miércoles, 18 de julio de 2018

Relato: Dirty Desire

Hola a todos, bibliotecarias y bibliotecarios:
Hoy os traigo un nuevo relato ya que, como era de esperar, no he conseguido que sea seleccionado en el certamen de "Empotradoras" y, para dejarlo en el PC muerto del asco, lo comparto con todos y todas vosotres ya que me lo pasé genial escribiéndolo y estoy orgullosa de cómo me quedó.

PD: podéis comentar lo que querías sobre el relato, seguirme en el blog, en redes, etc. Lo que queráis.

Y, ahora, sí, os dejo con el relato:




Dirty Desire


No sé bien cuando comenzó.
Tampoco cuál fue el detonante de que se diera esa situación que no dejaba de repetirse una y otra vez cuando la noche abrazaba toda la ciudad con su manto oscuro y perlado de estrellas.
Al principio todo era tan confuso que no le daba importancia a la extraña sombra que me parecía ver antes de irme a dormir, creyendo en mi ingenuidad que era producto del cansancio o un simple juego de sombras. Luego, con el paso de los días, un extraño malestar, como un mal sueño, me despertaba con el cuerpo sudoroso y con el desconcertante recuerdo de una figura tan borrosa que no era incapaz de identificar nada.
Si la cosa hubiera terminado ahí, claramente todo habría sido unas simples ensoñaciones, unas jugarretas que mi cerebro me habían jugado mientras continuaba su actividad en el mundo de los Sueños.
Pero nada terminó, sino que este extraño episodio fue a más.
Los sueños donde se me aparecía aquella figura fueron poco a poco aclarándose a medida que los días transcurrían. Días en los que, en cuanto despertaba, no dejaba de darle vueltas intentando ir más allá. Porque, mientras soñaba, yo sabía que esa figura (fuera lo que fuese) era completamente visible y que yo sabía qué o quién era. Mas, al despertar, cuando el raciocinio y la realidad se abrían paso dentro de mi mente, los recuerdos de los sucesos acontecidos durante el sueño se desvanecían; se me escurrían de entre los dedos como si éstos fueran un Diente de León con las flores blancas y alguien soplara sobre este para hacer que no quedara más de él que el tallo; desapareciendo los pétalos en el horizonte hasta desvanecerse para siempre.
Ante esta situación, mi madre se sintió tremendamente preocupada por mi extraño comportamiento, pues decía que estaba cada día más distraída y ausente.
—Siempre has sido una niña muy pensativa, pero últimamente lo estás más — me dijo sin ocultar el grado de preocupación y malestar que sentía por mi causa.
Yo no supe qué decirle. Era cierto que, desde bien niña, siempre me había sentido fuera de lugar, como si aquello que se suponía debía hacer un niño no fuera un asunto que me concerniera. Tal era así que, en vez de jugar con muñecas de trapo, ir a la iglesia a rezar todos los días, o reunirme con las demás niñas para aprender labores de costura, me dedicaba a leer todos los libros que mi padre tenía en su biblioteca. Fue entonces cuando mis padres se dieron cuenta de algo que los dejó anonadados. ¿Cómo era capaz de leerlos si nadie me había enseñado a leer? Pues no olvidemos que las mujeres no necesitaban saber leer ni tampoco recibir la educación del trivium (Gramática, Retórica y Dialéctica) ni del quatrivium (Aritmética, Música, Geométrica y Astrología). 
Recuerdo como si fuera ayer lo que hice después de que mi padre me hiciera esa pregunta con los ojos casi fueras de las órbitas. Me encogí de hombros antes de responderle: — ¿Por qué no iba a saber?
Y era cierto. 
¿Por qué no iba a poder saber leer si mis hermanos sabían, los profesores sabían y yo, al estar siempre con ellos, había aprendido las letras por mi cuenta mientras los observaba desde mi sitio con la labor de costura olvidada? No era demasiado complicado. 
Ante este descubrimiento, mis padres se maravillaron y se horrorizaron a la vez, y la cosa empeoró cuando mi cuerpo comenzó a ser capaz de manipular los elementos, a hacer cosas que las personas normales no podían. La magia estaba en mí, una que se nutría del organismo mismo de la Tierra; de las fuerzas sobrenaturales de los cuerpos celestes y del infinito e inescrutable Universo. 
En contra de la norma y de lo estipulado por la sociedad, mi padre me dio permiso para aprender a desarrollar mi «habilidad» (porque decir que era una bruja o hechicera era jugarse el pellejo con la naciente y creciente Inquisición) con un reputado «hombre de saberes y ciencias» para que me instruyera en lo «suyo». 
Así pues, con seis años, empecé mi aprendizaje en la bonita casa de mi maestro Leovigildo, el cual me otorgó una educación que, de no haber sido la hija de un burgués de clase media, no habría podido recibir por dos factores fundamentales: uno por no tener los fondos con los que pagarle y el otro porque una hija de la nobleza estaba destinada a ser tratada como carne y mercancía para pactos matrimoniales entre familias de rancio abolengo. 
¿Qué me enseñó? Lo siento pero eso es algo que aquellos que no son como nosotros no tienen derecho a saber, mas seré misericordiosa y os diré que aprendí a controlar mi poder, a acudir a las fuentes adecuadas y a las palabras pertinentes para poder conseguir que las fuerzas que mueven el planeta, aquellas que regulan el equilibrio natural, hicieran lo que yo quería. Eso sí, a costa de un precio. Porque la magia no es gratis. Hay un precio que pagar cada vez que se utiliza, y no es barato precisamente dependiendo lo que quieras realizar.   
Pero esa parte tan feliz de mi vida duró hasta hace unos meses puesto que, con dieciocho años en mi haber, debía casarme de una vez.
—Demasiado tiempo se ha postergado ya —rezongó mi padre cuando me negué a abandonar las clases de Leovigildo. No quería renunciar a mi anciano maestro. Me agradaba su compañía al igual que aprender todo lo que él me enseñaba. Siempre había cosas nuevas que descubrir, y mi hambre de saber y conocimiento no tenían límites —. Deberías haberte casado hace ya tres años, pero te concedí el capricho. Es hora de que seas una buena hija y cumplas con tu deber.
Mi deber.
Mi cometido.
Esas dos palabras me daban arcadas. ¿Qué cometido y qué deber? Yo no le debía nada a mis padres más allá que mi amor y respeto por haberme dado la vida y cuidarme. ¿Por qué debería desposarme con el hombre que él eligiera para mí? Es más, ¿por qué debía casarme?  
—¿Es que no te gusta ningún muchacho? —me preguntó mi madre con tacto, como si estuviera hablando del tiempo mientras me obligaba a coser un bordado, algo que no sabía hacer ni me interesaba. 
—No —respondí tajante.
Y era verdad.
Jamás me había interesado por ningún chico ni joven ni adulto. Los hombres siempre me habían parecido unos seres sucios, tediosos, engreídos y estúpidos hasta decir basta por mirarnos como si fuéramos inferiores a ellos; meras  gallinitas que estaban para poner huevos cuando ellos querían tener hijos y todo lo demás para satisfacerlos sin importar nuestra opinión o nuestras preferencias. 
—Pues ya es hora de que te intereses en ellos —ordenó más que me aconsejó o comentó.
En ese momento me quedé con las ganas de decirle que aquello era más fácil de decir que de hacer, pero me contuve. No quería discutir y más cuando estaba tan triste por no poder seguir aprendiendo con Leovigildo y con los extraños sueños que me tenían tan intrigada y ansiosa. 
Hacía poco que había podido distinguir una preciosa cabellera castaña que parecía deliciosa y dulce miel, así como unos labios voluptuosos y de color rojo, y una piel bronícea que parecía destellar como ese mismo metal.
Así y todo, y cuando podía, me escapaba para ver a mi maestro y este aprovechaba para enseñarme alguna u otra cosa y darme libros de encantamientos de tapadillo.
Porque debo deciros algo: mi padre no es tonto.
En realidad no se puede ser estúpido si se es comerciante. Y él es uno de los mejores comerciantes de esta ciudad y de muchas otras más. Tal es así que, sin que yo lo supiera en un principio, usó como quien no quiere la cosa mis habilidades para que sus negocios salieran de perlas. Me preguntaba con inocencia sobre las mejores cosechas a treinta kilómetros a la redonda, sobre el tiempo que haría, sobre cómo se puede evitar una plaga… Y yo, al responderle, haciendo magia sin percatarme, propiciaba que todos sus tratos y negocios transcurrieran de forma satisfactoria, hasta que fui lo bastante mayor para darme cuenta y para que él me pidiera ciertos «favores» que yo, como hija, debía hacerle.
—Porque yo soy quien te está criando y manteniendo, niña. ¿Qué serías sin mí?
De nuevo callé y no le dije que, sin él, podría ser lo que quisiera mientras que bajo su amparo y su yugo me impedía extender el vuelo.
Sí, es lo que estáis pensando: todavía ayudo a mi padre con mis poderes y por ello, y aunque sabe que a veces lo desobedezco respecto a lo de mi maestro, lo deja pasar. Porque está negociando para casarme con un buen partido, un buen pez gordo de los negocios que acaba de comprar un título de conde por cinco cofres de oro; una minucia para él según he escuchado. 
Imaginaos que yo me case con un conde. Eso dejaría a mi familia emparentada con la nobleza y mi descendencia pasaría ser hijos de un noble. No hay nada que un burgués desee más que tener ese título que le falta para poder equipararse de forma legal a la aristocracia que, teniendo menos riquezas, tienen más privilegios a causa de su casta. 
Así pues, aprovechando una tarde en la que estaba sola en la casa, me marché a ver a mi maestro para explicarle lo de mis sueños, algo que cada vez se me antojaba más real y menos ensoñación. Además, ya había visto qué era esa figura y, aunque incorpórea, había producido en mi cuerpo sentimientos extraños; algo que nunca antes había sentido.
Cuando llegué a su puerta, él ya me estaba esperando y nos abrazamos con cariño antes de pasar a la biblioteca donde tenía una salita contigua con una mesa y sillas donde tomar un tentempié.
—¿Te apetece un poco de té? —me ofreció con su acostumbrada afabilidad.
—Sí.
Nos sentamos uno frente al otro y Leovigildo calentó en un santiamén la tetera de hojalata donde siempre hervía el agua para el té. Lo sirvió en dos tazas de porcelana (puede que fuera un mago solitario, pero siempre había tenido gustos refinados y patrimonio para costeárselos) y tomé un sorbo antes de entrar en materia.
—Maestro, hace un mes que tengo sueños muy extraños —le dije mirándolo a los ojos.
—¿Extraños? ¿En qué sentido? ¿Premonitorios?
Negué con la cabeza. 
— Ojalá fuera eso. No. Se trata de otra cosa.
—Habla, te escuchó —me animó al verme vacilar.
—Al principio no le di importancia, pero, con cada noche que pasaba, lo que al principio era una extraña sombra escondida entre una espesa bruma, se fue haciendo cada vez más visible. —Tragué saliva—. Anoche pude acabar de verla y parecía muy real.
—¿Qué viste, Elinor?
—A una mujer.
—¿Una mujer?
Yo asentí y bebí algo de té antes de proseguir. 
—Sí, es una mujer hermosa ataviada con un peplo de seda transparente cual diosa pagana. Posee una cabellera ondulada del color de la miel y unos ojos que cambian de color al igual que unos labios jugosos y rojos. 
Callé al no poder continuar, sonrojada hasta la raíz del pelo mientras la imagen de aquella mujer volvía a producirme un calor interior sofocante y una palpitación inesperada en mi feminidad. En mi imaginación rememoré sus andares de gata, el bamboleo seductor de sus anchas caderas y la turgencia de sus pechos con los pezones erectos acariciando la hermosa tela de seda que enseñaba más que ocultaba. Jamás había visto algo tan hermoso, algo tan bello que cortaba la respiración y te hacía temblar de arriba abajo. 
Mi maestro se mantuvo en silencio unos instantes. 
—¿Estas segura de que era un sueño?
Dudé unos segundos antes de decir:
—No. Es decir, no estoy segura, pero creo que estaba despierta y esa mujer estaba en mi alcoba, a los pies de la cama.
—¿Qué hizo después?
Apreté los puños y me sonrojé aún más antes de contárselo. 
La mujer, cruzando mi alcoba, subió a mi lecho y gateó hasta colocase encima de mí. Yo, con la respiración agitada y admirando su belleza, me quedé completamente paralizada sin saber qué hacer. Estaba tan fascinada que no parecía ser la dueña de mi cuerpo. La dueña de nada, en realidad. La mujer me acarició las mejillas y el cabello antes de darme un beso en los labios, uno que pasó de ser un simple contacto a ser puro fuego ardiente, un juego brutal de lenguas y respiraciones entrecortadas. Entonces, sin dejar esa batalla, las manos de ella recorrieron mi cuerpo por encima de la tela de mi camisón y un calor palpitante me recorrió por entera y se instaló en mi sexo, haciendo que una cálida humedad brotara de él.
Un hambre animal, una necesidad vital, se apoderó de mí y mi mente comenzó a imaginar múltiples escenas, infinidad de cosas que ella y yo podríamos hacer en esa cama. Entonces, como si nada de aquello fuera real, abrí los ojos y ella ya no estaba.
—¿Qué cree que es, maestro? ¿Podría ser un demonio súcubo como dicen los religiosos? 
—Querida niña, eso son fantasías de esos fanáticos. Ya te dije que nada de esa creencia es cierta, solamente es una burda forma de intentar explicar procesos históricos, tener poder social y político y dar una explicación a fuerzas que van más allá del entendimiento humano. O, mejor dicho, del entendimiento de aquellos que no son como tú o como yo. 
—¿Entonces? ¿Un espíritu?
—No, puesto que sentiste un cuerpo sólido a pesar de su forma etérea. No, es otra cosa. 
—¿El qué? —le insistí bastante desesperada.
—Algo que solamente tú puedes descubrir, Elinor. Tú y sólo tú.
Sin sacar nada en claro, me marché y regresé a casa donde mi madre me regañó por haber desaparecido, desobedeciendo a mi padre yendo a ver a mi maestro cuando debería estar en casa practicando la costura. Pronto iba a casarme, ¿cómo podía llamarme mujer y esposa si no sabía ni bordar mis iniciales en un pañuelo? Yo aguanté su perorata sin prestarle atención, ya que en mi mente no dejaban de dar vueltas las últimas palabras de mi maestro. No era nuevo para mí la forma de hablar de mi maestro, una más enigmática que esclarecedora, pero siempre decía aquello necesario para que uno mismo llegara al quid de la cuestión. Y, mal que me pesara, al parecer yo era la única que podría descubrir quién era esa mujer y qué quería de mí.
Por eso, aquella noche me retiré a mis aposentos antes de lo acostumbrado y, después de ponerme mi ropa de cama, me quedé sentada en a los pies del lecho en la más completa oscuridad. 
La figura no se hizo de rogar.
Frente a mí, poco a poco, como salida de una bruma inexistente, se materializó al igual que la noche anterior, con su peplo de seda que se le pegaba al cuerpo y mostraba su anatomía femenina y sensual. Con su melena ondulada cayendo como una cascada sobre sus hombros hasta llegarle a los pechos con los pezones enhiestos, unos que pedían a gritos ser mordisqueados y lamidos. 
Las campanas de la iglesia dieron las once cuando ella se acercó a mí y me acarició los labios con dos dedos, unos que eran tan de carne y huesos como los míos.
—¿Quién eres? —le pregunté en un susurro mientras le tomaba aquella elegante parte de su cuerpo y le besaba los nudillos. Ella no respondió más allá de pegarse más a mí.
El corazón me palpitaba con fuerza, tanta que me dolía. La respiración se me agitó cuando sentí su aliento cada vez más cerca, y toda yo temblé ardiendo cuando su olor me asaltó las fosas nasales. Quería besar sus labios, quería sentir mi cuerpo pegado al suyo, que mis pechos se rozaran con los suyos y que su sexo y el mío se unieran en un acoplamiento perfecto. 
Cuando tocó la última campanada, ella acabó con la distancia que nos separaba y juntó sus labios rojos con los míos. Una corriente eléctrica me recorrió de arriba abajo y me sentí desfallecer cuando su lengua entró en mi boca y buscó la mía para jugar con ella, para que bailaran con movimientos que se me antojaron lujuriosos. Sí, esa era la palabra y al fin podía entender su significado. ¿Era esto lo que sentían los hombres que querían yacer con nosotras? ¿Era lo que una mujer podía encontrar en los brazos de un varón? 
No, estaba segura de que no. 
Aquello era algo más, algo que se escapaba al entendimiento y al raciocinio. Era más que una búsqueda unipersonal del placer, era el gozo de sentir que tu amante disfrutaba, era el regocijo de saberte el causante de cada uno de sus gemidos, de cada estremecimiento que lo portaba a la más absoluta enajenación pasional.
Y eso era lo que ella estaba haciendo conmigo.
Sus manos me acariciaban la espalda por encima del camisón blanco, y desabrochó el botón que había en la parte trasera de mi cuello para descender de nuevo y meter las manos por debajo y ascender por mi espalda. El camisón salió sin esfuerzo de mi cuerpo y me hizo retroceder en el lecho mientras ella soltaba los broches de oro que le sujetaban el peplo por los hombros. La tela cayó como un manto junto a mi ropa de cama y gateó hacia mí para capturar mi boca otra vez.
Con ella encima de mí, dejé que sus manos suaves y de dedos elegantes me acariciaran la piel. Me recorrieron las costillas hasta llegar a las caderas donde me masajeó el estómago a la vez que se apartaba de mi boca y besaba y lamía mi cuello. Yo, resollando, me revolvía bajo ella con el cuerpo ardiendo y sintiendo humedad entre las piernas. Sus labios suaves como una flor capturaron mi pezón izquierdo y lo lamió y mordisqueó mientras yo me deshacía en gemidos y jadeos, aferrándome a la sábana de la cama. 
Cuando se cansó de torturarlo, decidió hacer lo propio con el derecho a la vez que colocaba su mano izquierda entre mis piernas y me las separaba, como si fuera una flor a medio abrir que necesitara ayuda para terminar de florecer.
Las sensaciones que se apoderaron de mí fueron tan potentes que creí que perdería el sentido. Un indescriptible placer me recorría juntamente con un calor que amenazaba con abrasarme y volverme loca; una locura que nada tiene que ver con la razón sino con otra cosa que no tiene nombre. 
Sin dejar de saborearme, de tocarme por donde ella quería, acarició mi clítoris de forma certera, rítmica y lenta; un vaivén que yo no tardé en imitar con mis caderas. El primer orgasmo de mi vida no tardó en brotar, explotar y expandirse por todo mi cuerpo. Y fue en ese momento de apoteosis cuando dos de sus finos dedos se introdujeron en mi cavidad secreta, eso que las mujeres debemos proteger más que nuestra propia vida, eso que la sociedad donde los hombres gobiernan han decidido llamar «virtud» con excusas religiosas pero que no es más que el miedo propio de unos estúpidos temerosos de legar su apellido y todo lo que poseen a alguien que no tiene su sangre.
Respirando cada vez más agitadamente, me medio incorporé para poder besarla y saborear su piel mientras, implacable, pero con suavidad y dulzura, me penetraba con aquellos maravillosos dedos. Sus ojos y los míos tomaron contacto antes de que ella sacara la lengua y yo la mía para poder saborearnos la una a la otra hasta que un nuevo orgasmo hizo que cayera en la cama de espaldas y casi sin sentido.
Se apartó de mí y me dio un beso en la frente antes de levantarme y colocarme con suma facilidad sobre ella. Sin que dijera nada, sus ojos me instaban a que hiciera con ella lo que quisiera, que explorara cada recoveco de aquel cuerpo escultural esculpido por el mejor de los artistas helenísticos de siglos anteriores. 
Tragué saliva antes de dejar que mis instintos y mi deseo se apoderaran de mis acciones. Dejando que mi mente y la lujuria del momento tomaran el control, comencé a lamerle la piel del cuello y fui descendiendo poco a poco hasta el nacimiento de sus generosos pechos. Besé cada uno de ellos y saboreé sus sonrosados y erectos pezones como si fueran aquellos dulces asiáticos que mi padre solía regalarme para mi cumpleaños, pero esto era infinitamente más delicioso.
Su cuerpo era como una droga, como un afrodisíaco, el néctar y la ambrosía de los dioses grecoromanos: cuanto más degustabas más querías.
No sé cuánto estuve regodeándome en aquella tersa piel bronícea hasta quedar satisfecha por los temblores de ella, sus gemidos y por la humedad que goteaba de su sexo, con un olor tan fascinante y atrayente, que me estaba haciendo la boca agua. 
La quería a ella.
La quería en mi boca.
Sin contenerme, sin pensar en que aquello que estaba haciendo era tachado como algo incorrecto, como algo aberrante y obsceno, llevé mis labios a su lugar prohibido, al monte de venus, y succioné y lamí separándole más las piernas y aferrándole los muslos para poder acomodarme mejor y para evitar que ella se moviera a causa de mis atenciones.
La temperatura de la alcoba subió así como los jadeos y gemidos de mi amante que se metían en mis tímpanos y se me antojaban la más hermosas de las canciones, mucho más que el coro de la iglesia en las fiestas que tanto emocionaban a mi madre y que a mí tanto me aburrían.
Al poco rato, el orgasmo la catapultó al séptimo cielo, pero yo no me detuve y continué estimulándola con la lengua, pasándola por su clítoris y por su jugosa entrada, tierna y tan dulce como toda ella. Le sucedieron más orgasmos hasta que  me apartó y me obligó a besarle la boca, uniéndose nuestros labios en una mezcla de fluidos que me mareó y casi me hizo explotar de placer.
Quería más.
Mucho más.
¿Qué era esto que me martilleaba el corazón?
Mi hermosa amante me colocó frente a ella y me separó las piernas a la vez que me instaba a cercarme a ella. Entonces ella hizo lo propio y juntó nuestros sexos. Aferrándonos de las manos, comenzamos a movernos al compás y cada roce me nublaba la vista, me hacía estremecer, me hacía querer gritar de placer.
Sí.
Sí.
SÍ.
Nuestras bocas se unieron mientras nuestros cuerpos copulaban, se unían en uno y el entendimiento acudía a mi mente al igual que las palabras de mi maestro.
Por fin comprendía quién era esa mujer.
—Eros —murmuré contra sus labios húmedos e hinchados.
Ella sonrió con un asentimiento antes de aumentar sus movimientos y hacerme gritar.
Eros. Eso era ella: mi Eros. Mi pasión, mi lujuria y mis deseos más oscuros y secretos echo carne y huesos; mis ensoñaciones y fantasías creadas por mi subconsciente, esas que todos los mortales tenemos y que sólo nos atrevemos a pensar en ellas una vez estamos bajo el amparo de la oscuridad y en la soledad de nuestras camas.  
» Algo que solamente tú puedes descubrir, Elinor. Tú y sólo tú—me había dicho mi maestro.
Y tenía razón, pues sólo yo podía descubrir quién era esa mujer, mi Eros personal, la compañera que mis más ocultos deseos quería y anhelaba y que mi magia había traído del fondo de mi mente hasta hacerla corpórea.
Yo la había hecho realidad.
Yo la había creado y siempre sería solamente para mí.
Grité su nombre cuando unos descontrolados temblores amenazaban con la explosión final de aquella noche de sexo. La primera noche de las muchas que le seguirían y que sería así hasta que yo dejara de existir.
¿Quién quería buscar fuera lo que ya tenía dentro de sí mismo?
¿Quién quería casarse con un conde teniendo el Deseo y el Amor perfecto? 
Por nada del mundo cambiaría este momento, este ahora en el que el placer más sincero y sucio, puro y a la vez deseado me recorría por entera.
La iglesia puede llamar a esto impudicia, tratos con el diablo o como ellos quieran, pero jamás cambiaría este ardiente deseo sin importar las consecuencias.
A partir de ahora mi sexualidad era mía y solo mía.  

    


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