domingo, 19 de mayo de 2019

La belleza de las estrellas: Capítulo cinco (final)



Capítulo 5: La felicidad consiste en poder unir el principio con el fin*

*  Frase del filósofo y matemático griego Pitágoras (c.569 a.C-c. 475 a.C)

El cielo está en llamas, eso fue lo primero en lo que pensó Meleagro cuando se levantó de la cama y un color anaranjado demasiado fuerte daba paso al amanecer. Tenía un fuerte dolor de cabeza a causa de lo poco que había dormido desde que la tormenta estallara en la casa de Orestes.

La discusión de éste con su hija había repercutido en su relación, ya de por sí difícil, hasta el punto en el que apenas se veían y, de hacerlo, intercambiaban pocas palabras.

Su amistad siempre había sido difícil, mucho más cuando Meleagro se dio cuenta de que había algo mucho más fuerte en su corazón, un sentimiento que iba más allá al hecho de considerar a Orestes un hermano. Durante los primeros tiempos, mientras habían sido aliados en la guerra, un sentimiento de hermandad, de hetairos, los había hecho inseparables. Mas, a medida que pasaban los años, aquello que él creyó amistad y fraternidad se fue tornando algo más fuerte, más profundo. Más doloroso. 

Una necesidad imperiosa de verlo, de tocarlo, de saber que estaba bien lo atormentaba noche y día, haciendo que fuera incapaz hasta de respirar. Nunca antes se había sentido así —ni siquiera con su esposa o con alguna de sus amantes—, por ello tardó mucho en descubrir que aquello que sentía por Orestes era amor, uno intenso, desinteresado, lleno de respeto, complicidad y confianza.  

No le costó aceptarlo, para él amarlo era algo natural. ¿Por qué no? ¿Qué importaba que fueran dos hombres? ¿A caso los dioses no se amaban entre ellos sin importar su sexo o procedencia? 

Pero Orestes no lo veía igual y, por mucho que Meleagro sabía que sentía lo mismo por él, su amigo se resistía a aceptarlo. En un primer momento, el tebano creyó que se debía a que quería tanto a su esposa que eso le impedía traicionarla. Pero, cuando ella murió desgraciadamente dos años después del nacimiento de Feres, Meleagro creyó que había llegado su oportunidad. 

Nada más lejos de la realidad
—¡No quiero que vuelvas a hablarme de esto ni que te me acerques de este modo, Meleagro! ¿Qué es lo que pretendes? ¡Tienes una familia a la que cuidar y mantener! —le gritó cuando éste fue a verlo para darle el pésame e intentar… ¿qué? ¿Estar a su lado? ¿Dejarlo todo por él? Sí, ¿por qué no? No pensaba descuidar a sus hijos ni a su esposa. Cuidaría de ellos, en la distancia, claro, pero no pensaba desvincularse de ellos. 

Le buscaría un buen hombre a Penélope, iría a ver a sus vástagos hasta que, cuando Menesteo tuviera la edad, llevárselo a Micenas para entrenarlo como buen hoplita. Cuando se lo dijo, Orestes se echó a reír con desdén.

— ¿Sabes? Siempre he soñado con conseguir ser el mayor magistrado de toda Micenas. Ser un buen soldado, conocer bien el mundo militar y, algún día, ser el estrategós que mi polis merece. —Sus ojos ambarinos se posaron en él llenos de ambición y, a la vez, de asco —. ¿Me elegirían en las urnas si estuvieras conmigo? La respuesta es obvia: no. 

» No te necesito a mi lado, Meleagro, y mucho menos a causa de inclinaciones tan inmorales como las que sientes. Creía que eras un auténtico hoplita, parece ser que me equivocaba. 

Después de aquello, Meleagro no volvió a Micenas hasta que recibió una misiva de Orestes donde, además de decirle que había conseguido ser elegido estrategós, le pedía que fuera a Micenas para que su hijo Feres pudiera conocer a Menesteo ya que «es mi deseo que nuestros hijos sean tan buenos amigos como nosotros». 

No pudo negarse, es más, agradeció a los dioses esa nueva oportunidad de poder volver a ver a Orestes; estar de nuevo en contacto y tener, aunque no la deseada, una relación. ¿Qué importaba que fuera sólo fraternal? Él le amaba y, aunque dolía, le era suficiente con poder volver a hablar con él como antes. 

Pero Éaco lo había descubierto.

Aquella chiquilla siempre había sido muy lista y despierta, nada nunca se le había escapado y ató cabos. Aunque lo intentaba, Meleagro era incapaz —en muchas ocasiones— de esconder lo que sentía y ella, avispada como era, descubrió la verdad. 

—Siento haberte metido en mis problemas, Meleagro —se disculpó la noche antes de su partida a Corinto, apenada.

—No te preocupes, niña. Todos hemos estado muy nerviosos estos días.

—No debería haber dicho lo que dije. Tus problemas con mi padre… —Éaco calló —. Siento que ahora las cosas sean así entre vosotros.

—Siempre han sido difíciles, no creas que lo has empeorado. Simplemente le has recordado una verdad que lleva años queriendo olvidar.

Ella asintió y lo abrazó con cariño antes de besarle la mejilla.

—Te quiero mucho. Ojalá puedas hallar la felicidad y la paz que mereces. 

El soldado se pasó una mano por la cara antes de ir hacia la palangana vacía y llenarla con un poco de agua para lavarse y espabilarse.

Fue entonces cuando escuchó las campanas, los gritos y olió el humo. Alarmado, se asomó a la ventana entreabierta y abrió del todo los postigos. Aquello que él había creído que era el color del amanecer en realidad era un incendio.

Micenas ardía. 

***

—¡Por los dioses!

Menesteo, en la arena de combate, dejó de hacer sus ejercicios de calentamiento para volverse hacia el hombre que había gritado con espanto. El susodicho, con el terror dibujado en sus facciones curtidas, señalaba en dirección a la acrópolis. El tebano se volvió hacia allí y lo que vio lo dejó igual de consternado que a todos los demás; de nuevo su máscara de impasibilidad hecha añicos.

La ciudad alta ardía y el fuego, como si tuviera vida propia, se extendía a una velocidad inhumana. Pronto alcanzaría la parte baja y la zona más pobre de la polis.

Oh, no.

Echando a correr como si todas las bestias del Inframundo fueran a por él, Menesteo se dirigió al palacio.

Hacia Feres. 

***
  
Hacía mucho que no iba al Templo Mayor de Micenas, templo dedicado a todos los dioses de Tarpeya ya fueran más fuertes e importantes o simples deidades menores. 

Orestes se arrodilló frente a la escultura de bronce de cinco metros de la representación antropomórfica de la tierra donde vivían: Tarpeya. Ésta, vestida con un peplo etéreo de la mejor tela existente —y que se le cambiaba cada año durante las festividades en su honor—, miraba el vacío con unas cuentas de cristal como globos oculares, erguida, con el pie derecho por delante del izquierdo, como si pudiera echar a caminar en cualquier instante, báculo de la justicia en mano. 

Su vida nunca había sido fácil, bien lo sabían los dioses. Hijo de unos humildes campesinos sin tierras, a pesar de ser ciudadanos, trabajaban parte del latifundio de un aristócrata. Orestes, incapaz de soportar ese estilo de vida, decidió dedicarse a la vida militar de forma permanente y no ser un simple soldado-campesino como muchos de los demás ciudadanos que solamente se enrolaban en el ejército en tiempos de necesidad.  

Desde niño, Orestes había deseado tener lo que, por ley —en teoría—, debía tener todo ciudadano: tierras. Tampoco pedía demasiado, se conformaba con un lote pequeño donde poder tener un Oikos que le diera para vivir y una casa en la que pudiera formar una familia.

Pero era imposible y, por ello, la única vía viable que logró hallar fue el ejército. Se le daba bien, además. Orestes era inteligente y pronto los capitanes y generales al mando se dieron cuenta de ello. Tenía seso para la estrategia y era capaz de ver y detectar las debilidades y fallas del enemigo en poco tiempo, ahorrando así perder tiempo y vidas.

Entonces Micenas y Tebas hicieron aquella confederación, la Liga micénico-tebana, para luchar contra la — por entonces— muy poderosa Argos, polis que deseaba expandirse demasiado y que afectaba a sus intereses.  Y, en esa guerra, fue cuando conoció a Meleagro y todo cambio, transformándose su vida en una vorágine caótica; siempre a punto de ser engullido por el agujero negro de una estrella muerta.

Porque lo que sentía por él era una aberración, algo que iba en contra de la naturaleza. ¿Cómo podían dos personas del mismo sexo atraerse? Los dioses, en su divina sabiduría, habían creado al macho y la hembra con el propósito de la procreación y para que éstos estuvieran juntos. La ley de la atracción de los contrarios. Entonces, ¿por qué se le aceleraba el corazón cuando estaban juntos? ¿Por qué, el último día antes de regresar de la guerra, bajo las estrellas, había sentido el impulso de besarlo? ¿Por qué, desde entonces, Meleagro ocupaba todos sus pensamientos? 

Toda su agonía y su sufrimiento.

La más amarga de las melancolías.

—Dioses de Tarpeya, os suplico misericordia. ¿No he sufrido ya lo suficiente? La muerte de mi esposa, la desviación de Éaco, la desobediencia de Feres… Estos sentimientos que tengo no son normales. Yo…

Orestes cerró las dos manos en puños y apretó con fuerza, clavándose las uñas para controlar sus emociones. 

Creía que lo tenía controlado, que la relación con Meleagro podría volver a ser como la que habían compartido durante la guerra. Pero se había equivocado. Aquellos tres años sin verse, años que creyó que sería un bálsamo, en el rencuentro los había convertido en una terrible maldición. 

Cuando se abrazaron, cuando sintió su cuerpo junto al suyo, sus brazos rodeándole… Estúpidamente pensó «al fin estoy en casa»; que había vuelto a él algo que había perdido.

Lo ignoró, ¿qué otra cosa podía hacer? Pero entonces Éaco tuvo que abrir la vieja herida y Orestes fue incapaz de mirar a su adelfos de nuevo a los ojos. Porque él lo había escuchado todo y su mirada llena de congoja, sin rastro de odio, le hacía más daño que un buen tajo de espada en el estómago.

Una vibración extraña en el aire le hizo levantarse y darle la espalda a la estatua. Frente a él había seis hombres armados, con los rostros cubiertos bajo unos yelmos con rejillas, apuntándolo con sus xifos de bronce, ocultando con sus corpachones ataviados con clámides oscuras, la entrada del templo. 

Así que los informes de sus espías tenían razón: había una conspiración contra él.

—Vaya, vaya, así que mis enemigos en las sombras han enviado a un grupo de matarifes de poca monta para asesinarme y quitarme del poder —dijo sin amilanarse por estar en clara desventaja y desarmado. Entrar a un templo de aquella guisa era una completa ofensa. Una profanación —. Rendíos ahora y marchaos, porque ni yo ni los dioses os vamos a perdonar.

—El único que va a irse de este mundo eres tú, Orestes —amenazó uno de ellos.

El estrategós, sin perder los nervios ni la calma, contempló su alrededor para hallar algo que pudiera servirle como arma con la que defenderse hasta que pudiera o bien desarmar a uno de ellos o salir del templo y conseguir ayuda. Sus ojos ambarinos dieron con uno de los braseros encendidos del templo y se dirigió hacia él.
Ante ese movimiento, los seis asesinos a sueldo fueron tras él, adelantándose uno para asestarle un tajo por la espada. Orestes, logrando conseguir su objetivo, le arrojó brasas ardientes a su oponente a la vez que apartaba la hoja del xifos con el atizador de hierro.

El hombre gritó de dolor y Orestes aguantó las propias quemaduras de su mano para propinarle un codazo entre los omoplatos. El hombre cayó sobre el brasero y su clámide empezó a arder. 

Soltando el atizador, el estrategós se apoderó del bronce enemigo y paró un nuevo ataque de los matarifes. 

Sin dejar de moverse por el templo, aprovechando su propia construcción y los elementos de éste, Orestes consiguió mantener a sus cinco oponentes a raya.

Debo salir de aquí.

Pero no era tan sencillo. Aquellos hombres no eran unos aficionados, eran unos auténticos asesinos duchos en el arte de la espada, y cubrían muy bien todas sus posibles vías de escape. Si quería ganar, tendría que recurrir a toda su astucia, y puede que el humo, que no paraba de intensificarse, lo ayudara.

Un momento. ¿Por qué hace cada vez más calor?

Orestes alzó el rostro cuando los cinco matarifes dejaron de atacarlo de repente. Todos a una, sacaron algo de debajo de sus capas: eran unos cilindros de vidrio con algo dentro. ¿Luz? No, no era eso.   
Por los dioses.

¡Aquello era fuego necromántico! 

—¡No lo hagáis! —gritó desesperado con la mano derecha extendida en un vano intento por parar lo inevitable.

Los cinco cilindros fueron lanzados hasta el cuerpo del desgraciado que había muerto quemado y, en cuanto impactaron contra el cuerpo en llamas — unas que llevaban todo ese tiempo creciendo y propagándose, lamiendo el mármol y la piedra— hubo una terrible explosión que arrojó centenares de llamas mágicas por toda la acrópolis, incendiando de ese modo la ciudad alta. Incendio que pronto empezó a devorar toda la ciudad.

***

—¡Feres!

—¡Meleagro!

Los dos hombres se cogieron de los brazos y se miraron a los ojos con la misma desesperación.

—¿Dónde está tu padre?

—¿Dónde está Menesteo?

Aquellas dos preguntas desesperadas, formuladas al mismo tiempo, hicieron que los dos se percataran de varias cosas que deberían dejar para más tarde.

—No sé nada de mi padre desde que desperté —dijo Feres —, pero los criados me han dicho que no está en el palacio. ¿Menesteo está aquí?

—Creo que no. Siempre suele irse antes del amanecer para entrenar en la arena, es una costumbre que tiene desde hace unos años. 

—Hay que evacuar a todo el mundo. El fuego se propaga de forma antinatural.

—Fuego necromántico —musitó el soldado tebano. Feres, que había sentido hablar de él, apretó los dientes. Si era fuego mágico, la cosa empeoraba. Porque ese fuego solamente se detenía de dos formas: una vez lo devastara todo o con magia. 

No quedaba de otra.

—Feres, no me digas que… —musitó Meleagro abriendo mucho los ojos.

—Es nuestra única opción. Por favor, ocúpate de sacar a toda la gente de aquí y llevarla al ágora. Si ves a Menesteo no le digas dónde estoy.

—¡Feres, no lo hagas! No eres un Magus Regis —le pidió.

—Lo sé, pero soy micénico y el hijo del estrategós. Esto es lo que se espera de mí.

Sin dejar que Meleagro pudiera detenerlo, Feres se apartó y echó a correr, sabiendo que el hombre haría su parte y que cumpliría con lo que le había pedido. 

Debía llegar cuanto antes a la periferia y detener ese fuego a como diera lugar. Porque, si no lo hacía, toda Micenas quedaría reducida a cenizas y escombros.

***

—¡Padre!

El interpelado se volvió hacia su hijo que, corriendo por la vía que portaba al palacio, estaba sano y salvo. Un profundo alivio lo recorrió de arriba abajo. 

—Hijo, gracias a los dioses que estás bien.

—¿Qué está ocurriendo?

—No lo sé, pero nada bueno. Parece ser que alguien ha incendiado la ciudad alta con fuego necromántico. Debemos evacuar a la gente del palacio e ir al ágora para ayudar en todo lo que podamos. 

—¿Dónde está Feres?

Meleagro vacilo.

—No te preocupes por él y ven conmigo —le ordenó recobrando la compostura, una que volvió a perder cuando su hijo lo cogió por la pechera del quitón con una furia ciega brillando en sus pupilas y en sus facciones. Nunca antes lo había visto de aquel modo y, por lo tanto, fue incapaz de reaccionar.

—Dime donde está. ¡Ahora! —exigió apretando con más fuerza.

Y no lo soltaría. En aquel estado, Meleagro estaba convencido de que Menesteo sería capaz de matarlo o de dejarlo para el arrastre si no le decía lo que quería saber.

—Se ha ido para intentar sofocar las llamas con su magia. No he podido detenerlo, hijo. Lo siento. 

Chasqueando la lengua, Menesteo lo soltó y se marchó por el mismo camino que Feres minutos antes. 

La impotencia lo recorrió por entero. ¿Es que él iba a quedarse allí, limitándose a esperar en el ágora una vez hubiera terminado la evacuación? ¿Dónde estaba Orestes? ¿Por qué no se había manifestado como estrategós de la ciudad?

—¿Qué te pasa, mujer? No llores, todo saldrá bien —escuchó que decía una de las criadas a otra.

—Pero es que… el señor Orestes se marchó al Templo Mayor esta mañana y no ha regresado. 

—¿¡Cómo has dicho!? —vociferó Meleagro acercándose a las criadas —. ¿Orestes está en la acrópolis?

La crida lloró con más fuerzas.

—No lo sé, señor. Espero que no, por los santos dioses. 

Meleagro dirigió su mirada hacia el caos de fuego de la acrópolis sabiendo qué debía hacer.

—Hipócrates —llamó al físico que estaba entre la concurrencia intentando calmar a un hombre con un ataque de pánico —. Ocúpate de que todos lleguen sanos y salvos al ágora.

—¿A dónde vas tú?

—A salvar lo que más me importa.

***

Respirar era casi imposible y ya no sólo por la carrera a contrarreloj, sino porque el humo de aquel maldito fuego no dejaba de expandirse por todos lados, apoderándose del oxígeno y haciéndose cada vez más denso. 

Porque ese humo, al igual que el fuego, no era normal y no hacía falta que sus sentidos de magus se lo dijeran.

Esquivando a la gente que corría en desbandada, despavorida, huyendo con lo puesto aquellos que podían, Feres logró llegar al punto donde quería: la zona más meridional de la ciudad, la más pobre y marginal de Micenas.

 Manchado de hollín y de sudor, Feres tragó saliva mientras contemplaba el fuego. ¿Y ahora qué?  ¿Qué debía hacer? ¿Cómo se suponía que iba a detener aquel infierno? Tenía el don de controlar los elementos, sí, pero no era ningún Magus Regis. Por los dioses, no era ni un simple estudiante con nociones básicas. 

Meleagro tenía razón. Demasiado rápido había hablado, dejándose llevar por lo que sentía en su corazón sin pensar en las consecuencias. 

Pero algo debía hacer, ¿no? Era un micénico, había nacido y crecido allí, ¡no podía quedarse de brazos cruzados sabiendo que podría hacer algo!

En el pancracio funcionó, ¿por qué ahora no?  

Cogiendo aire por la boca y soltándolo por la nariz, Feres dejó que el viento, la esencia de Eolo, fluyera por sus venas y echó los brazos hacia atrás antes de moverlos hacia delante. Un gran torrente de viento se dirigió en estampida contra las llamas. El fuego necromántico se movió, apagándose sus llamas en algunos extremos, para, finalmente, avivarse y hacerse más grande y letal. 

—¡Mierda!

Una casa de piedra y madera estalló cerca de su posición y la onda expansiva producida por el calor lo catapultó unos metros hacia atrás. Feres se golpeó la espalda y tosió en busca de aire, pero solamente encontró dióxido de carbono. 

Haciendo un gran esfuerzo, el muchacho se levantó. Había sido un ingenuo al creer que una buena dosis de aire sería capaz de apagar esas llamas. Ese no era el fuego de una vela que un soplido fuera capaz de apagar. Aquel era uno mucho más grande. ¿Cómo podría detenerlo? ¿Con agua? Sí, claro, pero no sabía cómo crearla de la nada así como así.    

Y si…

Una idea brotó en su mente. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?

Una nueva explosión a unos metros de él hizo saltar por los aires otra vivienda, esta vez de madera. Ésta, envuelta en llamas, se precipitó hacia él que, adolorido y exhausto, era incapaz de moverse. Como acto reflejo, Feres se tapó el rostro con los brazos, algo estúpido porque los maderos encendidos lo golpearían igualmente.

—¡Feres!

El chico alzó el rostro justo para ver a Menesteo correr hacia él y un muro de tierra alzándose para golpear los trozos de madera llameantes, alejándolos de él. Impresionado por lo que acababa de ocurrir, Feres no fue capaz de reaccionar cuando su amigo lo cogió por los hombros.

—¿Estás bien? ¿¡Cómo se te ocurre venir sólo para intentar detener el fuego!? ¿Querías hacerte el héroe? ¡Idiota!

—Eso que acaba de pasar… ¿lo has hecho tú? —le preguntó.

—¿Qué? ¡No me cambies de tema!

—¡No lo cambies tú! ¡Me acabas de salvar la vida con magia! ¿Eres un Nigromante igual que yo? ¿Cuándo ibas a decírmelo?   

Menesteo le aguantó la mirada, pero no le respondió.

—Vale, perfecto, ya te cantaré las cuarenta cuando todo esto acabe. Ahora debemos apagar el fuego y lo haremos juntos. 

—No somos Magus Regis, Feres.

—Otro con lo mismo. Si es que de tal palo…—rezongó observando el avance de las llamas —. Sí, ya sé que somos unos pipiolos sin experiencia, pero debemos acabar con esto. Y sé cómo hacerlo.

—Muy bien, te escuchó. Aunque ya te aviso que lo único que puedo dominar es la tierra y un poco el viento.

—Suficiente. Al menos sabes hacer algo más que yo. Sacaremos el oxígeno que rodea el fuego y que este consume…

—…y de este modo se apagará —terminó Menesteo —. Es lo más lógico que has dicho en mucho tiempo.

—Siempre digo cosas lógicas, mi querido tebano —le sonrió —. ¿Listo?

Menesteo asintió y los dos alzaron las manos, concentrándose en el viento que los rodeaba en un radio de diez metros a la redonda. Feres sintió que sus partículas, sus células y átomos se fusionaban con el viento y se vio en su mente cogiendo cada una de las partículas de oxígeno del aire que el fuego quemaba para conseguir el combustible que necesitaba para vivir. 

Para existir.

De este modo, poco a poco, y avanzando sin detenerse, Feres y Menesteo fueron testigos de cómo aquel fuego imparable iba muriéndose poco a poco, metro a metro, sintiendo en sus carnes sus gritos de agonía. 

Unos que no pensaban escuchar.   

***

El Tártaro debe de ser algo así, pensó Meleagro una vez en la acrópolis. 

Las llamas allí, menos amenazadoras que las que destruían la parte meridional de Micenas, todavía ardían y carbonizaban aunque a menor medida porque quedaba poco que desintegrar.

Todos los templos habían sido destruidos y las calles estaban llenas de muerte. Cadáveres a medio quemar, carbonizados… A Meleagro no le cabía duda de que muchos habrían muerto asfixiados antes de que el fuego los reducirá a huesos con restos de carne adheridos a estos.

Temiéndose lo peor, con el corazón casi a punto de detenérsele en el pecho, Meleagro recorrió aquella necrópolis horrenda y nauseabundo donde antes se había alzado un lugar hermoso y esplendoroso lleno de vida. Como todas las demás edificaciones, el Templo Mayor estaba también en ruinas. Las columnas que habían sujetado toda su estructura, el techo de dos aguas, el frontón, las métopas… Todo había quedado hecho escombros, unos ennegrecidos que presentaban un paisaje de desesperación. 

Recurriendo a todo su entrenamiento de soldado hoplita, Meleagro se introdujo en lo que quedaba del templo, vigilando dónde pisaba sin querer escuchar la urgencia de su corazón. Sin querer, en verdad, encontrarse con lo que más temía.  

En la celda principal del templo, donde había estado erguida la escultura de bronce de una antropomórfica Tarpeya, encontró un cuerpo reducido a huesos, un brasero de bronce intacto, restos de vidrio y la escultura monumental deformada y doblada por la mitad en el suelo. Aquella había sido la zona cero, el origen del fuego. 

El tebano apretó los puños.

Orestes estaba muerto.

Los temores que le contara el día de su llegada, el presentimiento y los informes de sus espías de que había una conjura contra él, habían resultado ser ciertos. Y él no había estado a su lado para protegerlo y ayudarlo. Para poder morir a su lado luchando. 

El sonido débil de una tos lo puso en alerta y se volvió hacia la estatua de Tarpeya. Un rayo de esperanza se iluminó en su pecho cuando cayó en la cuenta de algo. Los braseros y la estatua de bronce no habían sido pasto de las llamas mágicas.

¡Porque el bronce es un aislante de la magia!

Entonces…

Sin perder un segundo, Meleagro fue hacia la estatua y, bajo ella, en el lugar donde estaba doblada, un Orestes magullado, con quemaduras no demasiado graves y bastante humo en sus pulmones, lo miró.

—¿Has venido a salvarme? —le preguntó con los ojos lloroso y un deje de emoción y sorpresa en su voz ronca. 

—Por supuesto. Juramos protegernos el uno al otro. Y yo siempre cumplo mi palabra.

Con una sonrisa cansada, pero también de complicidad y cariño, Orestes cerró los ojos y dejó que Meleagro lo cogiera en brazos. 

Era hora de volver a casa.
Juntos. 


***

Los daños causados en Micenas fueron graves, pero eso no acabaría con el espíritu de supervivencia y superación de los micénicos. 

El estrategós, convaleciente, pero milagrosamente más restablecido de lo esperado, reunió en el palacio a los magistrados y se hizo un plan de rehabilitación de la ciudad acudiendo al tesoro personal del estrategós además de al público. 

Cierto era que las cosas tardarían años a volver a ser lo que fueron, pero poco a poco lo conseguirían. 
Unos golpes en la puerta de su despacho le hicieron alzar la vista de las tablillas de cera donde estaban anotados las cantidades de dinero necesarias para habilitar las viviendas arrasadas y para la reconstrucción de la acrópolis. Orestes sabía que una campaña militar sería necesaria para conseguir el oro y la plata que necesitarían para alzar de nuevo Micenas. 

—Adelante.

La puerta se abrió y Feres apareció frente a él, el rostro serio, el pelo bien recogido en una cola baja y una clámide azul celeste sobre su quitón. A Orestes no le pasó por alto que aquella vestimenta tenía un único significado.

—¿Tú también me abandonas para irte como Éaco?

—No vas mal desencaminado —reconoció caminando hasta ponerse frente a su escritorio —. Voy a irme a Corinto a pasar unos días con mi hermana.

—¿Y luego qué? ¿Qué espera hacer un chiquillo de dieciséis años? 

Feres se sacó un documento de debajo de la clámide y se lo entregó a su padre. Orestes lo cogió y le echó un vistazo. Era un papiro con el sello de la academia Dioscuroi donde se leía que habían aceptado su solicitud para entrar como magus Nigromante Básico. 

—¿Vas a irte a Isla Tiberina? ¿Quieres ser un Magus Regis?

—No es que sea algo que me entusiasme, la verdad. Pero es lo único que se me ha ocurrido para poder seguir adelante y no estancarme. Para alejarme de ti y de tu influencia. 

» Padre, jamás podré ser lo que esperas de mí. Odio la estrategia y odio la guerra, pero quiero ayudar a los demás y quiero adquirir todo el conocimiento posible mientras viva. Y eso es algo que la academia puede darme y que, cuando sofoqué el incendio, comprendí. 

» La magia mata, sí, pero también es fuente de vida.  

» Soy un Nigromante y esa capacidad de dominar los elementos, bien ejecutada, podrá salvar vidas. Y eso es lo que deseo: salvar y no matar. Y, si me quedo, tendré que ir a la guerra que planeas para conseguir el oro que necesita Micenas. 

Cuando Feres calló, Orestes no pudo evitar echarse a reír.

—Muy listo. Siempre lo has sido. Tu hermana se ocupó de ello sin que yo me diera cuenta. —Le entregó el papiro —. Ahora estás fuera de mi influencia, pero estás bajo la de los magus. 

—Puede, pero mientras esté con Menesteo, no me importa.

Su padre parpadeó y Feres sonrió.

—Parece que Éaco no es la única «desviada» de la familia. Tal vez todos los seres humanos seamos desviados. Si es así, no creo que sea algo malo.

Dándose la vuelta, Ferese fue hacia la puerta, abrió la hoja y antes de marcharse dijo:

—No eres un desviado, padre. No niegues lo que en verdad eres.

De nuevo solo, Orestes se echó hacia atrás en su asiento de respaldo alto. Contempló el techo unos segundos antes de echarse a reír de nuevo. Sus hijos lo habían derrotado por completo.

—Malditos mocosos. ¿Cómo se atreven a darme lecciones? 

Levantándose de la silla, el hombre se dirigió hacia la entrada del palacio donde Feres y Menesteo se despedían de Meleagro con sus petates bien atados a los caballos. Entre bambalinas, el estrategós observó a los chicos subirse a sus monturas y marcharse hacia Corinto antes de ir hacia Isla Tiberina y abrazar su nuevo destino. 

Tal vez haya llegado la hora de que yo haga lo mismo. 

Con una sonrisa, Orestes se acercó a Meleagro y colocó una mano en su hombro. El tebano lo miró sorprendido antes de corresponder a su sonrisa y abrazarlo por la cintura.
Había mucho trabajo por hacer, pero sabía que, de ahora en adelante, lo harían juntos.

***

—¡Mira, una estrella fugaz!

El grito de Feres hizo que alzara la cabeza de los trozos de carne ensartados y puestos al fuego, justo a tiempo de ver la estela de la estrella.

—¿Has pedido un deseo? —le peguntó.

Feres abrió la boca.

—¡Otras! No lo había pensado.

Menesteo se echó a reír, pero paró cuando vio que Feres lo miraba consternado.

—¿Por qué me miras así?

—Porque no me acostumbro a que seas tan expresivo. ¿Dónde ha quedado esa maravillosa sofrosine de la que siempre has hecho gala?

—Tú has acabado con ella. La mataste el día que me dijiste que me querías.

—Hmm. Me parece bien. ¿Los ves? Soy una maravilla. 

Menesteo lo abrazó por detrás y apoyó la cabeza en su hombro.

—Desde luego que lo eres.

Los dos se quedaron así un rato hasta que una nueva estrella cayó del cielo.

—Ahora sí que he pedido un deseo.

—¿Cuál?

Feres se volvió hacia él sin romper su abrazo y clavó los ojos en los suyos.

—Poder estar siempre así, juntos, bajo las estrellas. 

—Eso es algo que ni los dioses podrían impedir. 

El tebano acercó su rostro y los dos se fundieron en un beso tierno.

No sabían qué les depararía el futuro ni qué encontrarían una vez llegaran a Isla Tiberina. Pero habían decidido estar juntos para siempre y aquel era el único modo en el que podrían vivir sus vidas siendo lo que eran sin renunciar a aquello que siempre habían soñado, aquello para lo que habían nacido. 
Porque la felicidad consiste en poder unir el principio con el fin.

Y ellos, de ahora en adelante, siempre serían el principio y el final.

El infinito bajo un manto de estrellas. 


Muchas gracias a todos aquellos que habéis acompañado a Feres y Menesteo en su aventura. Esto, empero, no es un adiós sino un hasta luego ya que otra historia mucho más grande acontecida en Tarpeya espera ser contada. Así que, espero que pronto podáis acompañar a mis personajes de nuevo en una nueva aventura más grande, llena de magia y de personajes no normativos que luchan por ser quienes son. 

Ester.





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