba a sus intereses.  Y, en esa guerra, fue cuando conoció a Meleagro y todo cambio, transformándose su vida en una vorágine caótica; siempre a punto de ser engullido por el agujero negro de una estrella muerta.

Porque lo que sentía por él era una aberración, algo que iba en contra de la naturaleza. ¿Cómo podían dos personas del mismo sexo atraerse? Los dioses, en su divina sabiduría, habían creado al macho y la hembra con el propósito de la procreación y para que éstos estuvieran juntos. La ley de la atracción de los contrarios. Entonces, ¿por qué se le aceleraba el corazón cuando estaban juntos? ¿Por qué, el último día antes de regresar de la guerra, bajo las estrellas, había sentido el impulso de besarlo? ¿Por qué, desde entonces, Meleagro ocupaba todos sus pensamientos? 

Toda su agonía y su sufrimiento.

La más amarga de las melancolías.

—Dioses de Tarpeya, os suplico misericordia. ¿No he sufrido ya lo suficiente? La muerte de mi esposa, la desviación de Éaco, la desobediencia de Feres… Estos sentimientos que tengo no son normales. Yo…

Orestes cerró las dos manos en puños y apretó con fuerza, clavándose las uñas para controlar sus emociones. 

Creía que lo tenía controlado, que la relación con Meleagro podría volver a ser como la que habían compartido durante la guerra. Pero se había equivocado. Aquellos tres años sin verse, años que creyó que sería un bálsamo, en el rencuentro los había convertido en una terrible maldición. 

Cuando se abrazaron, cuando sintió su cuerpo junto al suyo, sus brazos rodeándole… Estúpidamente pensó «al fin estoy en casa»; que había vuelto a él algo que había perdido.

Lo ignoró, ¿qué otra cosa podía hacer? Pero entonces Éaco tuvo que abrir la vieja herida y Orestes fue incapaz de mirar a su adelfos de nuevo a los ojos. Porque él lo había escuchado todo y su mirada llena de congoja, sin rastro de odio, le hacía más daño que un buen tajo de espada en el estómago.

Una vibración extraña en el aire le hizo levantarse y darle la espalda a la estatua. Frente a él había seis hombres armados, con los rostros cubiertos bajo unos yelmos con rejillas, apuntándolo con sus xifos de bronce, ocultando con sus corpachones ataviados con clámides oscuras, la entrada del templo. 

Así que los informes de sus espías tenían razón: había una conspiración contra él.

—Vaya, vaya, así que mis enemigos en las sombras han enviado a un grupo de matarifes de poca monta para asesinarme y quitarme del poder —dijo sin amilanarse por estar en clara desventaja y desarmado. Entrar a un templo de aquella guisa era una completa ofensa. Una profanación —. Rendíos ahora y marchaos, porque ni yo ni los dioses os vamos a perdonar.

—El único que va a irse de este mundo eres tú, Orestes —amenazó uno de ellos.

El estrategós, sin perder los nervios ni la calma, contempló su alrededor para hallar algo que pudiera servirle como arma con la que defenderse hasta que pudiera o bien desarmar a uno de ellos o salir del templo y conseguir ayuda. Sus ojos ambarinos dieron con uno de los braseros encendidos del templo y se dirigió hacia él.
Ante ese movimiento, los seis asesinos a sueldo fueron tras él, adelantándose uno para asestarle un tajo por la espada. Orestes, logrando conseguir su objetivo, le arrojó brasas ardientes a su oponente a la vez que apartaba la hoja del xifos con el atizador de hierro.

El hombre gritó de dolor y Orestes aguantó las propias quemaduras de su mano para propinarle un codazo entre los omoplatos. El hombre cayó sobre el brasero y su clámide empezó a arder. 

Soltando el atizador, el estrategós se apoderó del bronce enemigo y paró un nuevo ataque de los matarifes. 

Sin dejar de moverse por el templo, aprovechando su propia construcción y los elementos de éste, Orestes consiguió mantener a sus cinco oponentes a raya.

Debo salir de aquí.

Pero no era tan sencillo. Aquellos hombres no eran unos aficionados, eran unos auténticos asesinos duchos en el arte de la espada, y cubrían muy bien todas sus posibles vías de escape. Si quería ganar, tendría que recurrir a toda su astucia, y puede que el humo, que no paraba de intensificarse, lo ayudara.

Un momento. ¿Por qué hace cada vez más calor?

Orestes alzó el rostro cuando los cinco matarifes dejaron de atacarlo de repente. Todos a una, sacaron algo de debajo de sus capas: eran unos cilindros de vidrio con algo dentro. ¿Luz? No, no era eso.   
Por los dioses.

¡Aquello era fuego necromántico! 

—¡No lo hagáis! —gritó desesperado con la mano derecha extendida en un vano intento por parar lo inevitable.

Los cinco cilindros fueron lanzados hasta el cuerpo del desgraciado que había muerto quemado y, en cuanto impactaron contra el cuerpo en llamas — unas que llevaban todo ese tiempo creciendo y propagándose, lamiendo el mármol y la piedra— hubo una terrible explosión que arrojó centenares de llamas mágicas por toda la acrópolis, incendiando de ese modo la ciudad alta. Incendio que pronto empezó a devorar toda la ciudad.

***

—¡Feres!

—¡Meleagro!

Los dos hombres se cogieron de los brazos y se miraron a los ojos con la misma desesperación.

—¿Dónde está tu padre?

—¿Dónde está Menesteo?

Aquellas dos preguntas desesperadas, formuladas al mismo tiempo, hicieron que los dos se percataran de varias cosas que deberían dejar para más tarde.

—No sé nada de mi padre desde que desperté —dijo Feres —, pero los criados me han dicho que no está en el palacio. ¿Menesteo está aquí?

—Creo que no. Siempre suele irse antes del amanecer para entrenar en la arena, es una costumbre que tiene desde hace unos años. 

—Hay que evacuar a todo el mundo. El fuego se propaga de forma antinatural.

—Fuego necromántico —musitó el soldado tebano. Feres, que había sentido hablar de él, apretó los dientes. Si era fuego mágico, la cosa empeoraba. Porque ese fuego solamente se detenía de dos formas: una vez lo devastara todo o con magia. 

No quedaba de otra.

—Feres, no me digas que… —musitó Meleagro abriendo mucho los ojos.

—Es nuestra única opción. Por favor, ocúpate de sacar a toda la gente de aquí y llevarla al ágora. Si ves a Menesteo no le digas dónde estoy.

—¡Feres, no lo hagas! No eres un Magus Regis —le pidió.

—Lo sé, pero soy micénico y el hijo del estrategós. Esto es lo que se espera de mí.

Sin dejar que Meleagro pudiera detenerlo, Feres se apartó y echó a correr, sabiendo que el hombre haría su parte y que cumpliría con lo que le había pedido. 

Debía llegar cuanto antes a la periferia y detener ese fuego a como diera lugar. Porque, si no lo hacía, toda Micenas quedaría reducida a cenizas y escombros.

***

—¡Padre!

El interpelado se volvió hacia su hijo que, corriendo por la vía que portaba al palacio, estaba sano y salvo. Un profundo alivio lo recorrió de arriba abajo. 

—Hijo, gracias a los dioses que estás bien.

—¿Qué está ocurriendo?

—No lo sé, pero nada bueno. Parece ser que alguien ha incendiado la ciudad alta con fuego necromántico. Debemos evacuar a la gente del palacio e ir al ágora para ayudar en todo lo que podamos. 

—¿Dónde está Feres?

Meleagro vacilo.

—No te preocupes por él y ven conmigo —le ordenó recobrando la compostura, una que volvió a perder cuando su hijo lo cogió por la pechera del quitón con una furia ciega brillando en sus pupilas y en sus facciones. Nunca antes lo había visto de aquel modo y, por lo tanto, fue incapaz de reaccionar.

—Dime donde está. ¡Ahora! —exigió apretando con más fuerza.

Y no lo soltaría. En aquel estado, Meleagro estaba convencido de que Menesteo sería capaz de matarlo o de dejarlo para el arrastre si no le decía lo que quería saber.

—Se ha ido para intentar sofocar las llamas con su magia. No he podido detenerlo, hijo. Lo siento. 

Chasqueando la lengua, Menesteo lo soltó y se marchó por el mismo camino que Feres minutos antes. 

La impotencia lo recorrió por entero. ¿Es que él iba a quedarse allí, limitándose a esperar en el ágora una vez hubiera terminado la evacuación? ¿Dónde estaba Orestes? ¿Por qué no se había manifestado como estrategós de la ciudad?

—¿Qué te pasa, mujer? No llores, todo saldrá bien —escuchó que decía una de las criadas a otra.

—Pero es que… el señor Orestes se marchó al Templo Mayor esta mañana y no ha regresado. 

—¿¡Cómo has dicho!? —vociferó Meleagro acercándose a las criadas —. ¿Orestes está en la acrópolis?

La crida lloró con más fuerzas.

—No lo sé, señor. Espero que no, por los santos dioses. 

Meleagro dirigió su mirada hacia el caos de fuego de la acrópolis sabiendo qué debía hacer.

—Hipócrates —llamó al físico que estaba entre la concurrencia intentando calmar a un hombre con un ataque de pánico —. Ocúpate de que todos lleguen sanos y salvos al ágora.

—¿A dónde vas tú?

—A salvar lo que más me importa.

***

Respirar era casi imposible y ya no sólo por la carrera a contrarreloj, sino porque el humo de aquel maldito fuego no dejaba de expandirse por todos lados, apoderándose del oxígeno y haciéndose cada vez más denso. 

Porque ese humo, al igual que el fuego, no era normal y no hacía falta que sus sentidos de magus se lo dijeran.

Esquivando a la gente que corría en desbandada, despavorida, huyendo con lo puesto aquellos que podían, Feres logró llegar al punto donde quería: la zona más meridional de la ciudad, la más pobre y marginal de Micenas.

 Manchado de hollín y de sudor, Feres tragó saliva mientras contemplaba el fuego. ¿Y ahora qué?  ¿Qué debía hacer? ¿Cómo se suponía que iba a detener aquel infierno? Tenía el don de controlar los elementos, sí, pero no era ningún Magus Regis. Por los dioses, no era ni un simple estudiante con nociones básicas. 

Meleagro tenía razón. Demasiado rápido había hablado, dejándose llevar por lo que sentía en su corazón sin pensar en las consecuencias. 

Pero algo debía hacer, ¿no? Era un micénico, había nacido y crecido allí, ¡no podía quedarse de brazos cruzados sabiendo que podría hacer algo!

En el pancracio funcionó, ¿por qué ahora no?  

Cogiendo aire por la boca y soltándolo por la nariz, Feres dejó que el viento, la esencia de Eolo, fluyera por sus venas y echó los brazos hacia atrás antes de moverlos hacia delante. Un gran torrente de viento se dirigió en estampida contra las llamas. El fuego necromántico se movió, apagándose sus llamas en algunos extremos, para, finalmente, avivarse y hacerse más grande y letal. 

—¡Mierda!

Una casa de piedra y madera estalló cerca de su posición y la onda expansiva producida por el calor lo catapultó unos metros hacia atrás. Feres se golpeó la espalda y tosió en busca de aire, pero solamente encontró dióxido de carbono. 

Haciendo un gran esfuerzo, el muchacho se levantó. Había sido un ingenuo al creer que una buena dosis de aire sería capaz de apagar esas llamas. Ese no era el fuego de una vela que un soplido fuera capaz de apagar. Aquel era uno mucho más grande. ¿Cómo podría detenerlo? ¿Con agua? Sí, claro, pero no sabía cómo crearla de la nada así como así.    

Y si…

Una idea brotó en su mente. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?

Una nueva explosión a unos metros de él hizo saltar por los aires otra vivienda, esta vez de madera. Ésta, envuelta en llamas, se precipitó hacia él que, adolorido y exhausto, era incapaz de moverse. Como acto reflejo, Feres se tapó el rostro con los brazos, algo estúpido porque los maderos encendidos lo golpearían igualmente.

—¡Feres!

El chico alzó el rostro justo para ver a Menesteo correr hacia él y un muro de tierra alzándose para golpear los trozos de madera llameantes, alejándolos de él. Impresionado por lo que acababa de ocurrir, Feres no fue capaz de reaccionar cuando su amigo lo cogió por los hombros.

—¿Estás bien? ¿¡Cómo se te ocurre venir sólo para intentar detener el fuego!? ¿Querías hacerte el héroe? ¡Idiota!

—Eso que acaba de pasar… ¿lo has hecho tú? —le preguntó.

—¿Qué? ¡No me cambies de tema!

—¡No lo cambies tú! ¡Me acabas de salvar la vida con magia! ¿Eres un Nigromante igual que yo? ¿Cuándo ibas a decírmelo?   

Menesteo le aguantó la mirada, pero no le respondió.

—Vale, perfecto, ya te cantaré las cuarenta cuando todo esto acabe. Ahora debemos apagar el fuego y lo haremos juntos. 

—No somos Magus Regis, Feres.

—Otro con lo mismo. Si es que de tal palo…—rezongó observando el avance de las llamas —. Sí, ya sé que somos unos pipiolos sin experiencia, pero debemos acabar con esto. Y sé cómo hacerlo.

—Muy bien, te escuchó. Aunque ya te aviso que lo único que puedo dominar es la tierra y un poco el viento.

—Suficiente. Al menos sabes hacer algo más que yo. Sacaremos el oxígeno que rodea el fuego y que este consume…

—…y de este modo se apagará —terminó Menesteo —. Es lo más lógico que has dicho en mucho tiempo.

—Siempre digo cosas lógicas, mi querido tebano —le sonrió —. ¿Listo?

Menesteo asintió y los dos alzaron las manos, concentrándose en el viento que los rodeaba en un radio de diez metros a la redonda. Feres sintió que sus partículas, sus células y átomos se fusionaban con el viento y se vio en su mente cogiendo cada una de las partículas de oxígeno del aire que el fuego quemaba para conseguir el combustible que necesitaba para vivir. 

Para existir.

De este modo, poco a poco, y avanzando sin detenerse, Feres y Menesteo fueron testigos de cómo aquel fuego imparable iba muriéndose poco a poco, metro a metro, sintiendo en sus carnes sus gritos de agonía. 

Unos que no pensaban escuchar.   

***

El Tártaro debe de ser algo así, pensó Meleagro una vez en la acrópolis. 

Las llamas allí, menos amenazadoras que las que destruían la parte meridional de Micenas, todavía ardían y carbonizaban aunque a menor medida porque quedaba poco que desintegrar.

Todos los templos habían sido destruidos y las calles estaban llenas de muerte. Cadáveres a medio quemar, carbonizados… A Meleagro no le cabía duda de que muchos habrían muerto asfixiados antes de que el fuego los reducirá a huesos con restos de carne adheridos a estos.

Temiéndose lo peor, con el corazón casi a punto de detenérsele en el pecho, Meleagro recorrió aquella necrópolis horrenda y nauseabundo donde antes se había alzado un lugar hermoso y esplendoroso lleno de vida. Como todas las demás edificaciones, el Templo Mayor estaba también en ruinas. Las columnas que habían sujetado toda su estructura, el techo de dos aguas, el frontón, las métopas… Todo había quedado hecho escombros, unos ennegrecidos que presentaban un paisaje de desesperación. 

Recurriendo a todo su entrenamiento de soldado hoplita, Meleagro se introdujo en lo que quedaba del templo, vigilando dónde pisaba sin querer escuchar la urgencia de su corazón. Sin querer, en verdad, encontrarse con lo que más temía.  

En la celda principal del templo, donde había estado erguida la escultura de bronce de una antropomórfica Tarpeya, encontró un cuerpo reducido a huesos, un brasero de bronce intacto, restos de vidrio y la escultura monumental deformada y doblada por la mitad en el suelo. Aquella había sido la zona cero, el origen del fuego. 

El tebano apretó los puños.

Orestes estaba muerto.

Los temores que le contara el día de su llegada, el presentimiento y los informes de sus espías de que había una conjura contra él, habían resultado ser ciertos. Y él no había estado a su lado para protegerlo y ayudarlo. Para poder morir a su lado luchando. 

El sonido débil de una tos lo puso en alerta y se volvió hacia la estatua de Tarpeya. Un rayo de esperanza se iluminó en su pecho cuando cayó en la cuenta de algo. Los braseros y la estatua de bronce no habían sido pasto de las llamas mágicas.

¡Porque el bronce es un aislante de la magia!

Entonces…

Sin perder un segundo, Meleagro fue hacia la estatua y, bajo ella, en el lugar donde estaba doblada, un Orestes magullado, con quemaduras no demasiado graves y bastante humo en sus pulmones, lo miró.

—¿Has venido a salvarme? —le preguntó con los ojos lloroso y un deje de emoción y sorpresa en su voz ronca. 

—Por supuesto. Juramos protegernos el uno al otro. Y yo siempre cumplo mi palabra.

Con una sonrisa cansada, pero también de complicidad y cariño, Orestes cerró los ojos y dejó que Meleagro lo cogiera en brazos. 

Era hora de volver a casa.
Juntos. 


***

Los daños causados en Micenas fueron graves, pero eso no acabaría con el espíritu de supervivencia y superación de los micénicos. 

El estrategós, convaleciente, pero milagrosamente más restablecido de lo esperado, reunió en el palacio a los magistrados y se hizo un plan de rehabilitación de la ciudad acudiendo al tesoro personal del estrategós además de al público. 

Cierto era que las cosas tardarían años a volver a ser lo que fueron, pero poco a poco lo conseguirían. 
Unos golpes en la puerta de su despacho le hicieron alzar la vista de las tablillas de cera donde estaban anotados las cantidades de dinero necesarias para habilitar las viviendas arrasadas y para la reconstrucción de la acrópolis. Orestes sabía que una campaña militar sería necesaria para conseguir el oro y la plata que necesitarían para alzar de nuevo Micenas. 

—Adelante.

La puerta se abrió y Feres apareció frente a él, el rostro serio, el pelo bien recogido en una cola baja y una clámide azul celeste sobre su quitón. A Orestes no le pasó por alto que aquella vestimenta tenía un único significado.

—¿Tú también me abandonas para irte como Éaco?

—No vas mal desencaminado —reconoció caminando hasta ponerse frente a su escritorio —. Voy a irme a Corinto a pasar unos días con mi hermana.

—¿Y luego qué? ¿Qué espera hacer un chiquillo de dieciséis años? 

Feres se sacó un documento de debajo de la clámide y se lo entregó a su padre. Orestes lo cogió y le echó un vistazo. Era un papiro con el sello de la academia Dioscuroi donde se leía que habían aceptado su solicitud para entrar como magus Nigromante Básico. 

—¿Vas a irte a Isla Tiberina? ¿Quieres ser un Magus Regis?

—No es que sea algo que me entusiasme, la verdad. Pero es lo único que se me ha ocurrido para poder seguir adelante y no estancarme. Para alejarme de ti y de tu influencia. 

» Padre, jamás podré ser lo que esperas de mí. Odio la estrategia y odio la guerra, pero quiero ayudar a los demás y quiero adquirir todo el conocimiento posible mientras viva. Y eso es algo que la academia puede darme y que, cuando sofoqué el incendio, comprendí. 

» La magia mata, sí, pero también es fuente de vida.  

» Soy un Nigromante y esa capacidad de dominar los elementos, bien ejecutada, podrá salvar vidas. Y eso es lo que deseo: salvar y no matar. Y, si me quedo, tendré que ir a la guerra que planeas para conseguir el oro que necesita Micenas. 

Cuando Feres calló, Orestes no pudo evitar echarse a reír.

—Muy listo. Siempre lo has sido. Tu hermana se ocupó de ello sin que yo me diera cuenta. —Le entregó el papiro —. Ahora estás fuera de mi influencia, pero estás bajo la de los magus. 

—Puede, pero mientras esté con Menesteo, no me importa.

Su padre parpadeó y Feres sonrió.

—Parece que Éaco no es la única «desviada» de la familia. Tal vez todos los seres humanos seamos desviados. Si es así, no creo que sea algo malo.

Dándose la vuelta, Ferese fue hacia la puerta, abrió la hoja y antes de marcharse dijo:

—No eres un desviado, padre. No niegues lo que en verdad eres.

De nuevo solo, Orestes se echó hacia atrás en su asiento de respaldo alto. Contempló el techo unos segundos antes de echarse a reír de nuevo. Sus hijos lo habían derrotado por completo.

—Malditos mocosos. ¿Cómo se atreven a darme lecciones? 

Levantándose de la silla, el hombre se dirigió hacia la entrada del palacio donde Feres y Menesteo se despedían de Meleagro con sus petates bien atados a los caballos. Entre bambalinas, el estrategós observó a los chicos subirse a sus monturas y marcharse hacia Corinto antes de ir hacia Isla Tiberina y abrazar su nuevo destino. 

Tal vez haya llegado la hora de que yo haga lo mismo. 

Con una sonrisa, Orestes se acercó a Meleagro y colocó una mano en su hombro. El tebano lo miró sorprendido antes de corresponder a su sonrisa y abrazarlo por la cintura.
Había mucho trabajo por hacer, pero sabía que, de ahora en adelante, lo harían juntos.

***

—¡Mira, una estrella fugaz!

El grito de Feres hizo que alzara la cabeza de los trozos de carne ensartados y puestos al fuego, justo a tiempo de ver la estela de la estrella.

—¿Has pedido un deseo? —le peguntó.

Feres abrió la boca.

—¡Otras! No lo había pensado.

Menesteo se echó a reír, pero paró cuando vio que Feres lo miraba consternado.

—¿Por qué me miras así?

—Porque no me acostumbro a que seas tan expresivo. ¿Dónde ha quedado esa maravillosa sofrosine de la que siempre has hecho gala?

—Tú has acabado con ella. La mataste el día que me dijiste que me querías.

—Hmm. Me parece bien. ¿Los ves? Soy una maravilla. 

Menesteo lo abrazó por detrás y apoyó la cabeza en su hombro.

—Desde luego que lo eres.

Los dos se quedaron así un rato hasta que una nueva estrella cayó del cielo.

—Ahora sí que he pedido un deseo.

—¿Cuál?

Feres se volvió hacia él sin romper su abrazo y clavó los ojos en los suyos.

—Poder estar siempre así, juntos, bajo las estrellas. 

—Eso es algo que ni los dioses podrían impedir. 

El tebano acercó su rostro y los dos se fundieron en un beso tierno.

No sabían qué les depararía el futuro ni qué encontrarían una vez llegaran a Isla Tiberina. Pero habían decidido estar juntos para siempre y aquel era el único modo en el que podrían vivir sus vidas siendo lo que eran sin renunciar a aquello que siempre habían soñado, aquello para lo que habían nacido. 
Porque la felicidad consiste en poder unir el principio con el fin.

Y ellos, de ahora en adelante, siempre serían el principio y el final.

El infinito bajo un manto de estrellas. 


Muchas gracias a todos aquellos que habéis acompañado a Feres y Menesteo en su aventura. Esto, empero, no es un adiós sino un hasta luego ya que otra historia mucho más grande acontecida en Tarpeya espera ser contada. Así que, espero que pronto podáis acompañar a mis personajes de nuevo en una nueva aventura más grande, llena de magia y de personajes no normativos que luchan por ser quienes son. 

Ester.





domingo, 12 de mayo de 2019

La belleza de las estrellas: Capítulo cuatro


Capítulo 4: Si no esperas lo inesperado no lo reconocerás cuando llegue*

*Frase de Heráclito 

No podía ser verdad.

Aquello debía de ser una pesadilla.

Pero estaba despierto. ¿Una alucinación? No, tampoco porque todos los presentes estaban tan sorprendidos como él. 

Lo que le mostraban sus ojos era cierto.

Sin poder apartar la mirada de la figura de su hijo, Orestes lo vio incorporarse como si un ente invisible lo hubiera alzado, pero no había sido un ente sino su capacidad de controlar el viento lo que había permitido que se alzara de aquel modo.

Totalmente erguido cuan largo era, Feres, con la nariz rota chorreando sangre, caminó hasta su contrincante y Orestes pudo sentir la poderosa energía que emanaba de su cuerpo.

¿Desde cuándo? ¿Cuándo su hijo había desarrollado aquella facultad maldita? Orestes odiaba la magia y todo lo que ésta representaba para el mundo. Aunque los Magus Regis insistían que esos poderes eran un regalo de los dioses a unos pocos elegidos, él no estaba tan seguro de que los dioses dotaran a los humanos con unos dones tan peligrosos que podían destruir ciudades enteras sin pestañear.

Y él lo había visto durante las guerras que había librado. Había contemplado el poder abrumador que hombres y mujeres eran capaces de controlar, ese mismo que la historia explicaba que había estado a punto de destruir Tarpeya durante la guerra interna entre los magos después de la muerte de uno de los fundadores de la academia Dioscuroi: Pólux. Aquel asesinato fue el detonante de una lucha interna para hacerse con el poder supremo de la academia, el lugar donde los «bendecidos» con el poder eran instruidos para llegar a ser Magus Regis. Aquellos que consiguieran su mando serían los amos y señores de las armas más letales de Tarpeya. Gracias a los dioses, el lado vencedor fue el de Cástor, hermano de Pólux, que murió en combate y la paz arribó después de ocho años de guerra cruenta y sangrienta.

A pesar de los años trascurridos desde aquellos tiempos —nada menos que setenta y tres años —, la Era de la Discordia era temida por todos y nadie estaba muy entusiasmado porque semejante conflicto volviera a repetirse, terminado así con la Era Palatina que estaban viviendo ahora. O, al menos, no esperaban algo semejante de forma inmediata.

Porque la historia, cíclica, siempre se repite y, algún día, una nueva guerra de magus estallaría. Y Orestes esperaba que ni él ni sus hijos estuvieran vivos para verla. 

Esto no puede seguir así.

El estrategós, con el corazón encogido, siguió los movimientos de su hijo que, caminando despacio, se acercaba a un Hiparco atontado por el golpe y que intentaba despejarse y levantarse. 

Debía detener aquella locura.

—Hay que detener el combate —musitó con la intención de levantarse, pero la mano del arconte epónimo le detuvo. 

—No te atrevas, Orestes. El combate debe seguir.

—Pero…

—¿Quieres dejar a Hiparco como un cobarde y a tu hijo como alguien que no es capaz de hacer nada sin tu consentimiento? Ya es hora de que dejes que tu hijo decida y que crezca fuera de tu influencia.  
Incapaz de rebatir al importante magistrado, Orestes se resignó a ser un simple espectador más.

***

Se sentía bien.

Muy bien en realidad.

Nunca antes se había sentido tan vivo y tan en sintonía con aquello que lo rodeaba. 

Feres se detuvo y contempló a Hiparco que, con dificultad, lograba incorporarse. Su respiración agitada, el latido de su corazón acelerado, Feres era capaz de sentir cada uno de los cambios más fundamentales del cuerpo de su contrincante a causa de su domino sobre el viento que, si bien era básico e instintivo, le serviría para vencer el combate.  

—Tramposo… —musitó el chico ignorando sus antebrazos despellejados por el roce inmisericorde de la arena—. Eso que has hecho es trampa.

—Creo que no —dijo él sin que su expresión serena cambiara, con un tono de voz mucosa a causa de su nariz rota y por la sangre que no dejaba de llenarle los orificios nasales y la boca —. El reglamento dice muy claramente que lo único prohibido en el pancracio es matar al oponente, morderle o sacarle los ojos.

Sintiendo el viento como una parte más de su cuerpo, Feres movió los brazos y un torrente de aire concentrado impactó en el pecho de Hiparco igual que si lo hubiera golpeado con la parte central de un escudo. El chico aguantó la envestida, pero no pudo evitar el cabezazo que le propinó Feres que le rompió el tabique nasal. El grito de Hiparco hizo que la piel de los espectadores se erizara y que Feres no se sintiera demasiado orgulloso de sí mismo.

—Ahora estamos en paz —le dijo mientras mantenía a Hiparco derecho y frente a él por no haberlo soltado después del cabezazo —. Es hora de acabar con esto.

Con un potente rodillazo imbuido de poder que había endurecido la arena que tenía pegada a la articulación, Feres golpeó el estómago de su rival e Hiparco soltó todo el aire de sus pulmones antes de que el dolor y la falta de oxígeno le hicieran perder el conocimiento.  

Dejándolo caer por su propio peso, el hijo del estrategós se apartó del desvanecido Hiparco y se volvió hacia el público que, saliendo de su estupor, se puso a aplaudir y a corear su nombre una y otra vez. Ignorándolos, el chico se volvió hacia la grada de los magistrados y clavó su mirada ambarina en la del estrategós con desafío y a la vez con cierto odio. Odio por obligarlo a luchar, orgullo por el Nigromante que llevaba dentro.

Orestes, incapaz de aplaudir, le aguantó la mirada sin dejar traslucir lo que sentía, aunque podía imaginarse lo decepcionado que estaría el hombre por tener a un magus en alguien de su sangre.

El calor y el estado de bienestar se marcharon de su cuerpo con la misma rapidez con los que habían aparecido y el dolor se abrió paso a codazos por el cuerpo de Feres. Incapaz ya de mantenerse en pie o de seguir aguantándole la mirada a su padre, el chico sintió que las fuerzas lo abandonaban.

Un grito ahogado del público. 

Unos brazos fuertes y cálidos alrededor de su cuerpo. 

Con los últimos rayos de lucidez que le quedaban, Feres reconoció a la persona que lo tenía entre sus brazos y, sin poder evitar sonreír, musitó su nombre.  

***

Le pesaba el cuerpo.

Mucho.

Intentó moverse, abrir los ojos, y si bien pudo hacer lo segundo, lo primero le arrancó un gemido y una mueca de dolor. ¿Dónde estaba? Le costó unos segundos darse cuenta de que se encontraba tumbado en su habitación con las ventanas cerradas y un pequeño brasero encendido. 

Movió la cabeza de un lado a otro hasta que sus ojos toparon con una figura sentada en un taburete bajo, dormitando con la cabeza y los brazos apoyados a los pies de la cama. A Feres se le aceleró el corazón al ver a su amigo allí a la vez que los recuerdos de la lucha en el pancracio se abrieron paso en su mente. Había sido incapaz de contener la magia de su interior, cosa que le había permitido ganar y que, cuando había estado a punto de desmayarse por el agotamiento, el dolor y la pérdida de sangre, Menesteo lo había cogido entre sus brazos, saltando a la arena sin importarle romper con las formas y el protocolo; abusando con ello de su posición como huésped de la ciudad.

Lo había salvado.

Una sonrisa llena de amor curvó sus labios y gruñó de dolor al sentir un tirón en su nariz fracturada. Se llevó una mano temblorosa y palpó con la yema de los dedos multitud de vendajes.

—Es mejor que no te lo toques.

La voz de Menesteo, y su fuerte y callosa mano sobre la suya más fina y estilizada, hizo que Feres clavara su mirada en él. ¿Cuándo se había despertado? 

—¿Cuánto tiempo llevo durmiendo?

—Sólo un día. Ese hijo de mala semilla de Hiparco te dañó de mala manera. Menos mal que vuestro físico es uno de los mejores. La nariz te quedará tan bien como antes y el daño interno no era tan grave como llegamos a temer en un principio. Solamente tienes contusiones y hematomas, pero los órganos internos están bien.

Eso lo alivió profundamente. Después de que Hiparco le golpeara el esternón con tanta saña no las había tenido todas consigo.   

—¿Y mi hermana?

—No se ha separado de ti en todo momento, pero ha tenido que salir para hacer algunas gestiones importantes. No creo que tarde mucho en volver.

—¿Y mi padre? —preguntó después de unos instantes en silencio ya que era lo que más quería, y a la vez, temía saber. 

—Conmocionado, tal vez. Aturdido. —Se encogió de hombros—. Está en su despacho con mi padre, creo.

—No se lo habrá tomado muy bien que digamos —comentó. No le gustaba mucho como sonaba su voz así como el tener que respirar por la boca en vez de por la nariz.

Menesteo no dijo nada, pero le apretó la mano con un poco más de fuerza. 

—No te preocupes ahora por eso, necesitas descansar.

—Sí —coincidió —. Es mejor no preocuparme ahora por mi padre. Eso ya no tiene remedio. —Calló por unos instantes antes de tomar aire —. Hay otra cosa más importante y acuciante para mí.

—Sea lo que sea, deberías dejarla para otro momento. Hipócrates nos dijo que necesitabas reposo absoluto y no exaltarte. 

—No estoy exaltado y estoy en reposo. ¿O qué es para ti estar tumbado en una cama? —bromeó para aligerar el ambiente.

—¿Eso tan importante para ti puede hacerse desde aquí sin que te muevas? —quiso saber visiblemente preocupado.

Feres asintió.

—Vale. Dime lo que es y yo te ayudaré.

—No tienes que hacer nada, solamente escucharme. 

El tebano, sin soltarle la mano —que reposaba entrelazada con la suya en su costado sobre el jergón de paja —, lo miró confuso; sin entender qué quería decir con eso.

—Quiero decirte algo —confesó, serio.

—¿Tiene que ser ahora?

—Sí.

—Feres… Yo… —Una expresión de temor y sufrimiento se cinceló en el rostro siempre impasible de Menesteo —. Si es por lo que hablamos el otro día…

—Sí —asintió —, es exactamente de eso de lo que quiero que hablemos.

El temor se acentuó en su amigo y Feres le apretó más la mano sin apartar la mirada de él. A los pocos segundos, incapaz de hacer lo propio, Menesteo agachó la cabeza, pero no le soltó la mano. 

—Desde que me abordaste de aquel modo en el pasillo y me dijiste que estabas prometido… En fin, no he podido dejar de pensar en ello y de sentirme… molesto.

» Molesto, raro, enfadado, disgustado, triste… Han sido unos días muy duros en los que mi mente y mi corazón estaban en una pugna, en una lucha interna que no dejaba de martirizarme. ¿Por qué me sentía así? ¿Por qué tenía miedo de que te alejaras de mí y a la vez te odiaba? —Suspiró, apartando la mirada del rostro ensombrecido de Menesteo hacia sus manos entrelazadas —. ¿Eran celos? ¿Pero celos de qué? ¿Era un sentimiento pueril e infantil? ¿Por qué me sentía traicionado y abandonado por el simple hecho de saber que ibas a casarte y que yo ya no sería la persona más especial e importante de tu vida? La principal, la que estaría siempre en primer lugar.

» Pero entonces me dije que yo era tu persona principal, que siempre estabas ahí y que, a pesar de no hablarnos y de mis evasivas a pasar tiempo contigo, tú me buscabas y me prestabas toda tu atención. Cierto que de lejos, pero era así. 

» Entonces pasó el incidente de mi hermana y una larga charla con ella en la que me dio en qué pensar. Me dijo si en verdad creía que tú solamente me querías como un amigo o como un hermano y si yo, a mi vez, sólo te veía de ese modo. 

Feres calló para coger aire y para observar a su amigo. Menesteo parecía estar encogido, con todas sus verdaderas emociones fuera del control de la sofrosine. 

—Menesteo, mírame —le rogó. Éste, al cabo de poco, alzó el rostro y sus ojos castaños, brillantes, amenazando con lágrimas, se quedaron fijos en los suyos —. ¿Sabes? Ayer lo tuve todo claro y al fin entendí lo que realmente siento por ti.

» Tenías razón cuando dijiste que nada había cambiado entre nosotros estos tres años salvo nuestros cuerpos, porque, sin saberlo, sin ser capaz de entender lo que realmente sentía hasta el día de ayer, yo Feres, hijo de Orestes, de Micenas; siempre he estado enamorado de ti, Menesteo, hijo de Meleagro, de Tebas.  

Una pesada carga, que no sabía que portaba dentro, desapareció de su corazón y un gran alivio lo recorrió por entero. Una sonrisa llena de ternura y amor se dibujó en su rostro y la compresión lo inundó por dentro al ser capaz de entender cómo se debió de sentir su hermana al ser capaz de afrontar lo que era y lo que sentía. 

Al aceptarse sin miedo, con el orgullo y el valor puestos en el mañana. 

Frente a él, llevándose sus manos entrelazadas a los labios, los bellos ojos del tebano, como cristales preciosos, brillaban con intensidad a causa de las gruesas lágrimas que éstos derramaban semejantes al rocío de la madrugada. Eran tan hermoso verlo sin barreras, contemplar al verdadero Menesteo de dieciséis años que se ocultaba tras una máscara pétrea de indiferencia que no pudo evitar llenarse de más amor por él.  

—¿Lo dices en serio? —le preguntó con voz mucosa. 

—Sí.

—¿Me quieres?

—Con toda mi alma y corazón. 

—¿No estarás confundido por el golpe que te diste en la cabeza? Tienes una buena brecha.
Feres se echó a reír.

—¿Eso ha sido una broma? 

Menesteo sonrió sin dejar de llorar y Feres lo instó a que se acercara a él.

—Te quiero —le susurró —. Ahora tú —le pidió. 

—¿Yo qué?

—Serás bruto. Pues que quiero que te me declares como me merezco. Acabáramos —refunfuñó irónico con una buena dosis de su drama fingido.  

—Feres, hijo de Orestes, de Micenas; eres la persona que más quiero y amo en este mundo y que siempre amaré mientras viva. 

—Así me gusta, cariño. ¿Ves como no era tan difícil?

Soltando una carcajada, ambos juntaron sus frentes, cerraron los ojos y, con cuidado, unieron sus labios en un beso casto, simple. Un contacto ligero casi como el aleteo de una mariposa seguido de lentos movimientos. 

Una oleada de luz inundó sus corazones y estos latieron al unísono, como si fuera un único órgano vital partido en dos mitades que había logrado reencontrarse y juntarse después de décadas. 

De milenios vagando sin rumbo bajo un cielo perlado de estrellas.  

***

Hacía un par de días que había sido capaz de levantarse y de caminar más de dos pasos cuando su hermana partió de nuevo hacia Corinto. Un viaje de ida sin retorno. Un viaje para empezar su nueva vida con Tecmesa.

Después de la competición, ambas hablaron, reconociendo que se amaban por encima de todo y que querían estar juntas hasta el final de sus días. Puesto que en Micenas eso era casi imposible por ser Éaco hija de quien era, las dos decidieron marchar a Corinto y vivir allí con los abuelos maternos de Éaco y Feres, un hogar en el que las dos eran más que aceptadas y bienvenidas por parte de Néstor y Casiopea. 

—Odio irme así mientras todavía estas convaleciente —se disculpó su hermana mientras lo abrazaba con cuidado de no lastimarlo. 

—No tienes por qué. Es tu vida, es tu felicidad. Es ahora o nunca. Piensa en ti por una vez en tu vida y en ella —respondió refiriéndose a Tecmesa que, sentada en un carromato tirado por dos bueyes, esperaba a su enamorada.

—Lo mismo te digo. Ahora que sabes quién eres y lo que quieres, no cometas los mismos errores que yo —le pidió mirándolo a los ojos.

—Esto y lo tuyo es diferente —musitó apenado —. Los dos somos varones y los que heredaremos el legado de nuestras familias. No quiero hacerle daño a él, ni a Meleagro… A padre tampoco. Menesteo tampoco quiere defraudar a su padre. Es complicado.

—Lo sé. Pero lo mío con Tecmesa también lo era, ¿y sabes por qué? Porque somos nosotros mismos los que complicamos las cosas. La vida per se es simple y sencilla, son nuestras acciones las que la complican. 

Feres asintió y su hermana volvió a abrazarlo.

—Te echaré mucho de menos.

—Yo también. Te quiero, eres más que mi madre y más que mi hermana.

Aquello hizo que Éaco soltara un sollozo.

—Ven a visitarme en cuanto puedas y escríbeme de vez en cuando.

—Lo haré. Sé feliz, Éaco.

—Te quiero, Feres.

Separándose sin poder contener las lágrimas, los dos hermanos se miraron una última vez antes de que Éaco subiera al carro y traspasara La Puerta de los Leones, marchándose para siempre de Micenas para nuca volver. Colocándole una mano en el hombro y otra en la cintura, Menesteo lo abrazó por detrás mientras observaban alejarse a las dos mujeres sin moverse incluso cuando sus siluetas hubieron desaparecido en el horizonte.  

***

—Veamos esa nariz.

Aguantando el tipo para no quejarse, Feres se quedó quieto mientras Hipócrates deshacía el nudo de su vendaje para ver la evolución de su fractura de nariz. Aunque todavía tenía algunos moratones por el cuerpo y le dolían, estaba bastante mejor, lo suficiente para entrenar con Menesteo y no perder la forma física. Eso sí, de forma suave y lo más delicada posible para no agravar sus contusiones. Ejercicios que, por cierto, los dos chicos llevaban a cabo en el jardín del palacio entre risas, revolcones por el suelo, besos furtivos y palabras de amor que nadie más que ellos podían escuchar. 

En los seis días que habían pasado desde la competición atlética, Feres no había visto a su padre. Del mismo modo que Orestes no había querido ver a su hija antes de su partida, parecía igual de decidido en no verlo a él. 

Aunque no fuera algo fuera de lo normal en su padre, esta vez Feres se sintió dolido.  
Porque le hubiera gustado que le dijera algo tanto por lo sucedido en el pancracio (algo que él mismo originó) como por el hecho de que se descubrieran sus poderes y, para más inri, delante de toda la polis. 

—Bueno —dijo él físico palpándole el tabique nasal —, parece que todo está en orden. Has sanado bien y rápido, enhorabuena —le felicitó.

—Supongo que tendré que darle las gracias a los dioses por haber velado por mi salud.
El hombre cabeceó, conforme.

—Me parece muy justo, jovencito. Una ofrenda a Asclepio es lo más justo.

—Aunque creo que, quien realmente es merecedor de tal gratitud, eres tú, Sanador.

Hipócrates lo miró a los ojos como si lo viera por primera vez.

—No sé por qué me llamas así, chico. Soy un simple físico.

—Puede que engañes a otros, pero a mí no. Ya no. No desde que he aceptado mi magia. Puedo sentir la magia blanca correr por tus venas.

El hombre soltó un suspiró y dibujó una sonrisa triste.

—Supongo que, ante ti, es estúpido esconderlo. Tienes razón —reconoció —, no soy un simple físico, pero tampoco soy un Magus Regis Sanador. Antes de que lograra conseguirlo, fui expulsado de la academia Dioscuroi. Soy un Renegadus.

Feres tragó saliva ante aquella revelación tan inesperada. Jamás se le pasaría por la cabeza asociar al físico que llevaba veinte años en su familia con un Renegadus que no eran otra cosa que aquellos alumnos de la academia, o incluso un Magus Regis, expulsados de la orden y/o de la institución por incumplir alguna de las reglas de la Moral y ética que regía el comportamiento de los alumnos y de los Magus Regis más de 3 veces. ¿Cuál de aquellas ocho reglas básicas habría incumplido?

—Estaba en mi último curso cuando todo se fue al garete. Era un Magus Altus a punto de hacer el examen para obtener el título de Regis cuando… — El semblante de Hipócrates se ensombreció y se llenó de tristeza —. Alguien muy importante para mí murió. Se suicidó y a nadie le importó; ni siquiera a aquel que se suponía que era la persona que le quería. La rabia se apoderó de mí e intenté…—Se hizo un corto silencio —. Las cosas se me fueron de las manos y me expulsaron. No hace falta incumplir las normas tres veces, los Magus Regis de la academia hacen lo que creen conveniente para que nada les salpique y para que nada se sepa fuera.

—Lo siento.

—No tienes por qué —sonrió —. Han pasado ya muchos años. Al poco llegué aquí y pasé a ser el ayudante del físico anterior. A los dos años murió y yo me quedé el puesto. 

—Ahora entiendo por qué eres tan bueno: usas parte de tu magia.

Hipócrates pasó una mano por su estómago y un ligero calor le recorrió la piel. 

—Sí y no. Depende del paciente y de la situación.  

—Mis daños internos eran graves tal y como todos temían al sacarme de la arena —concluyó —. Me salvaste la vida. 

—Eso es lo que debe hacer un físico —dijo mientras recogía las vendas.

—Y un Sanador —añadió como quien no quiere la cosa.

—Ten cuidado de no golpearte, por si acaso la fractura de nariz se resiente —cambió de tema con elegancia, sin alterarse. No cabía duda de que era bueno escondiendo lo que era. Mintiendo. 
—Lo tendré en cuenta.

Iba a marcharse cuando una sensación extraña hizo estremecer todo su cuerpo. Aunque no fue el único ya que Hipócrates alzó la cabeza de aquello que estaba haciendo y dirigió la mirada al ventanuco de la enfermería. 

—Algo va mal.

Nada más decirlo, el sonido del tañido de una campana ensordeció el lugar y los dos corrieron por el pasillo hasta llegar a uno de los balcones del palacio para ver qué ocurría. Del cielo, ensombrecido por un cúmulo de nubes negras antinaturales, e iluminado por una luz peligrosa y amenazante, caía ceniza acompañada de un olor nauseabundo y tóxico.  

La acrópolis de Micenas ardía y parte del fuego se estaba propagando hacia la ciudad baja sin control, avanzando las llamas hacia los suburbios de la polis.

—Que los dioses nos asistan —musitó el Renegadus.

Feres sin ser capaz de pensar o de moverse, sólo atinó a contemplar la devastación que tenía lugar frente a sus ojos mientras los gritos de los micénicos se hacían eco, perforándole los tímpanos. 

Si no esperas lo inesperado no lo reconocerás cuando llegue.

Y había llegado algo que iba a cambiarlo todo todavía más. 


Gracias por leer. Nos vemos en el último capítulo.









domingo, 5 de mayo de 2019

La belleza de las estrellas: Capítulo tres



Capítulo 3: La valentía es saber qué es lo que no debemos temer*

*  Frase del filósofo Platón (427 a.C-347 a.C)   

Todavía no había amanecido, pero ya estaba completamente preparado. Vestido con un sencillo rectángulo de tela alrededor de la cintura y su clámide encima, Feres estaba listo para la competición atlética. 

Al salir de su dormitorio se encontró a su hermana Éaco vestida de una forma similar, aunque sin mostrar el pecho al descubierto. En vez de un simple trozo de tela en la cintura, vestía una túnica ajustada al cuerpo con tiras de cuero, y dos fíbulas en cada hombro, que le llegaba hasta medio muslo y un manto doblado entre sus finos pero fuertes brazos. 

Los dos caminaron en absoluto silencio hasta el megarón y allí los esperaban, tomando un frugal desayuno, Orestes, Meleagro y Menesteo vestidos igual que Feres: las clámides encima de sus cuerpos semidesnudos y sin calzado alguno en los pies. 

A pesar de estar en un lugar amplio y abierto, con el brasero encendido iluminando la estancia y dejando que su humo ascendiera a los cielos, el ambiente estaba cargado y enrarecido y nada tenía que ver el olor a madera quemada con hierbas aromáticas. 

Entre los presentes hubo un juego de miradas de Meleagro a Orestes, de Orestes a Éaco, de ésta a su padre y de Feres hacia Menesteo y viceversa. Porque, lo que debería haber sido una reunión entre personas que compartían fuertes lazos de afecto mutuos, se había vuelto un caos.

Después de aquella extraña conversación tres días atrás, Feres y Menesteo habían estado muy distanciados. El micénico no había osado ir a buscar a su amigo por las noches y Menesteo, como siempre, se había limitado a permanecer impasible sin ir a su encuentro, esperando a que Feres fuera en su búsqueda. Como siempre, se dijo. Y no sólo eso: por las tardes no es que pasaran mucho tiempo juntos y, si lo hacían, permanecían en completo silencio menos cuando había que decirse lo estrictamente necesario. En el pasado habían disfrutado de la silenciosa compañía, pero en estas ocasiones había sido un completo martirio de incomodidad. 

Aunque lo peor no era eso y Feres lo sabía. Vale que hubiera tensión entre Menesteo y él, pero aquel ambiente era, más que nada, causado por la pelea que tuvieran su padre y su hermana dos noches atrás, cuando Éaco dijo durante la cena que participaría en la carrera.

—¿Qué vas a hacer qué? —exclamó su padre con su crátera llena de vino escanciado en la mano que, peligrosamente, se inclinaba hacia un lado amenazando con derramar parte de su contenido encima de sus ropas y del diván. 

—Participar en la carrera. Hace tiempo que no lo hago. 

—¿Te has vuelto loca en el tiempo que has pasado con tus abuelos en Corinto? Eres una mujer de veinticuatro años, ya no tienes edad para participar.

—¿Y por qué? En otras poleis no importa la edad mientras la competidora pueda realizar la prueba al igual que los hombres.   

—¿Qué me importan a mí las otras poleis? Estamos en Micenas no en Arcadia, Corinto o Argos —farfulló Orestes con el rostro rojo por la ira contenida. 

—Lo sé, pero no hay ninguna ley que prohíba que las chicas mayores de dieciocho años, solteras o casadas, no puedan competir.

—Ni falta que hace gastar bronce en eso y colgarlo en el ágora. La tradición así nos lo enseña. 
—La tradición no es prohibición.

El fuerte sonido que hizo la crátera de Orestes encima de la mesa, cuando la estampó contra ésta, enmudeció a los músicos que estaban amenizando la velada con el toque de una flauta de caña y una lira. 

—¡La tradición lo es todo! Es inmutable por los siglos de los siglos. 

—Por esa regla de tres, tú no deberías ostentar tu cargo, padre.

El rostro de Orestes mostró tal indignación y rabia floreciente que Feres se encogió en su diván y Menesteo, a su lado, lo cogió de la mano. Sentir su contacto, a pesar de la distancia, hizo que pudiera contener mejor sus sentimientos y sus ganas de interrumpir o de salir corriendo. No podía ver así a su hermana, atacada y puesta siempre entre la espada y la pared por culpa de su padre. Ella lo era todo para él, lo había criado y le había enseñado todo lo que sabía. Fue ella quien lo introdujo en el mundo de la filosofía y de la astronomía; Éaco le enseñó la moral y la ética por la cual se regía cada día. Ella y no su padre lo había moldeado, haciendo de él lo que era; algo de lo que siempre se sentiría orgulloso. 

—¡Insolente! ¿Cómo te atreves a hablarme así? ¿Debo recordarte a quién le perteneces, mujer?  Estas bajo mi tutela y protección. Soy tu padre, tu tutor legal, ¡todo lo que garantiza tu vida y seguridad!
—Eso es porque ni tú ni los magistrados que gobernáis esta polis nos dais libertad a las mujeres. Nos negáis vuestro libre albedrío.  Nuestro derecho a decidir y a ser libres. 

—Porque sois volubles y demasiado pasionales; tanto que no sabéis contener vuestras emociones y vuestra bilis. 

La mirada fría y llena de rencor que Éaco le dedicó a su padre heló la sangre de todos los presentes. Feres jamás la había visto así. 

—¿Y los hombres sí? Os llenáis la boca hablando de la andreia y la sofrosine como si fuera algo bueno y positivo —masculló levantándose del diván con los puños apretados—. Sólo hace falta que mires a Menesteo. ¿De verdad el estar siempre impasible es digno de admiración y orgullo? Como si no sintiera ni padeciera por dentro toda clase de tormentos que no puede expresar sin temor; quedándose éstos dentro de él para martirizarlo por las noches en manos de una Nix inmisericorde. Incapaz de decir lo que realmente siente por la persona que tiene al lado.

Menesteo se tensó a su lado y Feres apretó sus manos entrelazadas al sentir que su cuerpo temblaba. Era la primera vez que veía y notaba así a su compañero, como si algo se hubiera roto dentro de él y una gran grieta se hubiera abierto, profunda, imposible ya de remendar. 

—¡Eres una maleducada! ¿Cómo te atreves a hablar así de uno de nuestros huéspedes?

—Porque le quiero —sentenció con los ojos brillantes, conteniendo las lágrimas—. ¡Porque Menesteo me importa al igual que me importa Feres! 

—No metas a los chicos en esto —le advirtió el estrategós.
  
—Orestes, creo que… —intervino Meleagro que le colocó una mano en el hombro, intentando apaciguar a su amigo.

—Te agradecería que no intervinieras, adelfos — lo corto Orestes, sin embargo. Feres jamás había escuchado que la palabra «hermano» sonara a amenaza. 

—¿Por qué? ¿Qué temes? ¿Tienes miedo de que se sepa lo que es Meleagro para ti?

—¡Suficiente, Éaco! —estalló de nuevo, grito que hizo eco en el megarón. 

—¡Tengo el mismo derecho a participar en la carrera que todos vosotros, los hombres! Y no vas a detenerme. 

—¡Marchaos todos! —gritó Orestes, orden que la totalidad de los presentes siguieron a rajatabla a gran velocidad. Pero Feres, Menesteo y Meleagro se escondieron para seguir escuchando aquella conversación tras de una columna sin que ninguno de ellos lo dudara ni un instante y mucho menos fingiera otra cosa.

—Eres una desviada, Éaco —decía la voz de su padre con censura—. Ya sé por qué quieres participar. Por esa maldita mujer. Todo esto lo haces por Tecmesa y no te atrevas a negarlo.

—Tienes razón y no pensaba negarlo, padre —contestó Éaco tomando asiento con la espalda recta en el diván que había estado ocupando durante toda aquella noche —. Quiero correr por ella. Ahora que ha enviudado nada me impide entregarle la corona de laurel cuando gane. Porque créeme, ganaré. Eso es lo que he estado haciendo todo este tiempo en Corinto: entrenar con los y las mejores corredoras de esa ciudad-estado.  

—Vas a exponerte y a exponernos a mí y a tu hermano por un imposible —suspiró su padre visiblemente cansado. 

—Habla por ti. Tú eres el único que siente vergüenza de mí. Mi hermano no es como tú.

—¿¡Y de quién es la culpa de que tenga esas estúpidas ideas en la cabeza!? Además, él no sabe nada. Si lo supiera no tendría tan buena opinión de ti.

—¿El qué? ¿Qué me gustan las mujeres?

—Eso es contra natura.

—Contra natura es decirle a alguien qué debe sentir y por quién. Contra natura es querer que todos seamos iguales por una simple cuestión de procreación.  Comprendo que tener hijos es importante, ¿pero tiene que ser a costa del amor?

—Tú no sientes amor por Tecmesa, niña; sólo una lujuria enfermiza por tu debilidad de mujer. 
Se hizo el silencio en el megarón y Feres contuvo el aliento.

No lo sabía. Tal y como había dicho su padre, Éaco jamás le había dicho nada sobre sus sentimientos o sobre su condición. ¿Por qué? ¿A caso no confiaba en él o es que temía que no la comprendiera y la apoyara? 

En su mente le vino una multitud de imágenes de su hermana en compañía de Tecmesa, su mejor amiga. O eso era lo que pensaba él. Ahora comprendía muchas cosas. Los cambios de humor de su hermana cuando se peleaban, la tristeza que la embargó cuando Tecmesa se casó a los diecisiete años, y esa necesidad que tenía de alejarse de vez en cuando de Micenas. No era que le hastiara la ciudad o quisiera ver mundo: Éaco se iba para no tener que ver a Tecmesa en compañía de su esposo sin poder tocarla. Sin poder estar con ella como quisiera. Con el corazón herido y destrozado. 

Feres miró a Menesteo de soslayo y se encontró con su mirada castaña puesta en él sin pestañear; diciéndole miles de cosas en el tenso silencio que los rodeaba. 

¿Era eso lo que sintió el otro día cuando su amigo le confesó que en dos años se casaría? ¿Eso que se había roto había sido su corazón?

—Eres un hipócrita, Orestes de Micenas —habló la voz de su hermana rompiendo el insoportable silencio —. Te escudas en esa idea estúpida, misógina y sexista para esconder tus propios sentimientos. Tus propios anhelos y debilidades.  

—No sé de qué me hablas.

Éaco soltó una carcajada llena de acidez.

—Oh, por supuesto que lo sabes. Sientes repulsa y asco de ti mismo por amar a un hombre a pesar de que te gustan las mujeres. No, no me mires así porque estoy más cuerda que nunca. ¿Creías que no me daría cuenta de cómo miras a muchos hombres? Lo haces con deseo, al igual que con las mujeres que son del tipo que te atraen. Pero, sobre todo, es tu forma de mirar a Meleagro lo que te delata. 

» Puede que fuera pequeña cuando madre murió, pero jamás la miraste de la forma en la que miras a Meleagro; la misma con la que yo miro a Tecmesa. La misma con la que ella me mira a mí.

—Basta—musitó su padre sin ser capaz de mirar a su hija a la cara.

—Y él lo sabe —continuó ésta obviando la orden de su padre, sin piedad. Sin dejarse nada dentro—. Lo sabe porque siente lo mismo por ti sin importarle el estar casado. Porque os amáis desde que os conocisteis, pero tú te niegas ese amor y se lo niegas a él por miedo a lo que piensen de ti. Por miedo a perder tu maldito estatus y magistratura.

—¡Cállate!

Una sonora bofetada hizo eco en el megarón y Éaco se llevó una mano a la mejilla enrojecida que se hinchaba por momentos sin romper el contacto visual con su encolerizado padre en pie frente a ella.

—Los hombres y la violencia… ¿No sabéis rebatir la verdad con otra cosa más allá que con los golpes?

—Fuera de mi vista, Éaco. 

—Como desees.

Sin levantar la voz y sin perder la dignidad, la muchacha se levantó y se dispuso a abandonar el megarón.

—Pienso participar en la carrera y le ofreceré mi corona a Tecmesa. Puede que el mundo no nos acepte, puede que no podamos casarnos, pero la quiero con todo mi corazón y ser, y no voy a alejarme más de ella. Ni por ti ni por nadie. 

Sin decirle nada, Orestes se dejó caer en el diván y Éaco salió de la estancia, cruzándose en el camino con los tres oyentes. La joven sonrió y besó la mejilla de Feres antes de seguir su camino. Meleagro, en silencio, se dirigió hacia su amigo y, una vez a su lado, lo abrazó y Feres vio, por primera vez en su vida, llorar a su padre.

Desde entonces nada había sido igual en el palacio ni entre ellos cinco. Porque todos los secretos que se habían mantenido escondidos habían salido a la luz.

Bueno, todos no. Los míos y los de Menesteo siguen a salvo. Mas, ¿cuáles son los míos? ¿Qué es lo que esconde mi corazón que ni siquiera yo sé?

***

El ágora estaba irreconocible y atestada de espectadores deseosos de pasar un buen rato viendo las competiciones atléticas que tendrían lugar. Como todas y cada una de las competiciones en Tarpeya estaban dedicadas a los dioses, los sacerdotes de Enio, divinidad femenina de la guerra violenta, encarnación de las masacres, inauguraron aquellos juegos sacrificando un bonito potro blanco en el altar de los doce dioses fuera del efímero recinto de madera construido para la ocasión.

Como sería imposible que todos los ciudadanos de Micenas y los visitantes a sus juegos pudieran caber en la palestra o en el gimnasio de la polis, las competiciones atléticas se llevaban a cabo en el ágora, construyendo con maderos un estadio móvil de quita y pon con sus gradas de madera correspondientes alrededor de la plaza central de la ciudad baja. Fuera del estadio, al otro lado del altar de los doce dioses, se habían alzado múltiples tiendas para los atletas donde podrían refrescarse, descansar y obtener todo aquello que necesitasen para realizar las pruebas.

En la tienda especialmente alzada para el estrategós, Feres, Menesteo, Meleagro y Éaco esperaban la llamada a la procesión inaugural mientras Orestes, en el interior del estadio, daba el discurso pertinente en compañía de los arcontes y demás magistrados. Cuando terminó de hablar el estadio estalló en vítores y aplausos: el espectáculo estaba a punto de comenzar.  

—Ya es la hora —les anunció uno de los organizadores. 

Todos se levantaron a una, dejando sus clámides a un lado, y Éaco, con la melena totalmente trenzada y atada en una cola alta, se separó del grupo para unirse a las mujeres que solamente tenían derecho a participar en la carrera y en el lanzamiento de jabalina. Todo lo demás les estaba vetado por la «tradición». 

En fila india, tal y como los organizadores lo habían dispuesto, los tres hombres esperaron hasta que los primeros de dicha fila comenzaron a avanzar para desfilar ante el público. Los gritos, silbidos, aplausos y vítores eran ensordecedores y Feres sintió que toda aquella cacofonía de sonidos penetraba en su cerebro provocándole más de una punzada de dolor. 

Como si fueran animales exóticos procedentes del imperio Medo o del reino de Lydia, los atletas dieron dos vueltas al estadio ovalado de más de un estadio   hasta que pudieron regresar a las tiendas para que las mujeres hicieran lo propio. Al cabo, Éaco regresó y los cuatro tomaron un poco de agua antes de prepararse el cuerpo tal y como mandaba la costumbre.

Primero se untaron los cuerpos con aceite de oliva perfumado con lavanda antes de dejar caer sobre todos los miembros de sus cuerpos una fina capa de arena. Totalmente preparados, salieron de la tienda para reunirse con los demás participantes —separados por sexos — para conocer los turnos de las pruebas y sus puestos. Para ello, todos debían colocarse en una de las cuatro filas para que los miembros de la organización, sentados en cuatro mesas, les dieran la información necesaria.  

Cuando le llegó el turno a Feres, el hombre allí sentado, vestido con un quitón de manga larga de color gris, le preguntó su nombre (por mera formalidad ya que todos lo conocían por ser el hijo de Orestes) y le dio sus señas. El hombre se levantó y buscó las tabillas de cera doble donde constaba toda su información y las participaciones en las competiciones que había solicitado y regresó a la mesa. 

—Feres, hijo de Orestes, de Micenas —  recitó su nombre completo escrito en la tabilla antes de darle la copia de la que el hombre leía —. Tu primera prueba es la carrera, competición número cinco, de trescientos sesenta metros. Puesto número dieciséis. 

» La segunda, el lanzamiento de jabalina, es la competición número dieciséis. Lanzaras en octava posición. 

» Última prueba, el pancracio, es la competición número veintinueve y sales en el primer combate.

—Alto, alto, un momento —dijo Feres mirando intermitentemente al hombre y a su propia tablilla —. Yo no me he apuntado al pancracio sino al pugilato. 

—Eso no es lo que consta en la tablilla, joven.

—Debe de tratarse de un error. Busque de nuevo el pergamino de mi inscripción. 

—No hay ningún error —dijo la voz de Orestes que, como caído del cielo, apareció en el momento oportuno. Él también llevaba una tablilla en la mano con sus participaciones. Como estrategós de la ciudad, debía mostrarse ante los micénicos en alguna de las pruebas—. Yo cambié tu suscripción. 
Si hubiera tenido la elasticidad requerida, la boca de Feres le habría llegado al suelo.

—¿Cómo dices?

—Hablemos en la tienda, no molestes a los demás participantes.

Cogiéndolo de la muñeca, Orestes arrastró a su hijo a la tienda donde Éaco estaba sentada con su tabilla al lado. Meleagro y Menesteo todavía no habían regresado.  

—¿Qué significa esto? —atacó Feres a su padre señalando la palabra πανκράτιον  con el dedo índice.

—Significa lo que lees. Vas a luchar en el pancracio.

—¿Por qué has cambiado mi participación sin mi consentimiento? Yo no deseo luchar en el pancracio —dijo aguantándose las ganas de ponerse a gritar. En ese momento, Melagro y Menesteo entraron en escena. 

—Porque soy tu padre, Feres, y me debes obediencia. Además, yo sé qué es lo mejor para ti —miró a su hija de soslayo. Éaco, en silencio, no escondió la ira de su interior ante su comportamiento para con su hermano —. Ya es hora de que te comportes como un hombre y como el futuro estrategós de esta ciudad.

—No pienso participar —sentenció con ganas de romper aquella estúpida tabilla.

—¿No? ¿Vas a huir como un cobarde y que todos piensen eso de ti? 

Feres apretó los dientes y se miró los dedos de los pies para intentar que la rabia que lo invadía no se manifestara fuera de su cuerpo en forma de magia elemental. 

Su padre lo conocía demasiado bien y sabía cuánto detestaba que alguien pudiera insultarlo llamándolo cobarde cuando no lo era.

—Está bien, tú ganas —claudicó con la mirada echando chispas —. Lucharé. —Y, dicho esto, salió de la tienda.

—¡Feres!

El chico se detuvo para que su hermana lo alcanzara.

—No lo hagas, Feres. No entres en su juego —le pidió con preocupación.

—¿Y qué otra cosa puedo hacer? Tampoco es que a ti te haya ido muy bien rebelarte contra nuestro padre —le soltó con un deje de rencor.

Aunque los dos habían hablado el día anterior sobre la pelea de Éaco y Orestes y su amor por Tecmesa, Feres todavía sentía cierto rencor hacia su hermana por no haber confiado en él y confesarle la verdad.

«—Yo podría haberte ayudado —le dijo sin esconder su amargura—. Te habría apoyado». 

«—Eras un crío, Feres. No quería preocuparte y confundirte».

«—¿Y por qué iba a confundirme?»

«—Porque estas cosas no son fáciles ni sencillas al escapar fuera de lo supuestamente normal y, por ello, reconocer que la atracción sexual va más allá de la binaria entre un hombre y una mujer es difícil de aceptar y de asimilar por la educación impuesta por nuestros mayores». 

«—¿Cuándo lo supiste?» 

«—¿Que me atraen las mujeres? —Éaco meditó unos instantes —. Creo que fue a los siete años cuando me puse celosa porque una amiga dijo que le gustaba un chico unos años mayor que nosotras. Yo le pregunté qué veía en él, porque yo no le encontraba nada más allá de los granos de su cara, y ella comenzó a soltar multitud de cosas, las mismas que a mí me gustaban de ella. Fue entonces cuando comprendí que era distinta al resto».    

«—¿Cuándo te enamoraste de Tecmesa?»

«—La primera vez que la vi cuando su familia se mudó aquí. Parece mentira que ya hayan pasado once años desde entonces». 

«—¿Ella es como tú?»

«Su hermana se echó a reír».

«—¿Cómo yo? No, no lo creo. A ella le gustan ambos sexos, así que no es como yo». 

«—Pero te quiere».

«—Sí, y eso es lo único que me importa. — Su hermana le cogió de las manos y lo miró a los ojos —. ¿Y tú?».

«—¿Yo qué?»

«—¿Qué sientes por Menesteo?»

«—¿Otra vez con eso? No es lo que tú te piensas, no soy como tú».

«Nada más decir aquellas palabras se arrepintió. El dolor se reflejó en el precioso rostro de Éaco».  

«—¿Tan malo sería ser como yo?»

«—No quería decir eso».

«—Lo único que quiero que entiendas es que no es malo amar a alguien de tu mismo sexo. Y no lo digo sólo por ti, sino por él. ¿De verdad crees que él solamente te ve como un hermano? ¿Como su amigo? Su rostro estará siempre impasible, pero su mirada no miente. Nunca lo ha hecho». 

—¿Has pensado en lo que hablamos el otro día? —le preguntó Éaco de nuevo en el tiempo presente. Feres asintió —. ¿Y bien?

—No lo sé —le confesó apenado —. Lo cierto es que estoy muy confundido. Le quiero, claro que sí, pero no sé si es amor pasional que no tiene que ver con el familiar. ¿Esa sería la respuesta a por qué me siento traicionado después de que me dijera que va a casarse? ¿Siento este dolor en el pecho porque lo amo y no quiero entregárselo a nadie? 

—Puede ser que sí o puede ser que no. No debemos confundir el amor con un sentimiento de dependencia tóxico y egoísta. — Éaco lo abrazó y le dio un beso en la frente —. No tengas prisa y escucha a tu corazón. —Feres asintió —. Bien, volvamos a la tienda. Pronto llegará el turno de competir y debemos tener la cabeza fría.   

Asintiendo, Feres siguió la estela de su hermana mientras alguien pregonaba el inicio de la primera prueba y el público estallaba en aplausos. 

***

Éaco comprobó que todo estuviera en su lugar antes de cruzar la entrada a la arena del estadio improvisado en el ágora. Al fin le había tocado el turno en la carrera femenina de doscientos sesenta metros. El público, implicado y exaltado ante las distintas competiciones, aplaudía con fuerza la llegada de las corredoras, todas muchachas jóvenes de entre dieciséis y dieciocho menos ella que contaba ya con veinticuatro años. 

Éaco no pasó por alto que muchos la señalaban y cuchicheaban ante su participación en la carrera, algo inaudito en la polis pero le dio igual. Ella no corría por esa gente, solamente lo hacía por una persona.

Buscó en la zona de la grada en la que sabía que estaría y, cuando la encontró, fijó la mirada en ella; embebiéndose de su rostro de piel fina y tersa como la porcelana, con pecas en la nariz. Su cabello pelirrojo estaba recogido en una trenza gruesa, atada con cintas turquesas y una diadema del mismo color cruzaba su testa. Tecmesa clavó sus ojos castaños en los suyos y Éaco le sonrió. Ella, visiblemente preocupada, no le devolvió la sonrisa antes de colocarse en su marca.

Cuando marchó a Corinto, el marido de Tecmesa ya estaba muy mal, aquejado por una extraña enfermedad que lo debilitaba día tras día. Los físicos ya le habían dicho a Tecmesa que Áyax no viviría mucho tiempo más y aquella desgracia para unos era la oportunidad para otros. 

El día antes de su partida, Éaco se presentó en casa de Tecmesa. Ella le abrió en camisón, envuelta con una manta encima y una vela en la mano.

—Éaco, ¿qué haces aquí? Si te ven los vecinos…

—¿Qué importa eso ya? Tu marido está a punto de cruzar hacia el Hades. 

—¡No digas eso! —la riñó mientras la cogía por el brazo y la entraba para adentro en el vestíbulo de la casa. 

—Sólo me limito a decir la verdad.

—Lo que sea. ¿A qué has venido a esta hora?

—A despedirme.

El rostro de Tecmesa se puso más lívido de lo que ya lo estaba.

—¿Cómo dices?

—Marcho por un tiempo a Corinto. No creo que regrese hasta mediados o finales de Elafebolión. 
   
—¿Por qué tanto tiempo? ¿Están mal tus abuelos?

—No, ellos están bien —la tranquilizó con una sonrisa apenada —. Pero hay algo que tengo que hacer. 

—Si es así, te deseo buen viaje y éxito con lo que sea que tengas que hacer.

—Gracias.

Éaco, incapaz de contenerse, la cogió de las manos. Deseaba tanto abrazarla y sentir sus labios, pero sabía que Tecmesa no se lo permitiría mientras su marido respirara. Por ello, cuando fue incapaz de seguir respirando su mismo aire, Éaco se marchó.

Y, ahora, estoy aquí. Luchando por lo que quiero. Luchando por lo que soy.

—¡En sus marcas! —gritó el juez de pista.

Todas las chicas adelantaron uno de los pies e inclinaran el cuerpo hacia delante para coger impulso.
Una semana y media después de su llegada a Corinto, Tecmesa le envió una carta, a través de los canales de los Magus Regis, diciéndole que, tres días después de su partido, su marido dejó el mundo de los vivos para cruzar el Estigia. Eso sólo hizo que la voluntad de Éaco creciera y que sus abuelos la ayudaran en todo lo posible para poder cumplir con su objetivo. 

A pesar de que los dos se habían criado con las típicas enseñanzas misóginas y sexistas, la querían y la comprendían; lo mismo que su madre. Porque eran personas de buen corazón que simplemente querían su felicidad sin importarles dónde la hallara. 

—Jamás te dejaremos sola, cariño —le dijo su abuelo Néstor con una sonrisa llena de amor antes de abrazarla con fuerza cuando le confesó toda la verdad. Su abuela, al instante, se unió a ese abrazo. 
Por eso no iba a rendirse dijera lo que dijera su padre. 

Iba a luchar. 

Y ganaría.  

—¿Preparadas? —La bandera blanca sujetada en un palo se alzó delante de las jóvenes.
Éaco frunció el ceño, concentrándose y preparando su mente con el único fin de correr: correr y correr como si tuviera alas en vez de pies. Debía volar en la pista. Sólo así lograría ganar la corona de laurel. 

—¡Ya!

Éaco, en cuanto la bandera blanca descendió, se impulsó hacia adelante apoyando todo su peso en el pie derecho y empezó a correr. Todo desapareció a su alrededor. Era incapaz de escuchar el jaleo del público, incluso ignoró a sus contrincantes que, más jóvenes y flexibles que ella, corrían como si fueran potrillos.

Pero ella tenía un propósito, una meta muy importante más allá de ser coronada como la atleta más rápida de Micenas. 

Recurriendo a todo lo que había aprendido en corinto con atletas profesionales, Éaco sintió que su cuerpo se encendía, que pesaba menos, que sus miembros eran tan livianos como plumas y moduló su respiración de modo que oxigenara bien su cuerpo. 

Llevaba la mitad del recorrido cuando se puso en cabeza por pocos centímetros de la que había estado encabezando la carrera desde el inicio. Ésta la miró de soslayo y apretó los dientes, aumentando la velocidad. Éaco se percató de ello y aligeró un poco el paso, siguiendo su estela. pero quedándose en segunda posición sin alejarse demasiado. 

Faltaban menos de treinta metros cuando la chica empezó a resentirse por el ritmo insostenible que llevaba. Ese fue el momento de Éaco. Aprovechando que estaba más descansada que su rival, la joven sacó todas las reservas de energía que tenía guarda en su interior, y adelantó ostensiblemente a su rival, siendo la primera en cruzar la meta.

El público estalló en aplausos y comenzaron a gritar su nombre mientras aplaudían por su audacia y su gran carrera. Agotada por el esfuerzo y llena de sudor, Éaco se inclinó hacia delante para recuperar el aliento antes de poder alzarse orgullosa y mirar a su padre, sentado con los demás magistrados en los mejores asientos de primera fila.  

Dos niñas se acercaron a ella y Éaco se agachó para que le colocaran la corona de laurel, su trofeo como vencedora. La joven besó las mejillas de las dos chiquillas antes de ir en dirección a Tecmesa. Ella, que se había levantado, se acercó al filo de la barrera, a las primeras gradas y los allí sentados le hicieron sitio, conteniendo el aliento. Éaco, con una gran sonrisa en los labios se quitó la corona de la cabeza y se la ofreció.

Tecmesa, con los ojos llenos de lágrimas, la cogió y el público, conmovido por aquel gesto, estalló en aplausos coreando el nombre de Éaco, la hija de su amado estrategós Orestes. 

Las dos jóvenes se miraron sin decirse nada, porque no hacía falta. 

Sus miradas lo decían todo sin necesidad de palabras.

***

  Cada vez faltaba menos para su combate y Feres estaba tan nervioso que se veía incapaz incluso de beber el hidromiel que Menesteo le ofrecía. Sentado en un taburete, el joven aferró con fuerza la crátera con una representación deportiva.

El día no podía ser más horrible.

Salvo por la aplastante victoria de su hermana y su ofrenda a Tecmesa, para Feres estaba siendo el peor día de su vida. A causa de la jugarreta de su padre, había sido incapaz de concentrarse y tanto en la carrera de trescientos sesenta metros como en el lanzamiento de jabalina había hecho un papel nefasto. En la carrera quedó sexto, en el lanzamiento de jabalina octavo.

Y mi combate cada vez es más eminente.  

Feres no era ningún cobarde, tampoco es que fuera mal luchador, pero el pancracio era un estilo de lucha muy salvaje en el que valía todo menos matar al oponente, morderle o sacarle los ojos. Todo lo demás estaba más que permitido. Todavía se echaba a temblar cuando recordaba un pancracio que presenció a los ocho años donde uno de los luchadores retorció las partes pudientes de su oponente, dejándolas tan mal paradas que los físicos no pudieron curarlo apropiadamente y aquel pobre hombre no pudo volver a orinar normalmente. No hablemos ya de todo lo demás. 

El pancracio no estaba hecho para él porque era un estilo de combate que requería de la mala fe y de la malicia de los luchadores para ser capaz de hacer cualquier cosa con tal de ganar sin importarte el dejar lisiado o tullido permanentemente a tu rival. Pero, del mismo modo, era el estilo de lucha que la gente más apreciaba. Si eras capaz de hacer eso en un simple certamen deportivo, ¿qué no serías capaz de hacer en el campo de batalla por tu patria? ¿Era eso lo que buscaba su padre?

—No pasa nada Feres, todo saldrá bien —quiso tranquilizarlo Menesteo colocándole una mano sobre el hombro izquierdo. 

El micénico cerró los ojos y se concentró en aquel contacto, en el agradable calor de su mano. Su amigo había terminado todas sus pruebas, batiendo récords nuevos y consiguiendo todos los laureles, coronas que, como siempre, terminaba por ofrecerle a él. Feres siempre había visto ese gesto como algo inocente, como un símbolo de su camadería y amistad. Ahora ya no lo tenía tan claro.

A pesar de haber aceptado sus ofrendas, no había sido capaz de sonreír ni una sola vez. ¿Y si Menesteo sentía algo por él? ¿Y si Feres también? Se conocían desde hacía diez años y siempre habían sido amigos, los mejores amigos. Pero nunca había sentido por él el cariño que sentía por su hermana. El amor que sentía por Éaco era grande, pero no intenso; un amor que no dolía ni tampoco era agridulce por mucho que se pelaran o por mucho que pasaran meses sin verse por los viajes de ella.

Mas con Menesteo era distinto. Aquellos tres años de ausencia habían sido una auténtica agonía, una sensación de vacío que llevaba a Feres a buscar aquel rostro tan querido por todas partes aun a sabiendas que jamás lo hallaría. Había días en los que la soledad lo atormentaba y deseaba sentir el calor de aquella mano que ahora lo estaba reconfortando sin necesidad de nada más. 

Feres abrió los ojos de golpe y una lágrima descendió por su mejilla. ¿Por qué no podían estar siempre así? ¿Por qué las cosas habían tenido que cambiar? O puede que no, que todo siguiera igual y que, en verdad, lo único que estuviera cambiando era que él se estaba dando cuenta de sus sentimientos. 

Porque ya no era un crío.

—Gracias por estar siempre a mi lado, Menesteo —le dijo dándose la vuelta para poder mirarlo a los ojos.

—No tanto como me gustaría.

Feres se sonrojó, aunque no apartó la vista porque era incapaz de apartar la mirada de los iris de Menesteo. Había tanto amor en ellos que se sintió abrumado y, a la vez, feliz por tenerlo a su lado. Por tener su amor.

Porque eso era lo que le decían sus ojos. 

Le hablaban de amor, no de amistad, ni pasión, ni camadería, solamente amor. ¿Cómo no había sido capaz de verlo antes?

—Menesteo, yo…

—Ya es la hora, Feres, hijo de Orestes, de Micenas —dijo uno de los organizadores entrando en la tienda, rompiendo aquel momento íntimo entre los dos.

Suspirando, Feres asintió, dejó el hidromiel sin tocar y se levantó. 

—Te acompaño — se ofreció.

—No hace falta. Ve a la grada.

Menesteo dudó unos instantes antes de asentir no demasiado conforme, pero dispuesto a cumplir con su deseo. 

Juntos, salieron de la tienda y, una vez fuera, cada cual tomó un camino. Feres se dirigió a una de las vasijas llenas de arena y aceite y se untó el cuerpo de nuevo antes de suspirar y dirigirse a la arena del estadio. 

A pesar de que pronto se pondría el sol, nadie se había movido de sus asientos ya que el pancracio era la última de las competiciones así como la más esperada y deseada por el público. Sin entrar todavía hasta que no anunciaran su nombre, Feres se giró hacia su oponente cundo sintió una presencia a su lado. Se llamaba Hiparco y era tres años mayor que él. Hacía poco que había regresado a la ciudad después de haber estado trabajando como mercenario en oriente. El chico lo miró por encima del hombro, con un brillo de desdén y envidia en la mirada por el simple hecho de ser hijo de quien era.
—Y, al fin, la competición que todos estabais esperando: la lucha del pancracio —vociferó el anunciador haciendo una muestra de sus capacidades para proyectar la voz —. El primer combate será entre Hiparco, hijo de Pisístrato, de Micenas contra el hijo de nuestro querido estrategós, Feres, hijo de Orestes, de Micenas.   

La concurrencia estalló en aplausos y vítores mientras los dos avanzaban en dirección al centro de la arena con las manos desnudas, los pies descalzos, un simple rectángulo de tela en sus caderas y brazos y piernas embadurnados en aceite y arena.

Los dos se colocaron uno frente al otro, mirándose a los ojos casi sin pestañear y sin hacer ningún movimiento hasta que el juez, a unos metros de ellos, no diera la orden de comenzar.

El corazón de Feres latía con fuerza en el interior de su pecho y apartó la vista de su rival para buscar el rostro de Menesteo. Lo halló sentado al lado de Meleagro, unas gradas por encima de donde Orestes y los magistrados estaban sentados. 

—Te voy a destrozar, Feres, hijo de Orestes —le dijo Hiparco sin esconder el deje venenoso de su voz. Feres volvió la mirada hacia él sin decir nada. Sus ojos ya hablaban por sí solos.
—¿Preparados? —preguntó el juez de forma mecánica mientras alzaba la bandera blanca hacia arriba. Ante ese gesto, el público enmudeció —. ¡Comenzad!

Sin perder ni un segundo, Hiparco se precipitó hacia él con los brazos por delante en dirección a su cuello. Feres, frunciendo el ceño, se apartó de su caminó, colocándose en su flanco derecho a la vez que se preparaba para asestarle un puñetazo. 

Derrapando por la arena, Hiparco logró esquivar su ataque y lo cogió del brazo. Feres apretó los dientes cuando su rival lo lanzó a varios metros y el chico decidió dejarse caer y dar una voltereta en el suelo antes de incorporarse. De nuevo en pie, Feres abrió mucho los ojos y se hizo a un lado para esquivar un nuevo ataque de su oponente por los pelos. El público, ante aquel inicio, gritó presos de la emoción.

Cruzando los brazos frente al pecho, el joven paró la patada de Hiparco que lo hizo retroceder antes de agacharse y rodar por el suelo para ponerse a su espalda. Una vez allí, se preparó para golpear la parte trasera de su rodilla, pero Hiparco fue más rápido. Su pie derecho impactó en el mentón de Feres que se mordió el labio inferior y cayó de espaldas.

El sabor de su propia sangre le llenó la boca en el mismo instante en el que rodaba por el suelo para apartarse de su oponente.

—¡Eres un cobarde que sólo sabe huir! —le espetó Hiparco con los ojos inyectados en sangre —. Te voy a romper todos los huesos del cuerpo para que todo el mundo sepa que no eres nada por mucho que Orestes sea tu padre.

Sin perder la calma ante sus palabras, Feres tomó aire antes de volver a esquivar un nuevo ataque de aquel toro humano dirigido a la boca de su estómago. No podía dejar que lo golpeara de nuevo porque, a diferencia de Menesteo, la mejor cualidad de Feres era su rapidez más que su fuerza física. Pero Hiparco era puro músculo, velocidad y pura fuerza bruta así que lo único que le daría la victoria sería su astucia y la poca ventaja que le daba ser un poco más rápido que él. 

Sin perder la oportunidad, Feres logró golpear a Hiparco en las costillas con un buen codazo. El susodicho se volvió hacia él con la ira pintada en el rostro y se tomó unos segundos para respirar antes de ir a por Feres con la intención de hacerle más daño de lo que él le había hecho con aquel golpe. 

Lanzándose al suelo y derrapando por él, Hiparco lo cogió por el tobillo derecho y lo tiró al suelo. El público contuvo el aliento cuando Feres se golpeó la cabeza de mala manera. Sin haber logrado sobreponerse al dolor de testa y espalda, un nuevo dolor recorrió todo su cuerpo cuando los dos puños de Hiparco impactaron en su estómago, cortándole de raíz la respiración y haciéndolo gritar a la vez, perdiendo con ese grito el poco oxígeno que le quedaba.

Le pareció escuchar jadeos y gritos desde las gradas cuando las manazas de Hiparco lo cogieron de ambos lados de su cabeza. Sabiendo lo que pretendía, Feres reunió las pocas fuerzas que le quedaban para pegarle un buen rodillazo en el pecho y apartarlo de encima de él con ayuda de su pie, lanzándolo con todo lo que tenía a unos metros de él. 

Mareado y sudando a chorros, con terribles dolores palpitando por todo su cuerpo, Feres intentó escabullirse para ponerse en pie. Pero, de nuevo, Hiparco lo cogió por los tobillos y lo derribó de boca y con más saña que la vez anterior. Un sonido de huesos rotos y un dolor insoportable le informaron a Feres que se acababa de romper la nariz. La arena no tardó en llenarle la boca al igual que la sangre. Respirar estaba comenzando a ser una tarea imposible.

Hiparco le dio la vuelta de una patada en el costado y se arrodilló encima de él con el puño en alto, dispuesto a golpearlo hasta destrozarle la cara y dejarlo completamente fuera de combate.
Y nadie lo detendría.

Una súbita rabia, un calor que amenazaba con desintegrarlo, recorrió cada uno de sus vasos sanguíneos y una ola de energía estalló fuera de su cuerpo. Ésta impregnó la tierra que había debajo de él y un cúmulo de arena se alzó como si tuviera vida, golpeando los hombros de Hiparco y arrojándolo casi hasta la zona de las gradas de la arena. 

Con energías renovadas, con una fuerza inconmensurable y sin que el dolor de su cuerpo y nariz rota le importaran, Feres se alzó como si alguien o algo lo estuviera empujando desde atrás sin necesidad de que sus miembros tuvieran que hacerlo. 

Hiparco acababa de despertar al Nigromante que Feres llevaba dentro, ese poder mágico que el chico había temido desde que se manifestó por vez primera y que le había ocultado a todos por miedo. 

Pero ya no temía ese éxtasis que le recorría, esa adrenalina que vibraba por cada recoveco de su cuerpo. ¿Por qué debería sentir terror si esa energía era parte intrínseca de él mismo? Feres jamás había sido un cobarde y ahora tampoco.    
       
La valentía es saber qué es lo que no debemos temer.

Y la magia elemental estaba de su lado. 



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