domingo, 12 de mayo de 2019

La belleza de las estrellas: Capítulo cuatro


Capítulo 4: Si no esperas lo inesperado no lo reconocerás cuando llegue*

*Frase de Heráclito 

No podía ser verdad.

Aquello debía de ser una pesadilla.

Pero estaba despierto. ¿Una alucinación? No, tampoco porque todos los presentes estaban tan sorprendidos como él. 

Lo que le mostraban sus ojos era cierto.

Sin poder apartar la mirada de la figura de su hijo, Orestes lo vio incorporarse como si un ente invisible lo hubiera alzado, pero no había sido un ente sino su capacidad de controlar el viento lo que había permitido que se alzara de aquel modo.

Totalmente erguido cuan largo era, Feres, con la nariz rota chorreando sangre, caminó hasta su contrincante y Orestes pudo sentir la poderosa energía que emanaba de su cuerpo.

¿Desde cuándo? ¿Cuándo su hijo había desarrollado aquella facultad maldita? Orestes odiaba la magia y todo lo que ésta representaba para el mundo. Aunque los Magus Regis insistían que esos poderes eran un regalo de los dioses a unos pocos elegidos, él no estaba tan seguro de que los dioses dotaran a los humanos con unos dones tan peligrosos que podían destruir ciudades enteras sin pestañear.

Y él lo había visto durante las guerras que había librado. Había contemplado el poder abrumador que hombres y mujeres eran capaces de controlar, ese mismo que la historia explicaba que había estado a punto de destruir Tarpeya durante la guerra interna entre los magos después de la muerte de uno de los fundadores de la academia Dioscuroi: Pólux. Aquel asesinato fue el detonante de una lucha interna para hacerse con el poder supremo de la academia, el lugar donde los «bendecidos» con el poder eran instruidos para llegar a ser Magus Regis. Aquellos que consiguieran su mando serían los amos y señores de las armas más letales de Tarpeya. Gracias a los dioses, el lado vencedor fue el de Cástor, hermano de Pólux, que murió en combate y la paz arribó después de ocho años de guerra cruenta y sangrienta.

A pesar de los años trascurridos desde aquellos tiempos —nada menos que setenta y tres años —, la Era de la Discordia era temida por todos y nadie estaba muy entusiasmado porque semejante conflicto volviera a repetirse, terminado así con la Era Palatina que estaban viviendo ahora. O, al menos, no esperaban algo semejante de forma inmediata.

Porque la historia, cíclica, siempre se repite y, algún día, una nueva guerra de magus estallaría. Y Orestes esperaba que ni él ni sus hijos estuvieran vivos para verla. 

Esto no puede seguir así.

El estrategós, con el corazón encogido, siguió los movimientos de su hijo que, caminando despacio, se acercaba a un Hiparco atontado por el golpe y que intentaba despejarse y levantarse. 

Debía detener aquella locura.

—Hay que detener el combate —musitó con la intención de levantarse, pero la mano del arconte epónimo le detuvo. 

—No te atrevas, Orestes. El combate debe seguir.

—Pero…

—¿Quieres dejar a Hiparco como un cobarde y a tu hijo como alguien que no es capaz de hacer nada sin tu consentimiento? Ya es hora de que dejes que tu hijo decida y que crezca fuera de tu influencia.  
Incapaz de rebatir al importante magistrado, Orestes se resignó a ser un simple espectador más.

***

Se sentía bien.

Muy bien en realidad.

Nunca antes se había sentido tan vivo y tan en sintonía con aquello que lo rodeaba. 

Feres se detuvo y contempló a Hiparco que, con dificultad, lograba incorporarse. Su respiración agitada, el latido de su corazón acelerado, Feres era capaz de sentir cada uno de los cambios más fundamentales del cuerpo de su contrincante a causa de su domino sobre el viento que, si bien era básico e instintivo, le serviría para vencer el combate.  

—Tramposo… —musitó el chico ignorando sus antebrazos despellejados por el roce inmisericorde de la arena—. Eso que has hecho es trampa.

—Creo que no —dijo él sin que su expresión serena cambiara, con un tono de voz mucosa a causa de su nariz rota y por la sangre que no dejaba de llenarle los orificios nasales y la boca —. El reglamento dice muy claramente que lo único prohibido en el pancracio es matar al oponente, morderle o sacarle los ojos.

Sintiendo el viento como una parte más de su cuerpo, Feres movió los brazos y un torrente de aire concentrado impactó en el pecho de Hiparco igual que si lo hubiera golpeado con la parte central de un escudo. El chico aguantó la envestida, pero no pudo evitar el cabezazo que le propinó Feres que le rompió el tabique nasal. El grito de Hiparco hizo que la piel de los espectadores se erizara y que Feres no se sintiera demasiado orgulloso de sí mismo.

—Ahora estamos en paz —le dijo mientras mantenía a Hiparco derecho y frente a él por no haberlo soltado después del cabezazo —. Es hora de acabar con esto.

Con un potente rodillazo imbuido de poder que había endurecido la arena que tenía pegada a la articulación, Feres golpeó el estómago de su rival e Hiparco soltó todo el aire de sus pulmones antes de que el dolor y la falta de oxígeno le hicieran perder el conocimiento.  

Dejándolo caer por su propio peso, el hijo del estrategós se apartó del desvanecido Hiparco y se volvió hacia el público que, saliendo de su estupor, se puso a aplaudir y a corear su nombre una y otra vez. Ignorándolos, el chico se volvió hacia la grada de los magistrados y clavó su mirada ambarina en la del estrategós con desafío y a la vez con cierto odio. Odio por obligarlo a luchar, orgullo por el Nigromante que llevaba dentro.

Orestes, incapaz de aplaudir, le aguantó la mirada sin dejar traslucir lo que sentía, aunque podía imaginarse lo decepcionado que estaría el hombre por tener a un magus en alguien de su sangre.

El calor y el estado de bienestar se marcharon de su cuerpo con la misma rapidez con los que habían aparecido y el dolor se abrió paso a codazos por el cuerpo de Feres. Incapaz ya de mantenerse en pie o de seguir aguantándole la mirada a su padre, el chico sintió que las fuerzas lo abandonaban.

Un grito ahogado del público. 

Unos brazos fuertes y cálidos alrededor de su cuerpo. 

Con los últimos rayos de lucidez que le quedaban, Feres reconoció a la persona que lo tenía entre sus brazos y, sin poder evitar sonreír, musitó su nombre.  

***

Le pesaba el cuerpo.

Mucho.

Intentó moverse, abrir los ojos, y si bien pudo hacer lo segundo, lo primero le arrancó un gemido y una mueca de dolor. ¿Dónde estaba? Le costó unos segundos darse cuenta de que se encontraba tumbado en su habitación con las ventanas cerradas y un pequeño brasero encendido. 

Movió la cabeza de un lado a otro hasta que sus ojos toparon con una figura sentada en un taburete bajo, dormitando con la cabeza y los brazos apoyados a los pies de la cama. A Feres se le aceleró el corazón al ver a su amigo allí a la vez que los recuerdos de la lucha en el pancracio se abrieron paso en su mente. Había sido incapaz de contener la magia de su interior, cosa que le había permitido ganar y que, cuando había estado a punto de desmayarse por el agotamiento, el dolor y la pérdida de sangre, Menesteo lo había cogido entre sus brazos, saltando a la arena sin importarle romper con las formas y el protocolo; abusando con ello de su posición como huésped de la ciudad.

Lo había salvado.

Una sonrisa llena de amor curvó sus labios y gruñó de dolor al sentir un tirón en su nariz fracturada. Se llevó una mano temblorosa y palpó con la yema de los dedos multitud de vendajes.

—Es mejor que no te lo toques.

La voz de Menesteo, y su fuerte y callosa mano sobre la suya más fina y estilizada, hizo que Feres clavara su mirada en él. ¿Cuándo se había despertado? 

—¿Cuánto tiempo llevo durmiendo?

—Sólo un día. Ese hijo de mala semilla de Hiparco te dañó de mala manera. Menos mal que vuestro físico es uno de los mejores. La nariz te quedará tan bien como antes y el daño interno no era tan grave como llegamos a temer en un principio. Solamente tienes contusiones y hematomas, pero los órganos internos están bien.

Eso lo alivió profundamente. Después de que Hiparco le golpeara el esternón con tanta saña no las había tenido todas consigo.   

—¿Y mi hermana?

—No se ha separado de ti en todo momento, pero ha tenido que salir para hacer algunas gestiones importantes. No creo que tarde mucho en volver.

—¿Y mi padre? —preguntó después de unos instantes en silencio ya que era lo que más quería, y a la vez, temía saber. 

—Conmocionado, tal vez. Aturdido. —Se encogió de hombros—. Está en su despacho con mi padre, creo.

—No se lo habrá tomado muy bien que digamos —comentó. No le gustaba mucho como sonaba su voz así como el tener que respirar por la boca en vez de por la nariz.

Menesteo no dijo nada, pero le apretó la mano con un poco más de fuerza. 

—No te preocupes ahora por eso, necesitas descansar.

—Sí —coincidió —. Es mejor no preocuparme ahora por mi padre. Eso ya no tiene remedio. —Calló por unos instantes antes de tomar aire —. Hay otra cosa más importante y acuciante para mí.

—Sea lo que sea, deberías dejarla para otro momento. Hipócrates nos dijo que necesitabas reposo absoluto y no exaltarte. 

—No estoy exaltado y estoy en reposo. ¿O qué es para ti estar tumbado en una cama? —bromeó para aligerar el ambiente.

—¿Eso tan importante para ti puede hacerse desde aquí sin que te muevas? —quiso saber visiblemente preocupado.

Feres asintió.

—Vale. Dime lo que es y yo te ayudaré.

—No tienes que hacer nada, solamente escucharme. 

El tebano, sin soltarle la mano —que reposaba entrelazada con la suya en su costado sobre el jergón de paja —, lo miró confuso; sin entender qué quería decir con eso.

—Quiero decirte algo —confesó, serio.

—¿Tiene que ser ahora?

—Sí.

—Feres… Yo… —Una expresión de temor y sufrimiento se cinceló en el rostro siempre impasible de Menesteo —. Si es por lo que hablamos el otro día…

—Sí —asintió —, es exactamente de eso de lo que quiero que hablemos.

El temor se acentuó en su amigo y Feres le apretó más la mano sin apartar la mirada de él. A los pocos segundos, incapaz de hacer lo propio, Menesteo agachó la cabeza, pero no le soltó la mano. 

—Desde que me abordaste de aquel modo en el pasillo y me dijiste que estabas prometido… En fin, no he podido dejar de pensar en ello y de sentirme… molesto.

» Molesto, raro, enfadado, disgustado, triste… Han sido unos días muy duros en los que mi mente y mi corazón estaban en una pugna, en una lucha interna que no dejaba de martirizarme. ¿Por qué me sentía así? ¿Por qué tenía miedo de que te alejaras de mí y a la vez te odiaba? —Suspiró, apartando la mirada del rostro ensombrecido de Menesteo hacia sus manos entrelazadas —. ¿Eran celos? ¿Pero celos de qué? ¿Era un sentimiento pueril e infantil? ¿Por qué me sentía traicionado y abandonado por el simple hecho de saber que ibas a casarte y que yo ya no sería la persona más especial e importante de tu vida? La principal, la que estaría siempre en primer lugar.

» Pero entonces me dije que yo era tu persona principal, que siempre estabas ahí y que, a pesar de no hablarnos y de mis evasivas a pasar tiempo contigo, tú me buscabas y me prestabas toda tu atención. Cierto que de lejos, pero era así. 

» Entonces pasó el incidente de mi hermana y una larga charla con ella en la que me dio en qué pensar. Me dijo si en verdad creía que tú solamente me querías como un amigo o como un hermano y si yo, a mi vez, sólo te veía de ese modo. 

Feres calló para coger aire y para observar a su amigo. Menesteo parecía estar encogido, con todas sus verdaderas emociones fuera del control de la sofrosine. 

—Menesteo, mírame —le rogó. Éste, al cabo de poco, alzó el rostro y sus ojos castaños, brillantes, amenazando con lágrimas, se quedaron fijos en los suyos —. ¿Sabes? Ayer lo tuve todo claro y al fin entendí lo que realmente siento por ti.

» Tenías razón cuando dijiste que nada había cambiado entre nosotros estos tres años salvo nuestros cuerpos, porque, sin saberlo, sin ser capaz de entender lo que realmente sentía hasta el día de ayer, yo Feres, hijo de Orestes, de Micenas; siempre he estado enamorado de ti, Menesteo, hijo de Meleagro, de Tebas.  

Una pesada carga, que no sabía que portaba dentro, desapareció de su corazón y un gran alivio lo recorrió por entero. Una sonrisa llena de ternura y amor se dibujó en su rostro y la compresión lo inundó por dentro al ser capaz de entender cómo se debió de sentir su hermana al ser capaz de afrontar lo que era y lo que sentía. 

Al aceptarse sin miedo, con el orgullo y el valor puestos en el mañana. 

Frente a él, llevándose sus manos entrelazadas a los labios, los bellos ojos del tebano, como cristales preciosos, brillaban con intensidad a causa de las gruesas lágrimas que éstos derramaban semejantes al rocío de la madrugada. Eran tan hermoso verlo sin barreras, contemplar al verdadero Menesteo de dieciséis años que se ocultaba tras una máscara pétrea de indiferencia que no pudo evitar llenarse de más amor por él.  

—¿Lo dices en serio? —le preguntó con voz mucosa. 

—Sí.

—¿Me quieres?

—Con toda mi alma y corazón. 

—¿No estarás confundido por el golpe que te diste en la cabeza? Tienes una buena brecha.
Feres se echó a reír.

—¿Eso ha sido una broma? 

Menesteo sonrió sin dejar de llorar y Feres lo instó a que se acercara a él.

—Te quiero —le susurró —. Ahora tú —le pidió. 

—¿Yo qué?

—Serás bruto. Pues que quiero que te me declares como me merezco. Acabáramos —refunfuñó irónico con una buena dosis de su drama fingido.  

—Feres, hijo de Orestes, de Micenas; eres la persona que más quiero y amo en este mundo y que siempre amaré mientras viva. 

—Así me gusta, cariño. ¿Ves como no era tan difícil?

Soltando una carcajada, ambos juntaron sus frentes, cerraron los ojos y, con cuidado, unieron sus labios en un beso casto, simple. Un contacto ligero casi como el aleteo de una mariposa seguido de lentos movimientos. 

Una oleada de luz inundó sus corazones y estos latieron al unísono, como si fuera un único órgano vital partido en dos mitades que había logrado reencontrarse y juntarse después de décadas. 

De milenios vagando sin rumbo bajo un cielo perlado de estrellas.  

***

Hacía un par de días que había sido capaz de levantarse y de caminar más de dos pasos cuando su hermana partió de nuevo hacia Corinto. Un viaje de ida sin retorno. Un viaje para empezar su nueva vida con Tecmesa.

Después de la competición, ambas hablaron, reconociendo que se amaban por encima de todo y que querían estar juntas hasta el final de sus días. Puesto que en Micenas eso era casi imposible por ser Éaco hija de quien era, las dos decidieron marchar a Corinto y vivir allí con los abuelos maternos de Éaco y Feres, un hogar en el que las dos eran más que aceptadas y bienvenidas por parte de Néstor y Casiopea. 

—Odio irme así mientras todavía estas convaleciente —se disculpó su hermana mientras lo abrazaba con cuidado de no lastimarlo. 

—No tienes por qué. Es tu vida, es tu felicidad. Es ahora o nunca. Piensa en ti por una vez en tu vida y en ella —respondió refiriéndose a Tecmesa que, sentada en un carromato tirado por dos bueyes, esperaba a su enamorada.

—Lo mismo te digo. Ahora que sabes quién eres y lo que quieres, no cometas los mismos errores que yo —le pidió mirándolo a los ojos.

—Esto y lo tuyo es diferente —musitó apenado —. Los dos somos varones y los que heredaremos el legado de nuestras familias. No quiero hacerle daño a él, ni a Meleagro… A padre tampoco. Menesteo tampoco quiere defraudar a su padre. Es complicado.

—Lo sé. Pero lo mío con Tecmesa también lo era, ¿y sabes por qué? Porque somos nosotros mismos los que complicamos las cosas. La vida per se es simple y sencilla, son nuestras acciones las que la complican. 

Feres asintió y su hermana volvió a abrazarlo.

—Te echaré mucho de menos.

—Yo también. Te quiero, eres más que mi madre y más que mi hermana.

Aquello hizo que Éaco soltara un sollozo.

—Ven a visitarme en cuanto puedas y escríbeme de vez en cuando.

—Lo haré. Sé feliz, Éaco.

—Te quiero, Feres.

Separándose sin poder contener las lágrimas, los dos hermanos se miraron una última vez antes de que Éaco subiera al carro y traspasara La Puerta de los Leones, marchándose para siempre de Micenas para nuca volver. Colocándole una mano en el hombro y otra en la cintura, Menesteo lo abrazó por detrás mientras observaban alejarse a las dos mujeres sin moverse incluso cuando sus siluetas hubieron desaparecido en el horizonte.  

***

—Veamos esa nariz.

Aguantando el tipo para no quejarse, Feres se quedó quieto mientras Hipócrates deshacía el nudo de su vendaje para ver la evolución de su fractura de nariz. Aunque todavía tenía algunos moratones por el cuerpo y le dolían, estaba bastante mejor, lo suficiente para entrenar con Menesteo y no perder la forma física. Eso sí, de forma suave y lo más delicada posible para no agravar sus contusiones. Ejercicios que, por cierto, los dos chicos llevaban a cabo en el jardín del palacio entre risas, revolcones por el suelo, besos furtivos y palabras de amor que nadie más que ellos podían escuchar. 

En los seis días que habían pasado desde la competición atlética, Feres no había visto a su padre. Del mismo modo que Orestes no había querido ver a su hija antes de su partida, parecía igual de decidido en no verlo a él. 

Aunque no fuera algo fuera de lo normal en su padre, esta vez Feres se sintió dolido.  
Porque le hubiera gustado que le dijera algo tanto por lo sucedido en el pancracio (algo que él mismo originó) como por el hecho de que se descubrieran sus poderes y, para más inri, delante de toda la polis. 

—Bueno —dijo él físico palpándole el tabique nasal —, parece que todo está en orden. Has sanado bien y rápido, enhorabuena —le felicitó.

—Supongo que tendré que darle las gracias a los dioses por haber velado por mi salud.
El hombre cabeceó, conforme.

—Me parece muy justo, jovencito. Una ofrenda a Asclepio es lo más justo.

—Aunque creo que, quien realmente es merecedor de tal gratitud, eres tú, Sanador.

Hipócrates lo miró a los ojos como si lo viera por primera vez.

—No sé por qué me llamas así, chico. Soy un simple físico.

—Puede que engañes a otros, pero a mí no. Ya no. No desde que he aceptado mi magia. Puedo sentir la magia blanca correr por tus venas.

El hombre soltó un suspiró y dibujó una sonrisa triste.

—Supongo que, ante ti, es estúpido esconderlo. Tienes razón —reconoció —, no soy un simple físico, pero tampoco soy un Magus Regis Sanador. Antes de que lograra conseguirlo, fui expulsado de la academia Dioscuroi. Soy un Renegadus.

Feres tragó saliva ante aquella revelación tan inesperada. Jamás se le pasaría por la cabeza asociar al físico que llevaba veinte años en su familia con un Renegadus que no eran otra cosa que aquellos alumnos de la academia, o incluso un Magus Regis, expulsados de la orden y/o de la institución por incumplir alguna de las reglas de la Moral y ética que regía el comportamiento de los alumnos y de los Magus Regis más de 3 veces. ¿Cuál de aquellas ocho reglas básicas habría incumplido?

—Estaba en mi último curso cuando todo se fue al garete. Era un Magus Altus a punto de hacer el examen para obtener el título de Regis cuando… — El semblante de Hipócrates se ensombreció y se llenó de tristeza —. Alguien muy importante para mí murió. Se suicidó y a nadie le importó; ni siquiera a aquel que se suponía que era la persona que le quería. La rabia se apoderó de mí e intenté…—Se hizo un corto silencio —. Las cosas se me fueron de las manos y me expulsaron. No hace falta incumplir las normas tres veces, los Magus Regis de la academia hacen lo que creen conveniente para que nada les salpique y para que nada se sepa fuera.

—Lo siento.

—No tienes por qué —sonrió —. Han pasado ya muchos años. Al poco llegué aquí y pasé a ser el ayudante del físico anterior. A los dos años murió y yo me quedé el puesto. 

—Ahora entiendo por qué eres tan bueno: usas parte de tu magia.

Hipócrates pasó una mano por su estómago y un ligero calor le recorrió la piel. 

—Sí y no. Depende del paciente y de la situación.  

—Mis daños internos eran graves tal y como todos temían al sacarme de la arena —concluyó —. Me salvaste la vida. 

—Eso es lo que debe hacer un físico —dijo mientras recogía las vendas.

—Y un Sanador —añadió como quien no quiere la cosa.

—Ten cuidado de no golpearte, por si acaso la fractura de nariz se resiente —cambió de tema con elegancia, sin alterarse. No cabía duda de que era bueno escondiendo lo que era. Mintiendo. 
—Lo tendré en cuenta.

Iba a marcharse cuando una sensación extraña hizo estremecer todo su cuerpo. Aunque no fue el único ya que Hipócrates alzó la cabeza de aquello que estaba haciendo y dirigió la mirada al ventanuco de la enfermería. 

—Algo va mal.

Nada más decirlo, el sonido del tañido de una campana ensordeció el lugar y los dos corrieron por el pasillo hasta llegar a uno de los balcones del palacio para ver qué ocurría. Del cielo, ensombrecido por un cúmulo de nubes negras antinaturales, e iluminado por una luz peligrosa y amenazante, caía ceniza acompañada de un olor nauseabundo y tóxico.  

La acrópolis de Micenas ardía y parte del fuego se estaba propagando hacia la ciudad baja sin control, avanzando las llamas hacia los suburbios de la polis.

—Que los dioses nos asistan —musitó el Renegadus.

Feres sin ser capaz de pensar o de moverse, sólo atinó a contemplar la devastación que tenía lugar frente a sus ojos mientras los gritos de los micénicos se hacían eco, perforándole los tímpanos. 

Si no esperas lo inesperado no lo reconocerás cuando llegue.

Y había llegado algo que iba a cambiarlo todo todavía más. 


Gracias por leer. Nos vemos en el último capítulo.









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